No hay melancolía más grave que la provocada por la ausencia de un futuro con unas mínimas ilusiones. Por el futuro se puede sentir nostalgia igual que por el pasado. Y en esta crisis política y económica, además de la pobreza, el desempleo, la corrupción y las humillaciones de la vida laboral, está haciendo mucho daño la nostalgia de futuro. Sí, el futuro ha dejado de estar en su sitio. Ya no parece ese lugar de avance histórico disciplinado según lo imaginaron la diversas mentalidades progresistas. La sociedad no camina en línea recta. A veces se queda paralizada y a veces da marcha atrás a causa de una actualización decidida de la desigualdad y la barbarie.
Las ilusiones revolucionarias se atrevieron a profetizar un porvenir utópico. El temor del poder capitalista a las movilizaciones obreras buscó un pacto de convivencia en el Estado del bienestar. Durante el tiempo de la revolución o de los equilibrios sociales fue lógico pensar en el mañana como una versión perpetuamente mejorada del hoy. Aunque los días llegasen repletos de dificultades y sacrificios, los padres trabajaban con el derecho a pensar que sus hijos iban a vivir mejor que ellos. Esa idea no puede sostenerse ahora en la lucidez. Queda reducida –para quien quiera abandonar el hastío y la fatalidad- a la esfera de las convicciones éticas, como un valor político de compromiso social.
El historiador Josep Fontana acaba de publicar El futuro es un país extraño (Ediciones de Pasado y Presente, 2013), un libro en el que reflexiona sobre la crisis social de comienzos del siglo XXI. El panorama parece propio de una novela de terror. Pero no hay ninguna voluntad catastrofista en la meditación argumentada del historiador. Los datos minuciosos, los documentos de primera mano, los informes institucionales y las opiniones de muchos economistas, periodistas, historiadores, sociólogos y políticos confirman la realidad desoladora de un mundo en el que las élites económicas han conseguido imponer la lógica de la desigualdad. Desde la perspectiva de los acontecimientos actuales, el futuro nos destituye como ciudadanos y nos convierte en material de acoso y derribo. Más paro, más pobreza, menos derechos, más impunidad para el trono de los especuladores y una liquidación real de la democracia. Ese es el horizonte.
El desmantelamiento del Estado y la privatización de la sanidad y la educación pública se aceleran en esta lógica. Pero hay un fenómeno anterior que no conviene olvidar porque está en la raíz del ciudadano destituido: la privatización de la política. Las decisiones que han permitido poner las leyes sociales al servicio del poder financiero y del empobrecimiento de los ciudadanos provienen de una calculada privatización de la política. Los lobbyists invierten cientos de millones en comprar políticos y en imponer decisiones que marcan el trato a los bancos y a los grandes empresarios, la degradación de las condiciones laborales, la conversión en negocios privados de lo que pertenecía al servicio público y la falta de límites para las agresiones ecológicas.
A la privatización de la política pertenece también la alarmante falta de preparación y el bajo nivel intelectual de muchos responsables públicos. Dan Quayle, todo un vicepresidente norteamericano, fue incapaz de deletrear en la palabra “patata”. Basta leer un periódico para constatar el alto porcentaje de cretinos que representan al Estado. Parecen tonto o poetas platónicos. No importa que hagan el ridículo. Mejor si son pánfilos, porque así desacreditan la política y cumplen sin interferencias el soplo de sus dioses.
De poco van a servir las protestas y las nuevas formas de rebeldía si no consiguen nacionalizar de nuevo la política para devolvérsela a los ciudadanos. Joseph Fontana, historiador admirable y riguroso, no hace profecías, pero comprueba que la fuerza mayor del capitalismo es su apropiación de la política y concluye que “la situación sólo puede ser modificada o corregida mediante una acción política”.
Defender una sociedad más justa significa recordar que los derechos son la consecuencia de la lucha. Sin acción sindical no se hubiera conseguido nunca en Europa la dignidad laboral que ahora se pierde. Pero conviene recordar que los triunfos de la lucha obrera necesitaron un cauce político para intervenir en las instituciones. Despreciar la política o caer en la trampa de apoyar a partidos que llevan décadas al servicio de los poderes financieros supondrá hacer del futuro no ya un país extraño, sino un planeta inhabitable.
Luis García Montero, en infolibre.es
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