Santiago Carrillo ya es historia. Los de siempre, en su intento de
parangonar los actos de crueldad cometidos por agresores y agredidos, ya se
encargarán, por supuesto, de volver a sacar a colación sus responsabilidades en
los posibles excesos cometidos por la Junta de Defensa de Madrid. Desde una
perspectiva de izquierdas, la figura de este destacado protagonista de tantas
décadas de la política española, es extraordinariamente controvertida y
compleja. Una trayectoria llena de claroscuros y de contradicciones. Aunque en
su defensa quepa alegar que apenas existen biografías dilatadas en la política exentas
de esos rasgos camaleónicos en sus trayectorias.
En su debe hay que decir que el optimismo desmesurado de la dirección del
PCE sobre el presunto aislamiento y descomposición de la dictadura, y la
imposición de objetivos inalcanzables como el de la “Huelga General Política” -cuando la misma ETA ya disponía a finales
de los 60 del análisis mucho más realista de Txabi Etxebarrieta en su “Iraultza” sobre la situación social en
España y la influencia psicológica de las políticas de desarrollo económico del
franquismo- impidieron que la esforzada y castigadísima lucha de los militantes
del interior fuese más efectiva.
Cuando a diferencia de otros partidos comunistas como el francés o el portugués,
el PCE condenó en 1968 la invasión de Checoslovaquia, se podía prever que junto
a aquel viraje en la línea histórica de sumisión acrítica al PCUS se abriría paso una revisión del modelo stalinista
de funcionamiento interno. Sin embargo, siguió imperando el resabiado “centralismo democrático”, con el que el
aparato siempre ganaba. Entonces, la excusa eran las dificultades inherentes a
la clandestinidad. Después, ya en la legalidad, el cierre de filas en defensa
de la integridad del partido ante las disidencias internas y el ininterrumpido
desfile de muchos cuadros en pos de un puesto más gratificante en las filas de
un PSOE de mucho mayor arrastre electoral.
Esta democracia de baja calidad que continuamos hoy viviendo hunde sus raíces
en la naturaleza de la por muchos loada transición española, en la que Carrillo
tuvo un significativo papel. Claudicaciones como la aceptación de la corona y
de la bandera rojigualda fueron episodios dolorosos, transaccionados a cambio
de la legalización del partido, que abrieron paso a un proceso de
institucionalización con las cartas marcadas, sin depurar el aparato
administrativo franquista, y a una constitución que consagró como intocables la
unidad de España, la monarquía y la economía de mercado. El PCE y su secretario
general, en particular, se situaron de esta manera en el ojo del huracán ante
los militantes de la izquierda rupturista. No deja de ser lógico que fueran
destinatarios especiales de ese enojo, pero en su descargo cabe alegar que es
harto dudoso que el PCE tuviese suficiente fuerza para haber cambiado el curso
de la historia en un país que de forma ampliamente mayoritaria acabó
sancionando la Ley de Reforma Política, ignorando la llamada a la abstención de
las fuerzas democráticas.
No hay más remedio que calificar de erráticos los últimos años de Santiago
Carrillo en la política activa. Participó tras el 23-F en los pactos ocultos de carácter
uniformizador que desembocaron en la LOAPA, emprendió una autoritaria
persecución de los renovadores, aún
cuando fuesen de la talla política de Manuel Azcárate, sufrió la debacle
electoral de 1982 ante la que acabó dimitiendo de su cargo, y la crisis
determinó su expulsión del partido en 1985, tras la que fundó el esperpéntico
Partido de los Trabajadores, y acabó pasándose con armas y bagajes al PSOE, aún
cuando él, por pudor, se quedase fuera. Años que sin duda los eliminaría de su
biografía, si pudiera.
Sin embargo, una vez fuera de la primera línea política y de la lucha
partidaria, Carrillo se ha revelado como un analista objetivo y desapasionado,
respetuoso en las maneras, agudo en sus juicios, y conciliador en sus
propuestas. Y extraordinariamente lúcido hasta el final de sus 97 años.
Desde Euskal Herria hemos tenido, además, la satisfacción de haber contado
con su ayuda en esta última etapa de su vida para una solución dialogada y pacífica al conflicto vasco. Apoyó
de forma decidida y desinteresada al movimiento Elkarri y siempre tuvo palabras
de aliento para cuantos trabajaban aquí en la búsqueda de consensos básicos
para la convivencia. En este terreno ha tenido una posición inequívoca de
demócrata consecuente.
Praxku
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