Cuando surgen desajustes en los mercados y los precios evolucionan sin relación con la situación real, hasta un economista es capaz de predecir que terminará por darse un ajuste que lleve las cosas a términos más sensatos. Y eso ocurre de forma automática. Pensemos en el mercado de la vivienda. Los precios no han dejado de subir durante bastante tiempo. A la vez, el parque de viviendas crecía más y más. Sin embargo, todo se vendía. ¿Por qué? Simplemente porque existían expectativas de que los precios seguirían creciendo (buena parte del funcionamiento de la economía descansa en comportamientos irracionales como ese). Es la esencia de las «burbujas» (bursátiles o inmobiliarias, por ejemplo). Cuando, por diversas razones, se hace evidente que la situación no es sostenible y la gente empieza a desconfiar, se deja de comprar viviendas y se sacan al mercado las que pueda haber en stock. Aflora, pues, el exceso de oferta y los precios empiezan a caer. El ritmo puede variar. Así, los ajustes bursátiles suelen ser bruscos, mientras que los del mercado de la vivienda son normalmente más duraderos.
Hace años que era evidente un desajuste que se ha prolongado excesivamente, alimentado por la Administración y jaleado por la opinión pública. Los poderosos intereses económicos involucrados tienen que ver con ello. También la capacidad de creación inmediata de empleo del sector, aunque sea precario y de mala calidad, que es un imán irresistible para las miradas políticamente codiciosas de gestores públicos con más ambición que ideas. El resultado, un parque de viviendas desmesurado, un sector enfermizamente sobredimensionado y una enorme y obscena transferencia de rentas desde las arcas públicas y las familias más modestas a los promotores, que han estado cosechando beneficios astronómicos ligados, no se olvide, a decisiones administrativas.
Se trata de una enfermedad y como tal ha de ser tratada. Lo sensato sería dejar que la actividad se ajustara hasta llegar a una dimensión más acorde con las necesidades y los objetivos económicos y sociales. Las razones son varias. En primer lugar, la excesiva inversión en vivienda detrae recursos que podrían ser empleados en otros usos mucho más rentables económica y socialmente (es lo que los economistas llaman «coste de oportunidad»); que el gasto en vivienda se considere inversión, cosa muy discutible, ayuda a disfrazar el problema. En segundo lugar, el empleo que se genera es más volátil y de peor calidad que el de otras actividades que se podrían promocionar con los recursos destinados a la vivienda. En tercer lugar, la elefantiasis constructiva, junto a un modo de expansión urbana difuso y de baja densidad, tiene un coste ambiental desproporcionado. La intensidad y profundidad de la actual crisis tienen mucho que ver con tantos excesos.
En Navarra, sin embargo, esas consideraciones importan poco. El Gobierno de UPN está paralizado, desconcertado, tras años de políticas irresponsables que, por un lado, han echado leña al fuego de la especulación inmobiliaria y, por otro, han reducido su capacidad de actuación con el cambio de coyuntura. Pero en lugar de dejar que el mercado se ajuste y asumir sus consecuencias sobre el empleo con política activas y medidas de protección social (ese músculo social que la gestión de UPN ha convertido en piltrafa), sólo son capaces de articular medidas para fomentar el sector de la vivienda (¿para quién se va a construir si lo que sobran son viviendas imposibles de vender?) o encaminadas a aliviar los problemas financieros de los promotores, frenando la caída de precios. Es una buena muestra de quién manda en Navarra y para quién gobierna UPN. El disparate llega hasta el punto de permitir mayores deducciones fiscales para la compra de vivienda libre que protegida. Por tanto, a la regresividad (se subvencionan viviendas destinadas a grupos sociales de renta media o alta) y coste social de la medida (si se frena la bajada de precios, los más afectados serán los grupos de menores rentas y, en todo caso, habrá un ineficiente exceso de gasto en vivienda), hay que añadir su coste presupuestario en forma de gasto fiscal (menores ingresos por las deducciones). Excelente política en momentos de crisis profunda.
La justificación social de la política de vivienda decae así con estrépito y se recurre a instrumentos tradicionales (como la VPO) o se inventan otros nuevos (como la vivienda libre de precio limitado) para evitar que baje el precio. Además, se asegura a los promotores una rentabilidad mínima, puesto que los precios pasan a depender del Boletín Oficial y subirán, al menos, el IPC. Cuando los precios subían sin parar, se apelaba al mercado. ¿Cómo es que ahora se deja todo en las manos del sector público? Un primer ejemplo de lo que significa la socialización de pérdidas (y una nacionalización de hecho del sector, manteniendo la primacía de los intereses privados: se critica con acritud las ayudas al sector bancario y esto es mucho más grave).
Pero la cosa no queda ahí. Tras algunos escarceos, el Gobierno de Navarra ha hecho pública su intención de considerar seriamente la adquisición de los terrenos de Guenduláin. Para colmo, la propuesta (y es la segunda vez que la hace) procede del PSN. O es una muestra del reparto de papeles en el seno del régimen (no todo han de ser prebendas, a veces toca poner la cara para que te la rompan) o es que el PSN atiende y protege intereses bastardos, por más que lo disfrace de defensa del empleo (a cuenta del erario público, desde luego). La historia de Guenduláin es de sobra conocida. No es necesario obrar de mala fe para percatarse de la barbaridad urbanística, ambiental o social que supone. Su única justificación razonable parece ser la de dar un «pelotazo» con la complicidad del sector público (sin ninguna intención, quede claro, de establecer relaciones causales entre adquisiciones y concursos de suelo).
Llega la crisis, el mercado inmobiliario se hunde y alguien se encuentra con que ha metido la pata. Eso es precisamente la especulación: apostar sobre el precio futuro de los activos; algunas veces se gana y otras se pierde. Si la actividad empresarial, por su propia naturaleza, entraña riesgos, éstos se multiplican si se adoptan estrategias puramente especulativas. Pero cuando una empresa (o un particular) se equivoca, debe asumir las pérdidas. Se ve que los promotores navarros son de una raza distinta. Como se enfrentan, pobres, a graves problemas financieros, la salida lógica es que el Gobierno de Navarra desembolse 100 millones de euros (seguramente más). Cuando todo va bien, viva el mercado; cuando hay pérdidas, que apoquine el presupuesto público. Nuevo ejemplo de socialización de pérdidas. Esa es la lógica tramposa de la derecha y de tanto liberal de medio pelo que proclama las excelencias del mercado mientras vive cómodamente de rentas públicas (llámense beneficios, canongías, prebendas, chiringuitos o cualesquiera otros artefactos: los liberales parecen particularmente dotados para imaginar modos de ordeñar las ubres públicas). Para colmo, la idea es que el Gobierno pague esos terrenos al valor de adquisición y no a su precio real, que es el correspondiente a terrenos de cultivo extensivo sin otros usos previsibles (¿y para qué queremos campos de cereal?). Así de efímera ha sido la que se prometía floreciente y ejemplar Ciudad Burguete. Quam cito transit gloria mundi.
En suma, lejos de tomar nota y actuar para corregir los desequilibrios del mercado inmobiliario, se persevera en lo que los ha causado. ¿Es porque no hay capacidad para discurrir alternativas? ¿Porque no hay posibilidad? ¿Porque el sector público está cautivo de intereses privados y los prebostes de UPSN están cogidos por donde más duele? ¿A quién beneficia eso? ¿No hemos aprendido nada?
Juan Carlos Longás (en Quaterni)
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