En pleno escándalo mediático y de la sociedad civil, en el que han participado el gobierno, periodistas y juristas de reconocido prestigio, ocasionado por la sentencia del tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo sobre la “doctrina” Parot, con manifestación multitudinaria apoyada por miembros de la dirección del Partido Popular y recibimiento de las víctimas por el rey, incluidos, José Amedo Fouces se pasea por los platós televisivos haciendo apología del crimen. De sus crímenes. Del asesinato de las veintinueve personas, una niña de tres años entre ellas, que cayeron bajo las balas o las bombas que el GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) distribuyó a su buen criterio por bares, coches, plazas y domicilios para ultimar a supuestos etarras –ninguno tenía sentencia firme-, o a ciudadanos ajenos a tal actividad, que desgraciadamente para ellos se encontraban en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Ese Amedo es recibido en los canales de televisión como una estrella invitada, se sienta al lado de periodistas y políticos honrados y tanto el presentador del programa como los otros contertulios le preguntan, con una mezcla de admiración y cortesía, sobre sus fechorías. Y tan siniestro personaje no duda en dar detalles de sus crímenes y de los de sus asociados y sicarios que también fueron condenados con él, justificándolos, considerándolos incluso un servicio a la patria.
El que era subcomisario de la Policía Nacional en Bilbao en 1983 –después de haber pertenecido a la siniestra Brigada Político Social bajo la dictadura- cuando se inician los crímenes del GAL, en septiembre de 1991 fue condenado por laAudiencia Nacional a 108 años y ocho meses de prisión y accesoria de inhabilitación por seis delitos de asesinato frustrado (cinco como autor moral y uno como autor por inducción), lesiones, asociación ilícita y falsificación, todo ello en relación con el llamado “caso Amedo-Domínguez”. Tal sentencia fue confirmada de modo prácticamente íntegro por la Sala Segunda del Tribunal Supremo en marzo de 1992. Y nuevamente en julio de 1998 fue condenado, junto a otros, por la Sala Segunda del Tribunal Supremo a nueve años y seis meses de prisión y once años de inhabilitación absoluta por los delitos desecuestro y malversación de caudales públicos, en relación con el llamado “caso Marey”.
Pues bien, este asesino convicto y confeso –las entrevistas televisadas se realizan con el pretexto de promocionar un libro en el que cuenta con detalle sus fechorías- es tratado en los medios de comunicación no ya con la normalidad con que se mueven otros tertulianos, sino con la deferencia que merece un personaje excepcional. Ese indeseable asegura que nunca se lucró con los delitos, cuando se demostró en los juicios que sólo en una noche en el casino Kursaal de San Sebastián perdió 30 millones de pesetas, que provenían directamente de los fondos reservados del Ministerio del Interior.
Y ahora se atreve, a cara descubierta y frente a la pantalla, a calificar de canalla al juez Garzón, sin que ninguno de los comparten mesa con él le haga reconvención alguna. El juez Garzón que fue el que, con minuciosidad y paciencia, instruyó las causas contra él y contra diecisiete cargos del Ministerio de Interior implicados en la organización, inducción y pago de los delitos. Y no sería tan mala y tendenciosa la instrucción, como aseguran los delincuentes, cuando la Audiencia Provincial los condenó a todos y tanto el Tribunal Supremo como el Constitucional ratificaron las condenas.
Amedo salió en libertad condicional en el año 2000, después de haber pasado doce años en prisión, la mitad de ellos en régimen abierto. Es decir, que de los 118 años de condenas cumplió en régimen cerrado únicamente 6. Los demás condenados – Michel Domínguez fue el más cercano colaborador de Amedo-, sicarios franceses, portugueses y españoles, y no digamos los cargos del Ministerio de Interior han disfrutado de beneficios semejantes.
Pero no se han convocado manifestaciones ni celebrado debates ni difundido condenas públicas por la inaudita lenidad con que, tanto la justicia española como los gobiernos sucesivos, del PSOE y del PP, como la Dirección de Prisiones, han tratado a los asesinos de los GAL, organizados por el Ministerio de Interior de los gobiernos de Felipe González. Ni por supuesto se han hecho declaraciones, orbi et orbe, condenando tales resoluciones judiciales y penitenciarias, en todos los micrófonos a que políticos y periodistas tienen acceso, como ha sucedido con los excarcelados de ETA, de los que el que menos prisión ha cumplido han sido 21 años, y la primera beneficiada por la libertad llevaba 27 años encarcelada.
Porque ya se sabe que en España todas las víctimas no son iguales, y tampoco sus asesinos. Ni José Antonio Lasa, ni José Ignacio Zabala ni Segundo Marey ni el trabajador ferroviario Jean Pierre Leiba, ni los dos miembros de los comités antinucleares Xavier Lorenzo y Endica Lorenzo, ni José Oliva Gallastegui, ni Bonifacio García ni Juan Jaúregui Aurria ni el bailarín Christian Olaskoaga. Ni el concejal pediatra Santiago Brouard, tiroteado en su propia consulta médica, ni Juan José Iradier, ni Christian Casteigts ni Emile Weiss y Claude Doer ni Dominique Labeyrie ni el fotógrafo del diario Egin Xabier Galdeano ni Emile Weiss y Claude Doer ni Robert Caplanne, ni Karmele Martínez ni Federick Haramboure ni la niña de tres años Nagore Otegu, ni Christophe Matxikote y Catherine Brion ni Juan Carlos García Goena, muertos por los GAL, ninguno de los cuales tenía relación alguna con ETA ni con su entorno, merecen el respeto, la condolencia ni el homenaje que les tributan a las víctimas de los etarras. Suponiendo, lo que es mucho suponer en un Estado de Derecho, que los demás asesinados fueran todos etarras, sin haber sido sometidos a juicio alguno y en un país que ha suprimido la pena de muerte.
Pero, reflexiono, ¿Cómo puedo pedir en España igualdad en la justicia y el reconocimiento a las víctimas del GAL, cuando por los ciento cincuenta mil ciudadanos civiles asesinados por las hordas fascistas durante años no se ha proseguido ninguna causa en nuestro país, y sus familiares han debido acudir a la justicia argentina para recibir el mínimo consuelo de que una jueza exija la extradición de algunos de los verdugos?
Ciertamente en nuestro país todas las víctimas no son iguales.
Lidia Falcón, en Público
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