El trabajo es un derecho reconocido como tal por la Constitución. Cinco millones de españoles arrojados a las puertas del desempleo, dice muy poco de una correcta situación de la sociedad. Cuando en el setenta y ocho aprobamos nuestra guía de derechos y obligaciones, nos comprometimos todos, absolutamente todos, a su cumplimiento íntegro. España se apeaba de una dictadura militar y ahora no puede permitir estar pisoteada por una dictadura económica. El mundo del dinero debe cumplir una función social en beneficio de la colectividad para que el mundo laboral no sea un conjunto de parias dependiente del capricho especulador de los poderosos.
Entramos en el Mercado Común Europeo y pronto evolucionamos hacia el concepto más elegante de Unión Europea. Nuestra capacidad de disfrazar la realidad con eufemismos hipócritas es inmensa. Ensanchamos nuestra dimensión nacional y llegamos a la conclusión de que Europa somos todos. Para engrasar el mercado y para guarecernos de los envites especulativos nos dimos una moneda común y en esas andábamos cuando llegaron Merkel y Sarkozy nos dimos cuenta que Europa era un dúo dinámico, protector de sus bancos, de su deuda, de sus exportaciones y que los demás éramos acólitos con sede en Bruselas. En realidad sólo recoge pelotas en ese tenis entre Francia y Alemania. Nos obligaron a tomar medidas conformes con la derecha que ambos mandatarios representan y sometieron incluso a gobiernos de izquierdas como el español a sus directrices. Se recortaron derechos, se rebajaron sueldos y pensiones, se llenaron las arcas bancarias, se encastillaron en una crisis que sirvió de coartada y por ahí vamos camino de la cartilla de racionamiento. A Grecia se le ahoga la democracia porque el euro destroza las urnas y ciega los votos. Lo ha dicho Papandreu: Otros nos cercan la economía, pero las decisiones democráticas son nuestras.
También a nivel nacional surgieron los merkel y los zarkozy. Nuestros empresarios se arrogaron el derecho de enseñar por qué caminos debe andar la economía. Se han desentendido de la obligación constitucional que les obliga y se han puesto a diagramar unas exigencias que conllevan la prerrogativa de la creación de empleo y las condiciones draconianas del despido informadas por sus beneficios. Son los dueños y señores del destino de todo aquel que por carecer de riqueza debe estar sometido al capricho mercantil de una nueva dictadura. Los cinco millones de parados son sólo, al parecer, consecuencia de una mala gestión del gobierno, pero en absoluto de la gestión especuladora de los poderosos. El derecho constitucional al trabajo ha dejado de serlo para convertirse en un derecho de pernada de los empresarios. Han mostrado sin sonrojo alguno la exigencia de un despido casi libre bajo la impudicia de los contratos fijos. ¿Qué fijeza puede tener un contrato de trabajo que puede ser denunciado por la empresa con una indemnización de doce días? “Hay que trabajar más y ganar menos” nos dijo Díaz Ferrán. Es ahora Rosell y su segundo, Arturo Fernández, los que exigen “la no satanización de la ‘salida’ laboral”, porque “cuanto más fácil sea la salida, más fácil será la entrada y la creación de empleo”. En fin, despido más barato, sencillo y a la carta.
Y acuden al chantaje: “O se hacen esos cambios, o la cifra del paro va a seguir aumentando” Los cambios, dice D. Arturo, tienen que ser “brutales”. Los pacientes de esa tremenda brutalidad son los trabajadores. Da vergüenza escribir esto, pero es en realidad transcribir.
El mundo empresarial tiene así arrodillado al mundo trabajador. El trabajo ha dejado de ser un derecho para convertirse en un capricho de los que más tienen. Un empresario manifestaba a Jordi Evole en televisión: el rico crea riqueza y trabajo porque necesita que alguien limpie el casco de su yate. Es la proclamación más abyecta de la implantación de una esclavitud vergonzosa.
La Constitución es un imperativo para todos. Cuando los cargos electos juran o prometen sus cargos, juran o prometen cumplir y hacer cumplir la Constitución. Cuánto perjuro por las rojas alfombras del poder.
Rafael Fernando Navarro, en su blog
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