Si se quiere tejer una tela de colores homogéneos para representar la 
democracia y los procesos políticos en América Latina, nos encontraremos con que 
la primera en advertirnos de la diversidad de contrastes es la historia misma. 
Hay países que en medio de sus vicisitudes ganaron en el siglo veinte un buen 
grado de estabilidad democrática, basada en la fortaleza de las instituciones, 
como Uruguay, o Chile, y que tras cruentos períodos de dictadura volvieron a la 
vida ciudadana pacífica, basada en la alternancia y en el respeto a la ley, no 
importa que el presidente de la República sea en Uruguay el viejo guerrillero 
tupamaro José Mujica, que pasó años en la cárcel, o que la presidente anterior 
de Chile, Michele Bachelet, haya sido hija de un militar patriota asesinado por 
Pinochet, o que ella misma hubiera sido torturada junto con su madre por los 
militares golpistas.
No es el caso, sin embargo, de países como Bolivia, Nicaragua o Paraguay, 
donde la tradición democrática ha sido escasa, o nula, y donde los gobiernos 
civiles surgidos de la voluntad popular han sido esporádicos, raras flores en el 
páramo autoritario. Siendo así, el pasado vuelve a cobrar siempre sus viejas 
cuentas, y la democracia, como solía afirmar el viejo Somoza con acento cínico y 
paternal, no es sino un alimento de adultos, demasiado pesado para el estómago 
de un niño.
Paraguay es desde su independencia en 1811 parte de esa geografía de páramos 
autoritarios, dominado desde siempre por la figura del doctor José Gaspar 
Rodríguez, de Francia y Velasco, Supremo Dictador Perpetuo de la República, el 
célebre doctor Francia. El siempre poderoso Karaí Guazú, como se le llamaba en 
guaraní. En su novela Yo el Supremo, Augusto Roa Bastos lo ve como la 
gran sombra patriarcal que no termina de disolverse en la historia aunque pasen 
los años desde su muerte, cabalgando por las calles desiertas, frente a las 
casas cerradas a piedra y lodo, “bajo el enorme tricornio, todo él envuelto en 
la capa negra de forro colorado, de la que solo emergían las medias blancas y 
los zapatos de charol con hebillas de oro, trabados en los estribos de 
plata”.
El doctor Francia había convertido al Paraguay en un sepulcro cerrado para 
quienes vivían en su territorio, sin mendigos ni ladrones ni asesinos, pero 
también sin enemigos del Estado, hacinados en los calabozos, o en los 
cementerios. Lo sucedió en el poder perpetuo su sobrino Carlos Antonio López. 
Tras su muerte en 1862, ese poder pasó a manos de su hijo, Francisco Solano 
López, disoluto aficionado a las faldas, premiado por su padre con las insignias 
de brigadier a los 18 años de edad, y elevado por sí mismo a mariscal.
En el primer cuarto del siglo veinte, el país tuvo 15 efímeros presidentes, 
hasta que regresó de nuevo la dictadura perpetua con el general Alfredo 
Stroessner, que se mantuvo en el mando por 35 años seguidos, de 1954 a 1989, en 
nombre del partido Colorado, un verdadero partido único que llegó a gobernar por 
61 años. Y el Paraguay conserva su misma raíz feudal desde los tiempos del 
doctor Francia.
A comienzos del siglo veinte, 79 personas poseían la mitad de la tierra, 
mientras campeaban la marginalidad, el atraso y el analfabetismo, que cubría al 
80 por ciento de la población. Esta situación ha cambiado poco hasta ahora. Y 
cambiarla fue la bandera con que el antiguo obispo Fernando Lugo llegó al 
gobierno en 2008, democráticamente electo, una rareza en la historia paraguaya, 
y más rareza aún que fuera el primer presidente que desde la independencia 
recibiera la banda presidencial como candidato de la oposición, derrotando al 
sempiterno partido Colorado.
Cuando el “Obispo de los pobres” asume la Presidencia, lo hace con el 
respaldo del 84 por ciento de la población, precisamente porque ha despertado 
grandes esperanzas de cambio, sobre todo en cuanto al régimen feudal de la 
tierra. El Paraguay ha tenido en tiempos recientes altas tasas de crecimiento 
anual, pero las obsoletas estructuras económicas, y sobre todo agrarias, siguen 
haciendo que las grandes masas indígenas y campesinas lleven una vida marginal. 
De acuerdo con una encuesta muy reciente de Latinobarómetro, la abrumadora 
mayoría de la población sigue creyendo que la riqueza está mal distribuida en 
Paraguay: solo el 22 por ciento piensa que esa distribución es justa, mientras 
las instituciones son juzgadas con desconfianza en cuanto a su legitimidad: en 
2011 solo un 31 por ciento confiaba en el parlamento, y un 23 por ciento 
confiaba en el sistema judicial.
Sin poder solucionar ninguno de esos problemas estructurales, la confianza en 
el presidente Lugo había bajado a 37 por ciento al momento de su derrocamiento. 
Debió enfrentarse con disensiones dentro de la propia alianza que lo llevó al 
poder, con los reclamos urgentes de cambios sociales que no tenía la posibilidad 
de resolver, con el rechazo conspirativo de sectores conservadores de la 
sociedad, y su imagen sufrió mengua frente a los continuos escándalos de 
reclamos de paternidad por parte de mujeres que habían sido sus amantes en sus 
tiempos de obispo, unos de esos reclamos verdaderos, otros falsos.
El problema agrario no resuelto, que superó las capacidades del presidente 
Lugo, fue precisamente el que dio al traste con él, cuando la policía se 
enfrentó a balazos con campesinos que reclamaban tierras en un latifundio de la 
frontera con Brasil, propiedad del terrateniente más grande del país, Blas 
Riquelme, íntimo asociado de Stroessner, con muertos y heridos de ambas partes. 
Lugo respaldó la acción policial, y todos esos muertos fueron a dar a su cuenta, 
juzgado sumariamente, y destituido sin oportunidad de defensa.
Se sometió primero al fallo del Senado, que lo destituyó, y luego rechazó ese 
fallo cuando ya era muy tarde. Ahora su figura que fue tan atractiva, un antiguo 
obispo católico llegado a la Presidencia en nombre de los pobres, se disuelve no 
solo en su propia impotencia para cumplir con las esperanzas de un país que aún 
espera por el mañana, sino también en la impotencia de las instituciones, y en 
la impotencia del sistema democrático mismo para librarse de la sombra ominosa 
del doctor Francia.
Sergio Ramírez, escritor y ex-vicepresidente de Nicaragua 
 
 











 
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