Espero que no engañe a nadie la licencia que me permito en el título de este artículo: la crisis ya existía antes de la quiebra de Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008, hace ahora tres años. Era la crisis de una economía productiva atrapada por el dominio de los fondos de inversión en los consejos de dirección de las grandes empresas, fondos dedicados a succionar beneficios que, en lugar de ser reinvertidos, se distribuían en forma de dividendos y bonificaciones; de unos trabajadores que veían mermados sus salarios y flexibilizadas hasta el extremo sus condiciones de trabajo y a los que no quedaba otro remedio que lanzarse de bruces al endeudamiento y, con ello, a la expropiación por la vía financiera de una parte creciente de su renta.
Era la crisis de un capitalismo tardío, senil, que había encontrado en el mundo de las finanzas una huida hacia delante y trataba de convencernos de que la división de la sociedad en clases sociales definidas en torno al trabajo había desaparecido y de que todos habíamos pasado, automáticamente, al estatus de capitalistas: empresarios de nosotros mismos y consumidores de bienes y servicios de acceso cada vez más dificultoso. De esa crisis nadie hablaba; al contrario, los economistas al servicio del poder político y financiero habían instalado en el imaginario colectivo la idea de que los ciclos económicos, como la historia, habían llegado a su fin y, con ellos, las crisis.
Por eso, el día en que quebró Lehman Brothers el mundo despertó de un sueño para entrar en una pesadilla. Y dado que necesitamos de hitos, cronológicos o espaciales, que señalen inicios y finales y nos eviten errar por espacios difusos, ese día constituía uno excelente para marcar el comienzo de esta crisis en su expresión más visible y mediática: la financiera.
Y reivindico su excelencia porque en dicha quiebra confluyeron una serie de factores que permiten explicar algunas cosas que han fallado y permitido que el castillo de naipes de las finanzas globales esté al borde del colapso, no sin antes haber arrasado, como lo está haciendo, con hasta el último reducto de los espacios de bienestar social que costaron décadas construir.
El primero de esos factores es la permisividad con la que las autoridades facilitaron la generación de instituciones financieras de un tamaño descomunal: la quiebra de Lehman Brothers ha sido la mayor de la historia financiera estado- unidense y ascendió a 639.000 millones de dólares, diez veces superior a la de Enron en 2001, por ejemplo.
El segundo es que se permitió a esos grandes bancos de inversión desarrollar productos financieros altamente sofisticados y opacos, como las titulizaciones sobre hipotecas subprime, destinados tanto a escapar a las debilitadas regulaciones de los estados como a movilizar de forma frenética sus recursos y obtener comisiones con cada transacción. Sofisticación y opacidad que, por otra parte, impedían a los propios bancos que conocieran cuál era realmente su valor neto y, en consecuencia, también el del resto de bancos con los que mantienen relaciones a través del mercado interbancario. Por eso, el día que quebró Lehman, la desconfianza generalizada se instaló, el dinero desapareció del mercado y fue acaparado avariciosamente por los bancos y la restricción sobre el crédito a empresas y hogares comenzó a ahogar aún más a una economía que ya no podía vivir sin este.
El tercero era la confianza de haber creído alcanzar ese estatus de entidad “too big to fail”, es decir, demasiado grande para que el Gobierno no intervenga para evitar su quiebra por los efectos devastadores que esta tendría sobre el resto del sistema financiero. Sus directivos se creían así protegidos por una suerte de red de seguridad tácita que les permitía asumir mayores riesgos que a sus competidores de menor dimensión. Y, sin embargo, con un grado de irresponsabilidad similar al que había desarrollado previamente en otros frentes, la Administración Bush decidió sorprendentemente dejarla caer cuando semanas antes había salvado a Bear Stearns y nacionalizado a Freddie Mac y Fannie Mae y días después salvaría a la aseguradora AIG. Por qué no se hizo lo propio con Lehman es una cuestión aún por resolver, como tantas de esa Administración.
Y, finalmente, tampoco debe olvidarse que detrás de toda institución financiera existen gestores enfrentados a un sistema de incentivos que determinan esencialmente su conducta: los denominados problemas de agencia. La cuestión es que el mundo de las finanzas ha adquirido tanto poder durante los últimos años que ha sido capaz de imponer la idea de la autorregulación como condición necesaria para la eficiencia y, a partir de ahí, desembarazarse de numerosas restricciones operativas, organizativas, fiscales y contables. La resultante es un grupo de gestores que persigue la maximización de sus rendimientos a corto plazo y que, aún en los periodos de mayor tensión y con la quiebra a la vista, han sido capaces de seguir distribuyendo salarios y bonificaciones escandalosas mientras los rescates se producían a costa del erario público.
En definitiva, nunca sabremos qué hubiera pasado si Lehman Brothers no hubiera quebrado, si no hubiéramos dispuesto de ese hito para comenzar la cuenta atrás hacia el colapso, aunque creo que sí que podemos tener certeza sobre una cosa: a partir de aquel día a banqueros y financieros les resultó más fácil aún convencer a los gobiernos de que todos sus esfuerzos y recursos debían ser para salvarlos a ellos. Así nos va al resto.
Alberto Montero, en La Otra Economía
Era la crisis de un capitalismo tardío, senil, que había encontrado en el mundo de las finanzas una huida hacia delante y trataba de convencernos de que la división de la sociedad en clases sociales definidas en torno al trabajo había desaparecido y de que todos habíamos pasado, automáticamente, al estatus de capitalistas: empresarios de nosotros mismos y consumidores de bienes y servicios de acceso cada vez más dificultoso. De esa crisis nadie hablaba; al contrario, los economistas al servicio del poder político y financiero habían instalado en el imaginario colectivo la idea de que los ciclos económicos, como la historia, habían llegado a su fin y, con ellos, las crisis.
Por eso, el día en que quebró Lehman Brothers el mundo despertó de un sueño para entrar en una pesadilla. Y dado que necesitamos de hitos, cronológicos o espaciales, que señalen inicios y finales y nos eviten errar por espacios difusos, ese día constituía uno excelente para marcar el comienzo de esta crisis en su expresión más visible y mediática: la financiera.
Y reivindico su excelencia porque en dicha quiebra confluyeron una serie de factores que permiten explicar algunas cosas que han fallado y permitido que el castillo de naipes de las finanzas globales esté al borde del colapso, no sin antes haber arrasado, como lo está haciendo, con hasta el último reducto de los espacios de bienestar social que costaron décadas construir.
El primero de esos factores es la permisividad con la que las autoridades facilitaron la generación de instituciones financieras de un tamaño descomunal: la quiebra de Lehman Brothers ha sido la mayor de la historia financiera estado- unidense y ascendió a 639.000 millones de dólares, diez veces superior a la de Enron en 2001, por ejemplo.
El segundo es que se permitió a esos grandes bancos de inversión desarrollar productos financieros altamente sofisticados y opacos, como las titulizaciones sobre hipotecas subprime, destinados tanto a escapar a las debilitadas regulaciones de los estados como a movilizar de forma frenética sus recursos y obtener comisiones con cada transacción. Sofisticación y opacidad que, por otra parte, impedían a los propios bancos que conocieran cuál era realmente su valor neto y, en consecuencia, también el del resto de bancos con los que mantienen relaciones a través del mercado interbancario. Por eso, el día que quebró Lehman, la desconfianza generalizada se instaló, el dinero desapareció del mercado y fue acaparado avariciosamente por los bancos y la restricción sobre el crédito a empresas y hogares comenzó a ahogar aún más a una economía que ya no podía vivir sin este.
El tercero era la confianza de haber creído alcanzar ese estatus de entidad “too big to fail”, es decir, demasiado grande para que el Gobierno no intervenga para evitar su quiebra por los efectos devastadores que esta tendría sobre el resto del sistema financiero. Sus directivos se creían así protegidos por una suerte de red de seguridad tácita que les permitía asumir mayores riesgos que a sus competidores de menor dimensión. Y, sin embargo, con un grado de irresponsabilidad similar al que había desarrollado previamente en otros frentes, la Administración Bush decidió sorprendentemente dejarla caer cuando semanas antes había salvado a Bear Stearns y nacionalizado a Freddie Mac y Fannie Mae y días después salvaría a la aseguradora AIG. Por qué no se hizo lo propio con Lehman es una cuestión aún por resolver, como tantas de esa Administración.
Y, finalmente, tampoco debe olvidarse que detrás de toda institución financiera existen gestores enfrentados a un sistema de incentivos que determinan esencialmente su conducta: los denominados problemas de agencia. La cuestión es que el mundo de las finanzas ha adquirido tanto poder durante los últimos años que ha sido capaz de imponer la idea de la autorregulación como condición necesaria para la eficiencia y, a partir de ahí, desembarazarse de numerosas restricciones operativas, organizativas, fiscales y contables. La resultante es un grupo de gestores que persigue la maximización de sus rendimientos a corto plazo y que, aún en los periodos de mayor tensión y con la quiebra a la vista, han sido capaces de seguir distribuyendo salarios y bonificaciones escandalosas mientras los rescates se producían a costa del erario público.
En definitiva, nunca sabremos qué hubiera pasado si Lehman Brothers no hubiera quebrado, si no hubiéramos dispuesto de ese hito para comenzar la cuenta atrás hacia el colapso, aunque creo que sí que podemos tener certeza sobre una cosa: a partir de aquel día a banqueros y financieros les resultó más fácil aún convencer a los gobiernos de que todos sus esfuerzos y recursos debían ser para salvarlos a ellos. Así nos va al resto.
Alberto Montero, en La Otra Economía
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