En España hay que cambiar los partidos políticos
porque funcionan rematadamente mal, porque se han convertido en instituciones
para la defensa de intereses particulares en detrimento del interés general y
porque son incapaces de articular una salida creíble a la crisis económica,
institucional y moral que aflige a la sociedad española desde hace ya seis
años. Todo ello entre otras razones que también se podrían aducir.
La democracia española
se ha degradado tanto que lo único importante que se dirime en las elecciones
es quién gestionará la licitación pública, las subvenciones y la regulación. Es
decir, las elecciones deciden a los amigos de quién irán a parar los despojos
de la acción política. Otras cuestiones como, por ejemplo, qué hacer con los
seis millones de parados, cómo mejorar la enseñanza, cómo acabar con la
corrupción o qué hay que hacer para salir de la crisis acaban siendo
irrelevantes porque los principales partidos españoles no tienen propuestas
diferenciadas sobre cómo resolver estos problemas. Es más, la cuestión no es
tanto la falta de diferenciación como que no haya propuestas serias de ningún
tipo por parte de los partidos con experiencia de gobierno, sea este nacional,
autonómico o municipal. Los programas electorales acaban siendo o sartas de
ocurrencias o propuestas destinadas a no cumplirse.
Dicen que Carlos V dijo
una vez, refiriéndose a Francisco I: “Mi primo y yo nos parecemos mucho: los
dos queremos Milán”. Los principales partidos políticos españoles se parecen en
eso y en mucho más. Todos quieren, por supuesto, el poder y las prebendas que
conlleva. Faltaría más, para eso están. Pero además se parecen en la defensa
del interés particular de la clase política contra el interés general y en la
carencia de ideas para sacar a España del atolladero en el que está metida. Por
si esto fuera poco, se parecen también en que tienen un funcionamiento interno
muy opaco y poco democrático que imposibilita el debate interno, el surgimiento
de proyectos nuevos, la promoción de las personas más capaces y la renovación
de las personas en los puestos de dirección. ¿Cómo se ha llegado a esta
situación y qué puede hacerse para corregirla?
El fortalecimiento de
las cúpulas dirigentes de los partidos como medio de evitar la inestabilidad
política fue una opción que se adoptó, por omisión, cuando se decidió dejar
vacía de contenido la Ley de Partidos Políticos de 1978. En la práctica esto
dejó la puerta abierta a la autorregulación de los mismos, lo que ha llevado a
la falta de transparencia y de democracia interna y a la cooptación como método
principal para determinar las carreras políticas y para la elaboración de las
listas electorales. Esto ocurrió ya en la Transición: la célebre frase de
Alfonso Guerra “el que se mueve no sale en la foto”, que transmite lo esencial
del funcionamiento de los partidos políticos españoles entonces y ahora, fue
pronunciada en 1982. A
grandes rasgos, la situación actual es la siguiente.
Los partidos
mayoritarios españoles, incluyendo a CiU, no son canales de participación
política. Un ciudadano con inquietudes, que no busque un cargo público sino un
marco de discusión política de sus ideas e iniciativas y una canalización de su
tiempo hacia actividades socialmente útiles, no tiene nada que hacer en una
agrupación del PP, del PSOE o de CIU. En las reuniones de dichas agrupaciones
casi todos los militantes que asisten tienen un cargo público o han conseguido
su trabajo gracias al partido. No se entendería —y sería tremendamente
sospechoso— que alguien fuese a las reuniones con objetivos distintos a los de
conseguir un cargo o un puesto de trabajo. ¿A qué viene? ¿A espiar? ¿Quién lo
envía?... En el diseño español, la única participación política que se espera
de la ciudadanía es que acuda a las urnas cuando se convocan elecciones.
No es solo el ciudadano
de a pie el que no puede debatir sus iniciativas. Tampoco pueden hacerlo los
militantes. Los órganos de dirección están muy atentos en abortar cualquier
iniciativa transversal que suponga contactos directos de unas agrupaciones con
otras. No se conoce ninguna rebelión horizontal que haya tenido éxito en el PP.
Hubo una —y famosa— en el PSOE, que terminó con éxito llevando a Zapatero a la
secretaría general no siendo el candidato oficial, aunque sus promotores acabaron
siendo marginados al pactar el nuevo líder con el aparato. La ausencia de
debate caracteriza también a los órganos directivos de los partidos. Por poner
solo un ejemplo ¿cuántas veces ha debatido la Junta Directiva del PP el caso
Bárcenas desde que
estalló el pasado mes de enero? Pues, por lo que parece, ni una sola vez.
Tampoco parece que sea costumbre de este partido —ni de otros— presentar las
cuentas anuales a sus máximos órganos de dirección. Consecuentemente, si no hay
debate tampoco puede haber mecanismos de rendición de cuentas ni de petición de
responsabilidades. El poder de las cúpulas directivas es omnímodo porque es
casi imposible derribarlas y de su voluntad dependen las carreras de los que
militan en los partidos.
Así las cosas y con el
tiempo, a base de cooptación reiterada, se ha consolidado en España una casta
—la llamada “clase política”— de personas que deben su cargo o su empleo al
favor político. Esta casta abarca desde los conserjes de Baltar hasta las más
altas magistraturas colegiadas del Estado, pasando por los miles y miles de
empleados públicos de la Administración central, CC. AA. y CC. LL. nombrados
inicialmente a dedo y consolidados con posterioridad mediante discutibles
procesos de funcionarización, por no hablar de la
miríada de organismos que se han creado con la finalidad de pagar nóminas y
repartir dietas. Unas 300.000 personas sería una estimación prudente del tamaño
de un colectivo que ha acabado replicando las características del caciquismo
español tradicional. El interés particular de esta clase política consiste en
perpetuarse en su actual estado, manteniendo la jerarquía comensalista con la
que accede a las arcas públicas y a la extracción de rentas del sector privado
de la economía mediante la licitación, la contratación y la regulación. De este
modo se configura una élite extractiva que, como todas ellas, resiste
ferozmente a todo cambio que pueda acabar afectando al statu quo, aunque sea de
manera indirecta.
Esta es la razón de
fondo por la que la clase política española no es capaz de articular respuestas
creíbles a la crisis: porque todas estas respuestas requieren reformas
profundas que afectan a su interés particular. Un programa de reformas
coherente y suficiente requiere una visión del futuro y una capacidad de
liderazgo —saber tirar de la sociedad hacia ese futuro— que es totalmente
extraña a nuestro sistema de partidos políticos: el sistema está diseñado para
conseguir la estabilidad a toda costa y, desde este punto de vista, es un
sistema muy eficaz, aunque el precio que se ha pagado en términos de
corrupción, ineficiencia y desmoralización de la sociedad haya sido muy alto.
Pero en la agenda de los tiempos está el cambio, no la estabilidad, y eso el
sistema español no está pensado para hacerlo.
Por esta razón, un
programa reformista tiene que empezar por rediseñar los partidos políticos.
Como se hace en los países constitucionalmente más avanzados, los partidos no
deben autorregularse, sino que deben estar regulados desde fuera, por la ley. Los
partidos son entidades especiales que tienen el monopolio de la representación
política y que se financian principalmente con fondos públicos. La Ley de
Partidos debería exigir a estas instituciones transparencia y democracia
interna con el fin de fomentar el debate, la circulación de ideas y la
competencia entre iniciativas diversas. Así es como funcionan las democracias
de los países de nuestro entorno, el diseño español actual es una anomalía
histórica y geográfica que obstaculiza la salida de la crisis. Hay que
cambiarlo ya.
¿Cabe confiar en que
este cambio se haga de manera espontánea, desde dentro de los propios partidos
políticos? Lamentablemente eso es muy improbable. Tiene que ser la sociedad
civil la que, movilizándose, tome el protagonismo y exija los cambios
necesarios. Si no lo hace, las cosas seguirán empeorando.
César Molinas y Elisa de la Nuez, en El País
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