lunes, 11 de marzo de 2013

LA BURLA DEL PERDÓN

El perdón goza de buena fama y de un prestigio religioso, o a este asimilado, que lo convierte en intocable y al final en un saco de humo.

La petición de perdón en boca de un político, por hechos indecorosos y reprobables cometidos en el ejercicio de su cargo, no tiene valor alguno si no se aparta de inmediato de la escena política. De lo contrario es una maña de mala comedia, una añagaza para no perder público o votantes; es una burla y una ofensa redoblada hacia aquellos a quienes ya se ha ofendido, mentido, faltado al respeto o de quienes se ha abusado con la prepotencia de hacerlo desde cargos públicos (y beneficiarse de caudales públicos o semipúblicos lo es).

El político que pide perdón por haberse aprovechado de manera indecorosa y asocial de su puesto no lo hace porque sienta culpa, sino porque “ha quedado mal”, ha deteriorado su imagen, que de eso y de nada más se trata, de imagen; utiliza la fórmula gastada del perdón porque ha cometido una pifia que puede hacerle tambalear o debilitar su puesto. Y, encima, no lo pide de manera espontanea,  sino tanto porque los ciudadanos con sus movilizaciones han sacado a la luz sus abusos, como por temor a la acción al final inevitable de la justicia y los tribunales. De no haber sido denunciados con insistencia y contra toda clase de obstáculos, y de no haber sido al final descubiertos y destapados sus abusos, no habría pasado nada: ni perdón ni devolución… nada, carcajadas, las habituales. Son los listos, y los listos se festejan a si mismos; no piden perdón, no sienten culpa, sino satisfacción honda por sus acciones, por sus conquistas, por su ambición y codicia satisfechas.

Insisto, el perdón del político atrapado no solo es una burla, sino un abuso redoblado y prepotente. El que pide perdón echa a rodar una añagaza y traslada el problema a aquel a quien, encima, se exige que perdone: yo ya he pedido perdón, si usted no perdona es cosa suya. Vileza.
Además,  es irrelevante pedirlo cuando no se siente culpa alguna, sino mero temor a las consecuencias o a tener que responder ante los tribunales de las responsabilidades en las que se ha incurrido.  Es una mala comedia que tiende a limpiar la imagen del político, para poder seguir haciendo lo mismo o parecido o para impedir que las cosas no vayan más lejos. El político felón trata de retrotraer las cosas no ya a antes de que empezaran sus abusos, sino a antes de la denuncia, cuando nada se sabía, nada pasaba y su imagen permanecía intocada, cuando menos ante sus secuaces.

El que pide perdón no quiere apartarse de la cosa pública de la que se ha beneficiado, quiere seguir en ella, a la espera de que la borrasca se aleje y su carrera, su negocio, continúe.
La devolución de lo indebidamente cobrado, en el caso de políticos que han actuado y actúan en el limite vidrioso de lo legal y en la franca prepotencia y falta de decoro, no es ningún gesto honroso, sino una manera de atajar una investigación en marcha que puede salpicarles y convertirlos en delincuentes diplomados por sentencia. El perdón: arte de la trampa, truco de tramposos


Miguel Sánchez-Ostiz, en Vivir de Buena Gana

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