Uno de los más eficaces logros del terrorismo es que su miseria moral lo contamine todo. Contamina el aire que respiramos. Contamina también las ideas, los propósitos, los discursos. Persigue la confusión del habla, la inversión de los términos. Logra que las que Paul Celan denominara «miles de tinieblas de un discurso mortífero» se conviertan en nuestro hábitat natural.
Las desafortunadas declaraciones de Fernando Aramburu en Guadalajara venían a alimentar las tinieblas del discurso mortífero. Su posterior arrepentimiento público, tan insólito en el panorama actual, le honra, pero no disipa del todo las tinieblas. Trataré de explicarme. Tanto sus declaraciones primeras como el artículo en el que pedía perdón se hacen eco, a mi entender, de un cúmulo de malentendidos, prejuicios y maledicencias en torno a todo lo que tenga que ver con la lengua vasca. Es una cuestión que me preocupa, porque creo que se trata sólo de la punta de un iceberg de bulos de mayor calado. Atendamos, no obstante, a esa punta del iceberg, en la esperanza de llegar a aproximarnos a lo que bajo ella se oculta.
Me encontré con Fernando Aramburu en la Feria de Guadalajara. La víspera habíamos presentado ambos, prácticamente a la misma hora, nuestras últimas reflexiones narrativas sobre la violencia de ETA. A tenor de lo que he leído sobre el contenido de su libro premiado, los dos hemos optado por poner el foco en las víctimas. Coincidimos: las víctimas no deben quedar arrinconadas en el desván de la memoria.
Me acerqué y le felicité por el premio. No conocía aún sus polémicas declaraciones. El encuentro, muy breve, tuvo lugar justamente frente al estand de los editores vascos, un estand cuyo aspecto y decoración revelaba una digna modestia. Cuando entré en el pequeño espacio en el que nuestros libros -nuestra plural mirada- contemplaban desde sus portadas el incesante paso de visitantes, supe por primera vez de sus declaraciones. Reconozco que me indignaron. Pero, sobre todo, me dolieron. Me dolió que dijera de los autores en lengua vasca que somos escritores subvencionados, pero no voy a gastar ni un ápice de energía en desmontar tan burda como extendida falsedad. Me dolió, sobre todo, una de sus afirmaciones, precisamente porque provenía de alguien que tan certeramente ha narrado la miseria moral que el terrorismo provoca: las imaginarias prebendas que injustamente nos atribuye se convierten, siempre según sus primeras manifestaciones, en cadenas que nos privan de libertad y nos impiden hablar de ETA.
Me acordé de Xabier Lete y del manifiesto firmado en 1980 por 33 intelectuales vascos. Me acordé de muchos autores y libros que sí hablan contra ETA con rigor y calidad literarios, libros publicados «en medio de la balacera», como me dijera un periodista mexicano. Repasé, no los riesgos y acoso que ello siempre conlleva, sino las dificultades literarias que se han de arrostrar para hacer luz en una realidad próxima y no acabada, contemporánea al texto que se está escribiendo. Pensé en quienes abordan proyectos literarios y estéticos que discurren por derroteros artísticos absolutamente alejados de los que Aramburu y yo transitamos. Mi repaso abarcó también a los escritores que por acción o calculada omisión han sido conniventes con ETA. Pero esa galería de situaciones que acabo de pergeñar es idéntica para los escritores vascos en euskera y en castellano: en ambas lenguas ha habido escritores comprometidos contra ETA y escritores que han justificado las acciones del grupo armado. Y, sin embargo, Aramburu se refirió solo a los escritores en lengua vasca. Fue inmisericorde solo con ellos. El hecho de que posteriormente haya pedido perdón no anula la cruel certeza subyacente: hay mucho ciego que, en lugar de señalar las grietas del 'stablishment' literario del que forma parte, blande su bastón de ciego contra el sistema literario más débil. Y el esquema es extrapolable a otros ámbitos intelectuales y sociales.
A mi vuelta de Guadalajara, he vuelto a leer 'El silencio no es cobijo', el manifiesto contra ETA que en el año 2000 firmamos más de cien escritores, traductores, críticos literarios y dinamizadores culturales en lengua vasca, sobre quienes pende la acusación, unas veces explícita y otras insinuada, de renunciar a la libertad por mantener sus supuestas prebendas. Decíamos en aquel manifiesto: «No podemos aceptar que ETA trate, a través de la violencia, de suplantar la dinámica democrática de la sociedad vasca, (.) descomunal insulto a la mayoría de edad de nuestra sociedad». Y en otro pasaje: «La pluralidad, la libertad de opinión y la capacidad de cambio constituyen, junto con la solidaridad, las más acendradas características de una sociedad civilizada». Decíamos también: «Denunciamos (.) el esterilizador empeño por conducir las aguas de la realidad al molino de lo imaginario». Y más adelante: «Nada resulta más dañino para el desarrollo de la cultura y sociedad vascas que, precisamente, la pérdida de la capacidad de crítica, y es bien sabido que, sin libertad, no es posible crítica alguna».
La sal gruesa, tan frecuentemente utilizada cuando se trata de abordar la 'cuestión vasca', ha aderezado multitud de intereses espurios, y no quisiera sospechar lo peor: un premio importante, con el subsiguiente bosque de micrófonos y su proyección en todo el mundo de habla hispana, no deja de conformar una oportunidad que pocas veces se presenta. Una oportunidad que se aprovecha aunque sea a costa de denigrar una literatura de pequeñas magnitudes, que pugna por sustraerse a la invisibilidad, y que, cuando se hace visible, se convierte en objeto de desdén o chirigota. Fernando Aramburu sabe que el altavoz de que gozaron sus palabras difícilmente podrá ser contrarrestado. El hecho de haber pedido perdón le honra, pero, desgraciadamente, no repara enteramente el daño causado.
Dicen que vienen tiempos en los que, por fin, la palabra sustituirá a las armas. Ojalá. Pero, ¿cómo conseguir que la casa del lenguaje sea habitable? Creo que nuestro futuro está en la respuesta.
Anjel Lertxundi, en El Diario Vasco
Las desafortunadas declaraciones de Fernando Aramburu en Guadalajara venían a alimentar las tinieblas del discurso mortífero. Su posterior arrepentimiento público, tan insólito en el panorama actual, le honra, pero no disipa del todo las tinieblas. Trataré de explicarme. Tanto sus declaraciones primeras como el artículo en el que pedía perdón se hacen eco, a mi entender, de un cúmulo de malentendidos, prejuicios y maledicencias en torno a todo lo que tenga que ver con la lengua vasca. Es una cuestión que me preocupa, porque creo que se trata sólo de la punta de un iceberg de bulos de mayor calado. Atendamos, no obstante, a esa punta del iceberg, en la esperanza de llegar a aproximarnos a lo que bajo ella se oculta.
Me encontré con Fernando Aramburu en la Feria de Guadalajara. La víspera habíamos presentado ambos, prácticamente a la misma hora, nuestras últimas reflexiones narrativas sobre la violencia de ETA. A tenor de lo que he leído sobre el contenido de su libro premiado, los dos hemos optado por poner el foco en las víctimas. Coincidimos: las víctimas no deben quedar arrinconadas en el desván de la memoria.
Me acerqué y le felicité por el premio. No conocía aún sus polémicas declaraciones. El encuentro, muy breve, tuvo lugar justamente frente al estand de los editores vascos, un estand cuyo aspecto y decoración revelaba una digna modestia. Cuando entré en el pequeño espacio en el que nuestros libros -nuestra plural mirada- contemplaban desde sus portadas el incesante paso de visitantes, supe por primera vez de sus declaraciones. Reconozco que me indignaron. Pero, sobre todo, me dolieron. Me dolió que dijera de los autores en lengua vasca que somos escritores subvencionados, pero no voy a gastar ni un ápice de energía en desmontar tan burda como extendida falsedad. Me dolió, sobre todo, una de sus afirmaciones, precisamente porque provenía de alguien que tan certeramente ha narrado la miseria moral que el terrorismo provoca: las imaginarias prebendas que injustamente nos atribuye se convierten, siempre según sus primeras manifestaciones, en cadenas que nos privan de libertad y nos impiden hablar de ETA.
Me acordé de Xabier Lete y del manifiesto firmado en 1980 por 33 intelectuales vascos. Me acordé de muchos autores y libros que sí hablan contra ETA con rigor y calidad literarios, libros publicados «en medio de la balacera», como me dijera un periodista mexicano. Repasé, no los riesgos y acoso que ello siempre conlleva, sino las dificultades literarias que se han de arrostrar para hacer luz en una realidad próxima y no acabada, contemporánea al texto que se está escribiendo. Pensé en quienes abordan proyectos literarios y estéticos que discurren por derroteros artísticos absolutamente alejados de los que Aramburu y yo transitamos. Mi repaso abarcó también a los escritores que por acción o calculada omisión han sido conniventes con ETA. Pero esa galería de situaciones que acabo de pergeñar es idéntica para los escritores vascos en euskera y en castellano: en ambas lenguas ha habido escritores comprometidos contra ETA y escritores que han justificado las acciones del grupo armado. Y, sin embargo, Aramburu se refirió solo a los escritores en lengua vasca. Fue inmisericorde solo con ellos. El hecho de que posteriormente haya pedido perdón no anula la cruel certeza subyacente: hay mucho ciego que, en lugar de señalar las grietas del 'stablishment' literario del que forma parte, blande su bastón de ciego contra el sistema literario más débil. Y el esquema es extrapolable a otros ámbitos intelectuales y sociales.
A mi vuelta de Guadalajara, he vuelto a leer 'El silencio no es cobijo', el manifiesto contra ETA que en el año 2000 firmamos más de cien escritores, traductores, críticos literarios y dinamizadores culturales en lengua vasca, sobre quienes pende la acusación, unas veces explícita y otras insinuada, de renunciar a la libertad por mantener sus supuestas prebendas. Decíamos en aquel manifiesto: «No podemos aceptar que ETA trate, a través de la violencia, de suplantar la dinámica democrática de la sociedad vasca, (.) descomunal insulto a la mayoría de edad de nuestra sociedad». Y en otro pasaje: «La pluralidad, la libertad de opinión y la capacidad de cambio constituyen, junto con la solidaridad, las más acendradas características de una sociedad civilizada». Decíamos también: «Denunciamos (.) el esterilizador empeño por conducir las aguas de la realidad al molino de lo imaginario». Y más adelante: «Nada resulta más dañino para el desarrollo de la cultura y sociedad vascas que, precisamente, la pérdida de la capacidad de crítica, y es bien sabido que, sin libertad, no es posible crítica alguna».
La sal gruesa, tan frecuentemente utilizada cuando se trata de abordar la 'cuestión vasca', ha aderezado multitud de intereses espurios, y no quisiera sospechar lo peor: un premio importante, con el subsiguiente bosque de micrófonos y su proyección en todo el mundo de habla hispana, no deja de conformar una oportunidad que pocas veces se presenta. Una oportunidad que se aprovecha aunque sea a costa de denigrar una literatura de pequeñas magnitudes, que pugna por sustraerse a la invisibilidad, y que, cuando se hace visible, se convierte en objeto de desdén o chirigota. Fernando Aramburu sabe que el altavoz de que gozaron sus palabras difícilmente podrá ser contrarrestado. El hecho de haber pedido perdón le honra, pero, desgraciadamente, no repara enteramente el daño causado.
Dicen que vienen tiempos en los que, por fin, la palabra sustituirá a las armas. Ojalá. Pero, ¿cómo conseguir que la casa del lenguaje sea habitable? Creo que nuestro futuro está en la respuesta.
Anjel Lertxundi, en El Diario Vasco
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