miércoles, 5 de septiembre de 2012

LOS QUE NIEGAN LA VIDA


He llegado a la conclusión, tras un abundante examen de pruebas, de que ser alemán no garantiza ninguna suerte de brillantez intelectual. Una cifra apreciable de alemanes dicen las mismas elementalidades que una cifra apreciable de españoles. Ya sé que esta constatación resulta deprimente, pero los hechos me conducen a tan triste convencimiento. El que fuera ministro socialista de Economía en el Gobierno Schröder, Sr. Wolfgang Clement, sostiene que los individuos deberían ser libres para trabajar hasta los ochenta años. Dice el exministro que «hemos de enfrentarnos al hecho de que es necesario que los alemanes trabajemos durante más años, ya que con jubilarnos a los 67 no alcanzamos» -¿a qué no alcanzan?, se pregunta uno-. O sea, que el dictamen que emite el citado y brillante político acerca del trabajo hasta los ochenta supera el señalado hecho de la «libertad» de elección indicada poco más arriba para convertirse en una exigencia legal.
Su petición la defiende el Sr. Clement con el argumento de que él, a los setenta y dos años cumplidos, sigue trabajando en el lobby energético y le va estupendamente. A propósito de esta referencia, cabe subrayar, no obstante, que trabajar en un lobby ha de constituir algo sumamente gratificante. No hay ni un solo lobby que resulte feroz para quienes ocupan sus sólidos sillones. Si la inmensa mayoría de los trabajadores, y en primer lugar los españoles, pudieran trabajar en un lobby, a buen seguro pretenderían alargar su vida laboral hasta el siglo de existencia. Esto conviene que lo tengan en cuenta, para su disfrute, los maridos de las ministras del Sr. Rajoy o las mujeres de los ministros del propio presidente.
El debate sobre la edad para jubilarse está alcanzando un cierto grado de intensidad en Alemania, lo que demuestra que la época de la ilustración kantiana está disolviéndose en el tiempo. Espero que esto último lo contemple la Sra. Merkel a fin de resucitar al Lázaro de su cultura, que empieza a heder.
En ese debate que supongo intenso y poblado de pensamiento heredogermánico hay que introducir, creo ante todo, ciertos elementos de contraste. Por ejemplo, una meditación acerca de qué es la vida. Me lo ha sugerido el «no llegamos» del Sr. Clement. No sé si merece la pena mejorar la esperanza de vida, como está sucediendo, si esa vida va a crecer desprovista de toda esperanza. Por el contrario, cada vez parece crecer más deprisa la nostalgia de una existencia que estuvo poblada de horas para la amistad, el amor, la cultura y otras extravagancias, según calificaría a estas peticiones un ejecutivo experto en esfuerzos de galera. Los burgueses, que construyeron una cultura de parques temáticos para que la gente subida al tren de la luna no se diera cuenta de que comía menos de lo debido, sabían que los trabajadores preferían una sociedad con su salud protegida, escuelas gratis para sus hijos, un metro o tranvía subvencionado, una seguridad laboral eficiente a fin de dormir a pierna suelta el fin de semana y unas vacaciones sólidas. Y como los burgueses sabían eso, se apresuraron a dárselo a las masas a cambio de una explotación más presentable.
Pero llegaron los neoliberales y determinaron acotar con alambradas fascistas a los trabajadores al darse cuenta de que sin necesidad de sostener fábricas, ni correr el riesgo del comercio, ni gastar un dólar en el bienestar popular, se podía sacar dinero directamente de la piel de los trabajadores sin aventurarse en invertir capital en cosas con el sino de la obsolescencia. El quid estaba en saber retorcer personalmente a esos trabajadores, en estrujarlos con intensidad. Y así nació, primero, la fregona como idea potencial y, después, la burbuja financiera, como gran producto de las Facultades de Ciencias Empresariales.
En el tránsito hacia el neoliberalismo, que es la doctrina de la libertad para la acción policial, el estado fue fumigado de arriba abajo con cálculos y balances sobre el manejo de las burbujas, que era el equivalente de los ingenios digitales que hacen atractivas las máquinas de los casinos. Los ministros se convirtieron en croupiers y la administración pública en un gran casino al que acudieron ansiosas, por ejemplo, sus mujeres, ya convertidas en administradoras de los partidos ultraderechistas y tardosocialistas, vestidas de un poder vanguardista, escotado y subyugante. El trabajador había sido convertido, al mismo tiempo, en espectador con derecho a vale para jugar una partida virtual en el blackjack de la democracia orgánica.
Todo esto funcionó mientras duraron los depósitos bancarios de aquellos fabricantes burgueses y los ahorros de unos trabajadores convertidos en clase media merced a los estudios prometedores, los coches a crédito, la casa en propiedad, las vacaciones en miniinglés, la seguridad social humanizante, los zapatos de imitación cocodrilo y la gorra de béisbol con el nombre del héroe. Pero todo pasa, menos la ciruela pasa, como me decía siempre un providente colega periodístico. Y mi caballo murió y mi alegría se fue. El dinero dejó de ser una medida de las cosas para convertirse en la única mercancía apetecible y llegó la época de la posmodernidad fascista; el tiempo de los grandes cazadores de elefantes inflables y los coleccionistas de muñecas eróticas. Sobraban ya los trabajadores, pero los linces se dieron cuenta de que los trabajadores tenían piel y fueron por ella. Ya lo adelantó don Antonio Maura cuando lucía en su despacho de abogado una magnífica tabaquera «hecha con piel de cliente». La única diferencia con don Antonio es que sus sucesores no creen en Dios y eso facilita mucho las fusiones bancarias.
Y cómo hicieron para multiplicar la piel de cliente? Para ello crearon el pesebre de las hipotecas, el milagro de los automóviles a crédito, la diabetes de las grandes superficies comerciales, la doctrina del triunfo sucesivo de los mejores, la reserva india del paro, el canibalismo de los audaces, los mini jobs para la juventud y la multiplicación de las vacaciones a «lugares recónditos», como critica ahora amargamente el Sr. Soria, aseado ministro español de Turismo. El trabajador se vio forzado a trabajar con más ahínco en lodazales increíbles y cuando sobrevino el turbión los expertos a la violeta fueron llamados a la defensa del imperio mediante la invención doctrinal del desorden económico de las masas. Y así funcionó el túrmix hasta que los restos de piel de trabajador obstruyeron el aparato manejado por el mágico prodigioso. Ahora los poderosos tocan ya la última tecla: el aumento de la vida del zoom laboral para que haga caja, aunque sea miserable, mediante el sudor inacabable de un año cuyo reloj no marca las horas porque la vida se apaga.
La vida ya no es el destino del «uomo qualunque», sino el ciego desafío de quienes han decidido autoinmolarse, ciegos y criminales, en la gran hoguera en que ofician su propia y absurda destrucción. Alemania, que tanta luz encendió en las mentes, ya no ofrece más que un pensamiento averiado por la tuerta voluntad de sobrevivir dentro del sistema. Muere como un coro wagneriano interpretado por la banda del Empastre. Su paro visible, ese gran indicador, es discreto aún, pero su paro vital, que penetra como la lluvia fina en la roca que quebranta, empieza a reflejarse en los libros de contabilidad humana. Mas España no lo ve porque sólo cree en el agua de regadera. Un Madrid bautizado de urgencia por Rajoy y su turba de simples destructores que han logrado, entre otras cosas, trasladar el oscuro miércoles de ceniza al desgraciado viernes santo del Consejo de Ministros.
Antonio Álvarez-Solís, en GARA

No hay comentarios: