El 23 de noviembre del año 2006 la Conferencia Episcopal hizo público un documento que, con el título de Orientaciones morales ante la situación actual de España, trataba de analizar el momento político que estaba viviendo nuestra sociedad en esos meses.
La fecha, por supuesto, no fue casual: faltaban tres semanas para que, por primera vez, se debatiera en el Congreso de los Diputados la que sería conocida como Ley de la Memoria Histórica y los dirigentes de la iglesia católica no querían dejar pasar esa oportunidad.
Bajo el epígrafe “La reconciliación, amenazada”, donde se hablaba del riesgo de revisar el pasado, se citaba a la dictadura franquista como “el régimen anterior” y añadía: “Al parecer, quedan desconfianzas y reivindicaciones pendientes. Pero todos debemos procurar que no se deterioren ni se dilapiden los bienes alcanzados. Una sociedad que parecía haber encontrado el camino de su reconciliación y distensión vuelve a hallarse dividida y enfrentada. Una utilización de la ’memoria histórica’, guiada por una mentalidad selectiva, abre de nuevo viejas heridas de la guerra civil y aviva sentimientos encontrados que parecían estar superados. Estas medidas no pueden considerarse un verdadero progreso social, sino más bien un retroceso histórico y cívico, con un riesgo evidente de tensiones, discriminaciones y alteraciones de una tranquila convivencia”.
Además de una velada exigencia de detener la recuperación de la memoria histórica, la jerarquía católica estaba manifestando en cierto modo su temor a ese proceso social, en el que además de reivindicar políticas hacia el pasado se ponía en circulación numerosa información acerca de ese pasado.
Lo que los obispos llaman en su documento “reconciliación” fue un proceso en el que miles de desaparecidos quedaron en las cunetas y la élite de la dictadura conservaba sus privilegios. Uno de los más importantes ha sido una activa política de la ignorancia que ha educado sin conocimiento del pasado a millones de ciudadanos.
Poco después de que la jerarquía defendiera públicamente su postura, según la cual había que dejar tranquilo ese pasado, anunciaban la beatificación de 492 de mártires de la Guerra Civil española. De ese modo, la jerarquía decía una cosa y hacía otra que explicaba claramente su temor a traer al presente de forma pública su estrecha cooperación con la dictadura franquista.
El papel que tuvo la jerarquía católica durante la Guerra Civil queda perfectamente definido por el decreto de Francisco Franco del 24 de agosto de 1940 en el que “se dispone tributen al Eminentísimo señor Cardenal don Isidro Goma y Tomás, Arzobispo de Toledo, los honores fúnebres que las Ordenanzas Militares señalan para el Capitán General que muere con mando en plaza”.
La Iglesia fue una gran aliada del dictador Francisco Franco, al que permitió señalarse a sí mismo como “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Compartían intereses políticos y económicos, construyendo una estrecha simbiosis durante las casi cuatro décadas de dictadura.
Pero la Iglesia católica no ha sido ni fue un monolito. En la Carta del Episcopado Español a todos los obispos del mundo, con fecha del 1 de julio de 1937, hubo varias firmas de obispos y arzobispos que faltaron. Algunos lo hicieron por sus vínculos con el nacionalismo, como fue el caso del obispo de Orihuela-Alicante, Javier Irastorza; o el arzobispo de Tarragona, Francesc Vidal i Barraquer, al que había prestado protección para su seguridad el presidente de la Generalitat, Lluis Companys.
La carta tenía por objeto debilitar los apoyos internacionales del Gobierno de la República española y tuvo especial repercusión entre algunos líderes políticos europeos. En ese documento, la jerarquía ya había ocultado el asesinato de decenas de miles de civiles en la retaguardia, al menos 113.000, que permanecen todavía en fosas comunes y que, en su mayoría, fueron hechos desaparecer meses antes de que se redactara la misiva.
En el documento citado anteriormente, la Conferencia Episcopal añade que no se puede hacer una lectura selectiva del pasado. Pero las reivindicaciones del episcopado seleccionan exclusivamente para sus procesos de beatificación a quienes han podido señalar como víctimas de la “violencia roja”. Han dejado en el camino a decenas de sacerdotes que fueron asesinados por los franquistas o a los cientos de ellos que pasaron por las celdas de la cárcel de Zamora, donde fueron detenidos sacerdotes vinculados al nacionalismo vasco o catalán a los que acompañaron sacerdotes obreros que se implicaban en la ayuda a quienes vivían en los barrios marginales de las grandes ciudades.
En esos casos, la discriminación de unos u otros se debe a una lectura política y a la falta de voluntad del episcopado español para reconocer públicamente sus errores y disculparse ante quienes sufrieron la dictadura por perder a un ser querido, verlo preso o por haber sido educados en un sistema cuyo principal objetivo era la castración emocional.
El pasado domingo, 13 de octubre, se celebró una nueva beatificación, en este caso de 522 mártires de todo el siglo XX. La elección de la fecha, un día después de la Fiesta Nacional; y el lugar, una de las capitales de Cataluña, que se encuentra en estos momentos en un conflicto con el Estado, señalan perfectamente la voluntad política del acto. El portavoz de la Conferencia Episcopal, Martínez Camino, declaró que “era una ocasión para que nadie se olvide de ninguna víctima”. Pero los sacerdotes que habían desertado de la cruzada franquista no estaban allí.
Nadie habló en el acto de Marino Ayerra, el cura de la localidad navarra de Alsasua, que tuvo que exiliarse de España tras ponerse en riesgo por haber ayudado a las viudas de los republicanos asesinados. Nadie habló de las decenas de sacerdotes vascos que fueron asesinados por las tropas franquistas, ni de la persecución a otras religiones que fueron duramente represaliadas, ni de los sacerdotes que salvaron vidas en sus pueblos enfrentándose a los falangistas; ni de los que en los años de la transición colaboraron, principalmente en Navarra y La Rioja, en las exhumaciones de fosas: los sacerdotes Victorino Aranguren, Dionisio Lesaca y Eloy Fernández, que publicaron en una revista de las Comunidades Cristianas Populares Historia de una ignominia y de una rehabilitación algo tardía.
La jerarquía católica debería, si quiere ser coherente con su propia doctrina, perdonar y pedir perdón, ayudar a que se conozca toda la verdad, reconocer sus errores para aprender de ellos, condenar un régimen que no es justificable desde ningún punto de vista y aceptar que la política de laicidad que llevó a cabo la Segunda República no fue un ataque sino parte de la modernización de nuestro Estado. Ese será el inicio de un mejor camino, que no se recorre con la defensa desde el presente de quienes secuestraron la democracia durante tantos años.
Emilio Silva, en alandar.org
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