La gente confiaba en la democracia, tenía fe en que el sistema político iba a funcionar, que se iban a exigir responsabilidades a quienes habían provocado la crisis y a reparar rápidamente las averías de la economía. Pero no ha sido así. El sistema político ha fracasado a la hora de evitar el incremento de la desigualdad, de proteger a los más desfavorecidos, de evitar los abusos y frenar la erosión de su legitimidad democrática, debida a episodios reiterados y manifiestos de corrupción política y enriquecimiento ilícito de partidos, banqueros, empresarios, políticos y funcionarios gubernamentales.
Existe un sentimiento unánime de insatisfacción con quienes mandan, con cómo mandan y cómo lo hacen. Los ciudadanos se ha ido instalando a lo largo de estos años de crisis económica una creciente conciencia de estar gobernados por la troika (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) y que la tan proclamada voluntad general expresada en las urnas es papel mojado. Puede haber una crisis económica que crea problemas sociales nuevos, pero ¿qué ha sido lo característico en este caso? que se ha hecho pagar la crisis a la mayoría de la población, respetando los intereses de la minoría mejor situada económicamente.
Durante años, dice el premio nobel de economía Stiglitz, existió un acuerdo implícito entre la parte alta de la sociedad y el resto: nosotros os proporcionamos empleo y prosperidad y vosotros permitís que nos llevemos nuestras bonificaciones; todos vosotros os lleváis una tajada, aunque nosotros nos llevamos la más grande. Ese acuerdo, que siempre había sido frágil, se ha desmoronado y los ricos se llevan la renta y la riqueza, pero no proporcionan a los demás más que angustia e inseguridad.
Los de arriba han roto los lazos emocionales con las clases medias y trabajadoras, y ya no se ven compartiendo un futuro común. Habría que recordarles que Adam Smith habló de la importancia del «principio de simpatía», de esa capacidad de identificarse con los sentimientos ajenos, de incorporar en el comportamiento económico la felicidad o el bienestar de los demás, el «interés en el otro», algo que los que se tienen por sus más fieles discípulos no han reparado ya que sólo han debido leer las partes que les interesan o les gustan de su obra. Los «otros» les son ajenos. Si las familias pobres que lo están pasando mal aglutinan la simpatía de la mayoría, los de arriba suscitan una indignación creciente.
Mientras el capitalismo desregulado e irresponsable ha sido un fracaso estrepitoso, su ideología sigue viva. La UE sigue inexpicablemente presa de un dogmatismo económico conservador, impulsando unas políticas económicas neoliberales que la crisis ha desacreditado y que toda evidencia empírica muestra son suicidas en una recesión de endeudamiento como la que vivimos. Una de las grandes mentiras que desde el Gobierno, la prensa, radios, televisiones y economistas que les son afines vienen difundiendo con descarado cinismo, es la de que se está llevando a cabo la única política económica posible, de que no existe alternativa mejor o más equitativa, como si la economía fuera una ciencia exacta, como si los políticos y las políticas económicas que impulsan fueran neutrales o estuvieran en un limbo por encima de los distintos intereses económicos que cruzan toda sociedad, al margen de los distintos valores y preferencias políticas.
Si a la política económica seguida por el Gobierno conservador de Rajoy (en solitario, a golpe de decreto y abusando de una mayoría absoluta conseguida en unas elecciones con un programa que ha desmentido en su totalidad nada más llegar al Gobierno), escorada hacia el lado de la reducción del gasto en detrimento de la reactivación económica, añadimos las profundas limitaciones y descrédito de la principal fuerza de oposición, el círculo infernal se cierra.
Instituciones públicas y partidos políticos tradicionales en caída libre
Mientras tanto, la indignación y las protestas en la calle crecen teñidas de un rechazo institucional y un sentimiento antipolítico creciente y preocupante. En una u otra medida todas las instituciones representativas que encarnan los poderes del Estado han sufrido un generalizado descrédito por parte de la opinión pública. Tanto los partidos políticos tradicionales, el Gobierno, como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, la Confederación de Empresarios, los sindicatos, la RTVE o la Monarquía, han sufrido una pérdida de legitimidad que erosiona la totalidad del sistema político institucional. De ser parte de la solución, las instituciones y los políticos son cada vez más vistos como parte sustancial del problema, capturados por intereses propios, de partido y/o especulativos y financieros, alejados del bien común. Los frecuentes casos de corrupción política, las amistades peligrosas entre banqueros, empresarios y políticos, han abonado una creciente desconfianza y producido un fuerte desapego de la ciudadanía por la política y las instituciones.
Y, sin embargo, lo paradójico es que estando en la política el origen del problema sólo puede ser la política la que corrija el rumbo. La política es la respuesta a cómo vivir juntos, a cómo queremos vivir juntos. Pero, para recuperar le credibilidad, la política necesita de autocrítica y atender urgentemente la mayoritaria demanda social de cambios en profundidad del sistema político e institucional para que sea más democrático, trasparente, participativo y eficaz. Se necesitan cambios constitucionales importantes.
La ruptura entre representantes y representados ha llegado a un punto que ya no basta con la alternancia política. Es urgente crear unos contrapesos institucionales que controlen y supervisen las instituciones políticas y a sus miembros para que actúen con mayor honradez. Se necesitan organismos contra la corrupción, independientes y eficaces. Dotar a los votantes y a la ciudadanía de mayores y mejores cauces de participación. Los partidos tienen que asumir responsabilidades, limpiarse, democratizarse y pactar una nueva ley electoral que acabe con las listas cerradas, logre una mayor proporcionalidad y ponga fin al bipartidismo. Dicho en dos palabras, para corregir la erosionada legitimidad de la política se necesita una verdadera regeneración democrática, de la que que tanto se habla últimamente, pero que no acaba de iniciarse.
Hace poco los profesores Daron Acemoglu y James A. Robinson publicaron un libro titulado Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, en el que tras más de 15 años de investigación han llegado a la conclusión clara de que lo que más influye en la prosperidad de un país no es el clima, la geografía o la cultura, sino las instituciones públicas. Son los líderes de cada país quienes determinan con sus políticas la prosperidad de su territorio, y así ha ocurrido en todos los períodos de la historia, como fundamentan en su estudio. Para los autores, la solución pasa por transformar las instituciones extractivas (aquellas en las que se benefician unos pocos a costa del sacrificio de los demás y conducen al estancamiento y la pobreza) en inclusivas (aquellas que permiten que prospere toda la población y allanan el camino a dos factores que tienen que ver con el crecimiento: la tecnología y la educación).
La respuesta a la profunda crisis económica –pero también política, institucional y de valores– no puede ser el apoliticismo, el practicar el laissez faire, laissez passer, de tan malas consecuencias en la esfera económica. Hace falta que nos hagamos cargo de cuanto esté en nuestras manos, de comprometernos políticamente, de actuar como ciudadanos críticos y constructivos por un cambio que inevitablemente habrá de ser parte de otro más amplio en el ámbito de la Unión Europea. Una Unión que no es tal y que –entre otras cosas– ha desprovisto a sus miembros de soberanía monetaria, sin arbitrar mecanismos ni compensarlos en caso de crisis.
España aparece agotada, sin ideas ni rumbo, sin un plan de futuro. El Gobierno conservador de Rajoy, obsesionado con la política de austeridad, del corto plazo, no ofrece un proyecto común estimulante, ni en el plano económico, ni en el político institucional y territorial. La responsabilidad, en el económico, es seguramente compartida con las autoridades europeas, cuya terquedad y torpeza con la que están gestionando la crisis es manifiesta y pasará a los manuales de la historia económica y financiera.
La sociedad, una vez más, se ha adelantado a los políticos y quiere renovación. La corrupción corroe todo el sistema político y está creando un rechazo que no sólo afecta al mismo concepto de democracia, sino al de todo el sistema de partidos. El nivel de impunidad y desvergüenza con la que han venido actuando los partidos, su falta de autoexigencia ética y profesional es deplorable y destructiva. En estos momentos hay cerca de 1.700 causas judiciales abiertas con más de 500 imputados por corrupción y la lista sigue creciendo cada día que pasa. El Gobierno conservador, con Rajoy a la cabeza, viene actuando como si estas cosas no fueran con él. Y, sin embargo, lleva 10 años como jefe de un partido en el que funciona la dedocracia, muy centralizado y jerarquizado, en el que nada es posible sin su consentimiento.
El 15M y uno de sus corolarios más importantes, Podemos, con todas sus limitaciones y problemas (que no viene al caso abordar aquí) ha significado una reacción frente a la resignación fatalista, frente al ¨no se puede hacer nada¨ ante enemigos muy poderosos y ha contribuido a reactivar la conciencia crítica de la sociedad. Ha revolucionado el tablero político y está obligando a todos a activarse, reflexionar, repensar y reposicionarse. Entre sus méritos está dar consistencia a una generación, en movilizar a un sector importante de la juventud, además de devolver cierta ilusión a un sector de la sociedad harta, desanimada y quemada con la política y los políticos. Y eso no es poco. Su éxito está poniendo al descubierto el lamentable estado en el que se encuentra la democracia. Y, claro está, la propia izquierda. Se avecinan tiempos interesantes.
Kepa Bilbao Ariztimuño, en El Sillón Informativo
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