Se está
consagrando la costumbre, que no carece de cierta perversidad, de que cada
nuevo gobierno del Estado reforme dos sectores importantes del ordenamiento
jurídico: la legislación educativa y la legislación penal. El gobierno del
Partido Popular ha sucumbido a esta tentación, fundada no en el deseo de
modernizar las leyes y resolver las deficiencias de las que están vigentes
sino, como en el caso de todos los gobiernos anteriores, en utilizar el
populismo legislativo como instrumento de obtención de fáciles réditos
electorales.
La reforma educativa no les puede haber
salido peor. Y, por ello, sobre la reforma penal se proyectan grados de
electoralismo tan desmesurados que uno tiene la impresión de que se intenta
reequilibrar el fiasco de la reforma en la enseñanza.
Todo Código Penal
constituye el presupuesto de la aplicación de la forma suprema que puede
revestir el poder coactivo del Estado: la pena criminal. El Código Penal se
considera, en los países democráticos, la Constitución
negativa, ya que tutela los
valores y principios básicos de la convivencia. El problema surge cuando la
reforma de la norma Penal se fundamenta en principios axiológicos aberrantes,
los injustos penales se configuran mal y la ordenación de la convivencia se
hace bajo impulsos de pulsiones sociales o tensiones emocionales del
inconsciente colectivo que el legislador no pondera ni modera adecuadamente,
con lo que la convivencia se ve privada de armonía y se desplaza de los
requerimientos de los derechos fundamentales y libertades básicas.
Lo anterior es lo que sucede con este
proyecto de reforma del Código Penal. Como primera providencia establece la
Prisión Permanente Revisable, que siendo revisable puede convertirse en
perpetua y por ello contradecir la esencia del artículo 25 de la Constitución,
que configura la pena y le confiere sentido como elemento de reeducación y
reintegración social de los delincuentes. Es imposible que una condena perpetua
pueda cumplir esta finalidad.
Por si fuera poco lo anterior, se le da
un sentido nuevo a las denominadas "medidas de seguridad", medidas
alternativas y complementarias a la pena que pueden imponerse antes del
cumplimiento de la misma y después de él. Es otro procedimiento sutil de
establecer una suerte de cadena perpetua en tanto estas medidas de seguridad
pueden consistir en internamientos en establecimientos psiquiátricos o en
centros educativos especiales si el juez o el tribunal entiende con criterios
de amplia discrecionalidad que el condenado no está rehabilitado.
En este contexto, se introducen otros
criterios etéreos vinculados a la reclusión permanente como la necesidad de
cumplir deberes u obligaciones que el juez o tribunal estime convenientes, sin
determinación de cuáles pueden ser estos deberes u obligaciones y en qué
circunstancias se pueden imponer; y que se reservan al arbitrio del juez, vulnerándose
el principio de tipicidad previsto en los artículos 9 y 25 de la Constitución y
en el propio artículo 1 del Código Penal actualmente vigente. Se opta por la
exclusión social absoluta de determinados delincuentes, al margen de toda
reflexión criminológica razonable y en función de pretendidas vindicaciones
sociales que exigen este tratamiento a fenómenos delictivos particularmente
repudiables, como si el legislador penal no debiera moderar normativamente
dichas tensiones emocionales. Como si estos delincuentes, aunque hayan cometido
delitos de terrorismo, o formen parte de organizaciones criminales, o hayan
asesinado a una menor, actos que a todos nos repugnan, estuvieran afectados por
una metafísica imposibilidad de redimirse.
En esta antinomia
entre los principios de equidad y mínima intervención y las crecientes
necesidades de tutela de una sociedad cada vez más compleja, se opta por la
peor solución normativa en el ámbito del acceso al tercer grado penitenciario o
a la libertad condicional. El endurecimiento de la progresión de grado o la
concesión de la libertad condicional, que en ocasiones requiere el cumplimiento
de 35 años de prisión, se inspira en esta silueta que se incorpora a la reforma
del Código Penal que lo identifica con lo que Günter Jacobs denomina Derecho
penal del enemigo en
contraposición con el Derecho penal del ciudadano. Se ignora igualmente que
incluso en países que han constitucionalizado la cadena perpetua, como
Alemania, ningún preso cumple más de 20 años de prisión por considerarse que 20
años de privación de libertad despersonaliza de tal forma a cualquier condenado
que de facto lo convierte en una persona absolutamente inservible para
cualquier actividad.
Por otra parte, y en una dirección
argumentativa absolutamente contraria a la anterior, se banalizan algunos
delitos como el de violencia de género en los supuestos en los que el menoscabo
sea psíquico o la lesión, de menor gravedad; se reduce el reproche penal a la
ocasional ayuda a introducir extranjeros irregularmente en el territorio del
Estado, a los delitos contra la indemnidad sexual, los delitos contra la
propiedad intelectual, delitos informáticos, el espionaje (delito en el que
curiosamente no se cita al que practican los Estados), el acoso, y
llamativamente se banaliza penalmente la corrupción política. Y llama la
atención este último aspecto especialmente puesto que el ministro de Justicia
siempre proyectó la idea de que este Código Penal iba a ser el Código Penal de
la lucha contra la corrupción.
Se desaprovecha desafortunadamente la
oportunidad de reprimir enérgicamente, pero con legitimidad moral y legal, a
quienes fomenten o inciten al odio, hostilidad o violencia contra un grupo o
una persona por motivos racistas, antisemitas, ideológicos, religiosos, origen nacional,
sexo, orientación sexual... cuando este fomento al odio o a la violencia se
realice por partidos políticos que en la actualidad son legales, partidos de
perfil neofascista en relación a los cuales no se impone la obligación de su
ilegalización y disolución.
Se trata, en definitiva, de una reforma
del Código Penal caracterizada por sus paradojas internas pero, sobre todo, por
el recurso populista a la represión penal como fórmula pretendidamente ideal
para solucionar determinados conflictos sociales y fenómenos delictivos. Se
endurecen más los delitos que se han ido endureciendo progresivamente desde el
año 1995, pero no se incorporan los nuevos fenómenos criminales que se deben
afrontar en el siglo XXI.
En último lugar,
se desprovee a este Código Penal de todo atisbo de humanidad. Qué diría Cesare
de Beccaria, que ya en el siglo XVIII, y asumiendo las inspiraciones de la
Ilustración, afirmaba en su conocido tratado De
los delitos y las penas: "La pena debe ser humana, proporcional a la
conducta sancionada y dirigida a la reintegración a la sociedad de los
delincuentes".
Emilio Olabarría, en Deia
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