lunes, 8 de noviembre de 2010

MENOS QUÉ Y MÁS QUIÉN

Un machete o un cuchillo, ¿qué es más peligroso? ¿Una pistola o una granada? ¿Un coche o una furgoneta? Un buen gallego respondería con su enigmático «depende». Lo que aquí, valga la redundancia, pende, es dónde queremos poner el acento; en el objeto o en la persona, que es quien lo coge, agarra o conduce.

Podríamos hacer un concienzudo estudio sobre cuáles son las armas más peligrosas y destructivas del mundo. De todas y cada una. La más ligera, la que más daño hace, la más rápida. Tendríamos un catálogo técnico preciso y eficiente. Para una armería, claro está. Pero volveríamos a olvidar una vez más el otro noventa por ciento del problema, la persona que la emplea.

Al igual que John Rambo en sus cacerías mundiales, a diario, en nuestros hogares, empuñamos cuchillos y machetes para hacer la comida o cortar el postre, y no por ello degollamos a nadie. Si donde hemos puesto cuchillo o pistola, ahora ponemos alcohol o heroína, podemos entender lo que estos días ha aparecido en prensa. Los resultados de un estudio elaborado por dos ex asesores del Gobierno británico, con el que pretenden elaborar políticas estatales más eficaces para paliar el impacto social de las sustancias adictivas, concluye que el alcohol es más dañino que la heroína y el crack.

Podemos estar de acuerdo con el estudio si lo que nos preocupa es la salud personal y social, que es muy importante, pero para nosotros, antes que los efectos es quién toma la decisión de coger el cuchillo o de consumir una sustancia. ¿Cómo se toman esas decisiones?

¿De qué depende que una persona desarrolle una relación problemática con un cuchillo o no? Todas las personas tenemos cuchillos en nuestras casas, los usamos, y no precisamente para matar a gente.

El alcohol es una sustancia legal, una vieja conocida en la sociedad, y aunque es cierto que hay personas que tienen una relación problemática o de dependencia con el alcohol, también es cierto que la mayoría de las personas lo consumen, se relacionan con él, y no de manera problemática. Porque lo importante no es tanto el qué como el quién. La peligrosidad de una sustancia está condicionada por la persona que la va a usar, el contexto y, en último lugar, la sustancia en sí.

Todo consumo es una conducta, una acción y, como tal, siempre conlleva riesgos. De ahí la importancia de llevar a cabo un análisis de la conducta para valorar realmente si existe un tipo u otro de relación. Valorar el nivel de riesgo y la existencia o no de futuros problemas. El consumo en sí no es el problema, por lo que debemos aprender a analizar objetivamente las situaciones, con cierta empatía.

Las personas que consumen drogas no conforman una población homogénea. En un momento determinado y en un entorno concreto, cualquier persona puede tener la tentación de consumir y, de hecho, hacerlo. Por ello, estandarizar y catalogar estas conductas para fijar los perfiles de los consumidores tampoco servirá lejos de la armería.

Hay que incidir en que una persona sin información, sin habilidades sociales ni educación sobre consumo responsable de drogas, y con unas características personales concretas y en un contexto determinado es más probable que adquiera usos problemáticos de las drogas. Partiendo de ese punto será más efectivo cualquier estudio.

En general, los riesgos que se corren con la ingesta de sustancias sicoactivas van en función de la cantidad ingerida, frecuencia, contexto social y personal, etc. Los diversos modos de consumo de las distintas sociedades hablan de la influencia del contexto, del entorno, sobre las personas a la hora de consumir: rituales, costumbres e, incluso, hábitos; en último lugar, cultura y educación. La droga más peligrosa siempre será la que consumamos. Pero ¿cuál será la más peligrosa? ¿Cocaína o anfetamina? ¿Alcohol o heroína?

Maite Ciganda, coordinadora de Hegoak

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