La reforma laboral recientemente aprobada por el gobierno de Rajoy es un paso más, gravísimo, en la socialización de los riesgos del proceso de acumulación de capital y en la individualización de la responsabilidad de sostener la vida.
Al interpretar y criticar la reforma, no debemos perder de vista dos cuestiones. La primera: el trabajo remunerado es una de las formas de acceso a recursos necesarios para vivir, pero no es relevante en sí, sino como parte de un engranaje más amplio cuyo funcionamiento debe valorarse según su impacto en la vida. Tampoco es la única forma imaginable de acceder a recursos, y resulta urgente buscar otras maneras.
La reforma precariza el empleo –a través de nuevas modalidades contractuales desprotegidas–, reduce a la mínima expresión la vigilancia colectiva de las condiciones laborales –ataque a los convenios colectivos– y vuelve tremendamente fácil pasar del empleo al desempleo –despido cuasi-libre de facto–. A la par, degrada los derechos sociales que cubren el riesgo de perder el empleo, y con él, el salario –se degradan las prestaciones por desempleo, enfermedad y envejecimiento–. Dicho de otra forma: con esta reforma es cada vez mayor la dependencia del empleo como fuente de acceso a recursos, pero la garantía de acceso a un empleo estable y digno es cada vez menor. Esto resulta en una presión recrudecida por sostener la vida en algún lugar que no es ni el mercado, ni el Estado. Pero ¿dónde?
He aquí la segunda cuestión a no perder de vista: el mercado laboral se sustenta sobre una base de relaciones y trabajos no mercantiles, una esfera social que está más-acá-del- mercado (en conexión más directa con el bienestar), que es la que regenera de forma cotidiana y generacional a la mano de obra y sostiene la vida en su conjunto. Al insertarnos en el empleo, se nos exige plena disponibilidad y ninguna responsabilidad extra-laboral.
Exigir los mal llamados derechos de conciliación era una forma de luchar contra esta figura de trabajador aislado del mundo. La reforma, por contra, la refuerza, sobre todo al permitir el cambio unilateral por parte de la empresa de condiciones básicas como horarios, jornada y espacios de trabajo. ¿Qué conciliación es posible así? Más aún, esa figura se expande al funcionamiento de lo público, con la posible imposición de servicios a la comunidad para quienes cobren el paro. En definitiva, se da por hecho que no hay vida más allá del empleo, cuando de hecho son las relaciones y trabajos más-acá- del-mercado los que sostienen el mundo laboral.
Esta reforma va a implicar el aceleramiento de un tripe proceso que ya estamos viviendo. En primer lugar, el incremento de la precariedad en la vida (que excede la laboral), es decir, de la inseguridad en el acceso sostenido a los recursos necesarios para satisfacer las expectativas materiales y emocionales de la gente. ¿Qué posibilidades hay de vivir una vida propia y satisfactoria si hasta los 33 años puedes cobrar el 75% del salario mínimo?
En segundo lugar, el aumento de las situaciones que pasen de la precariedad a la exclusión y, en este sentido, la expansión de un fenómeno de crisis de reproducción social. ¿En qué situación quedará quien, a los 50 años, se quede en la calle por un ERE incontrolable? ¿Y quien lo sea por motivos de enfermedad común, en un contexto de crisis de la salud en el que se ocultan las dimensiones ambientales y sociales de la enfermedad?
En tercer lugar esta reforma va a producir una profundización de un proceso de hipersegmentación social, esto es, de multiplicación de las desigualdades y establecimiento de nuevas y complejas vías de exclusión de la ciudadanía, a menudo escondidas en la letra pequeña. Si es escandaloso que el contrato de formación con despido gratis pueda hacerse hasta los 30 años... ¿qué decir de que no tenga límite de edad para las personas con diversidad funcional?
En este contexto, muchas son las urgencias; nombremos tres. Primero: mantener una vigilancia permanente para evitar la normalización del proceso de degradación de las condiciones vitales e incremento de la desigualdad. Están acaeciendo profundos cambios que debemos identificar y no asumir la realidad de fuerte desigualdad de poder al negociar las condiciones de vida. Las empresas imponen la reducción de las cotizaciones a la Seguridad Social y el conjunto social lo compensamos con bonificaciones, llegando incluso a pagar con nuestra prestación de paro parte de nuestro salario. Es imprescindible visibilizar el profundo conflicto capital-sostenibilidad de la vida como una tensión estructural e irresoluble que está agudizándose.
¿No se suponía que las empresas legitimaban la ganancia por el riesgo que corrían al invertir? Ya ni nos limitamos a cubrir sus pérdidas, sino que garantizamos que no reduzcan beneficios. ¿Vamos a seguir priorizando su lógica? Lo más estratégico es sacar a la luz el conflicto no desde el mercado laboral, donde se nos reconoce como interlocutores por nuestro papel en el proceso de acumulación (patronal-sindicatos), sino desde las esferas invisibles donde el conflicto se absorbe: los trabajos no remunerados y atípicos, la vida cotidiana en su conjunto y no su reducción laboral: el más-acá-del-mercado que sostiene al mercado. Tercero: situar como reivindicación prioritaria el reparto justo de todos los trabajos, los pagados y los no pagados, partiendo de la reivindicación de la reducción de la jornada laboral, pero yendo más allá. De entre la inmensa cantidad de horas destinadas al empleo, es preciso dilucidar cuáles son las dedicadas a trabajos socialmente necesarios (que generan bienestar), y las malgastadas en realizar un trabajo alienado, que permite obtener ganancias, pero no genera bienestar.
Es necesario un rechazo muy duro a esta reforma laboral, porque es una escandalosa vuelta de tuerca en el frontal ataque a las condiciones de vida de la población como medio para recuperar las tasas de acumulación de capital.
Amaia Pérez Orozko, en Diagonal
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