Lo que ocurrió la semana pasada en Catalunya no puede sorprender a nadie que haya tenido el más mínimo interés por seguir los acontecimientos que han llevado a la nación catalana a una reivindicación independentista como la de esta Diada.
¿Pero que ha pasado para que un nacionalismo cultural, integrador y amable como el catalán más preocupado por proteger su propia identidad nacional que por desarrollar instituciones como estado haya pasado a la reivindicación masiva de estatalidad?
Cierto es que la crisis, la desastrosa gestión del tripartito catalán, la enorme deuda catalana y la ausencia de mecanismos fiscales y financieros propios han podido llevar a su clase política a la tentación de jugar con el independentismo como herramienta de presión para obtener contrapartidas con las que aliviar una situación económica precaria, cierto que su balanza fiscal es injusta, cierto que la política de recortes que ha sufrido la población catalana es superior cualitativa y cuantitativamente a ninguna otra población española, cierto, también, que el descontento social siempre acaba fortaleciendo a las opciones más radicales, pero nada de esto hubiera sido capaz de detonar una explosión independentista como la de ayer.
Así pues, la explicación habrá que buscarla en otro lado, y ese otro lado no puede ser otro que la estulticia de la clase política dominante española para ver lo que cualquier observador imparcial hubiera notado al primer golpe de vista, la colección de agravios que ha sufrido Catalunya por parte de un centralismo político que ha usado hasta la nausea el anticatalanismo para arrancar los cuatro míseros votos que le permitiesen mantener el poder en Madrid y su incapacidad radical de concebir otra España en la que pudiera caber alguien más que ellos mismos. Todo ello ha hecho despertar un sentimiento más allá de cualquier coyuntura; el orgullo de ser catalán y solo eso.
Pero si lo de ayer fue la constatación evidente del fracaso del Estado de las Autonomías, no hay que ir mucho más allá para ver que no solo ha fracasado el actual modelo de estado sino que lo que ha fracasado es España. España es, a día de hoy, un proyecto nacional fracasado y agotado, y, probablemente, ya sin solución posible. El proyecto nacional que nació hace doscientos años con la Constitución de Cádiz, todo lo que vino después no ha sido más que una colección de parches sin estrategia ni objetivo alguno para mantener de pié algo que de por si era insostenible.
Y probablemente todo haya sido un problema de imaginación y originalidad, algo de lo que la política española ha carecido de forma endémica dando por prohombres y patriotas destacados a verdaderas acémilas políticas, cuando no fascistas y dictadores de la peor calaña, de los que nuestra clase política actual no es más que digna sucesora y acallando, cuando no vituperando y eliminando, a aquellos que quisieron poner un poco de cordura en el inmenso ruedo ibérico.
Si ya el origen de la nación española fue una vulgar copia, importada con puntos y comas de situaciones nacionales ajenas y perdió la oportunidad de “democratizar” sus instituciones atendiendo a la realidad plurinacional preexistente; o eran las Españas o no era, que hubiera dado lugar a un estado plurinacional y confederado, transformándolo en un estado uniformador y uniformista donde la diferencia era pecado y no virtud, las correcciones posteriores, desde los estatutos republicanos arrancados a golpe de necesidad; no hay nada más parecido a un español de derechas que un español de izquierdas, hasta el despropósito constitucional del café para todos del 78 no han hecho más que ahondar la fractura, aumentar la lista de agravios y reafirmar en sus posturas a lo más casposo del nacionalismo español.
El tiempo nos dirá el destino de la confusión actual, pero cuando se cambian reivindicaciones justas por sentimientos las cosas tienen muy mala vuelta atrás. El próximo 21 de octubre hay elecciones en Euzkadi, aquí si hay pacto fiscal, aquí la deuda es menor, aquí la situación económica, con serlo, no es tan delicada, aquí los recortes no han sido tan drásticos, pero el problema de reconocimiento nacional es el mismo y la lista de agravios parecida. Aquí en vez de ser la calle pueden ser las urnas…
En todo caso el nacionalismo español debería empezar a preguntarse
¿Catalunya se va o la hemos echado?
Ander Muruzábal, en Nafar Herria
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