He llegado a la conclusión, tras un abundante examen
de pruebas, de que ser alemán no garantiza ninguna suerte de brillantez
intelectual. Una cifra apreciable de alemanes dicen las mismas
elementalidades que una cifra apreciable de españoles. Ya sé que esta
constatación resulta deprimente, pero los hechos me conducen a tan
triste convencimiento. El que fuera ministro socialista de Economía en
el Gobierno Schröder, Sr. Wolfgang Clement, sostiene que los individuos
deberían ser libres para trabajar hasta los ochenta años. Dice el
exministro que «hemos de enfrentarnos al hecho de que es necesario que
los alemanes trabajemos durante más años, ya que con jubilarnos a los 67
no alcanzamos» -¿a qué no alcanzan?, se pregunta uno-. O sea, que el
dictamen que emite el citado y brillante político acerca del trabajo
hasta los ochenta supera el señalado hecho de la «libertad» de elección
indicada poco más arriba para convertirse en una exigencia legal.
Su petición la defiende el Sr. Clement con el argumento de que él, a
los setenta y dos años cumplidos, sigue trabajando en el lobby
energético y le va estupendamente. A propósito de esta referencia, cabe
subrayar, no obstante, que trabajar en un lobby ha de constituir algo
sumamente gratificante. No hay ni un solo lobby que resulte feroz para
quienes ocupan sus sólidos sillones. Si la inmensa mayoría de los
trabajadores, y en primer lugar los españoles, pudieran trabajar en un
lobby, a buen seguro pretenderían alargar su vida laboral hasta el siglo
de existencia. Esto conviene que lo tengan en cuenta, para su disfrute,
los maridos de las ministras del Sr. Rajoy o las mujeres de los
ministros del propio presidente.
El debate sobre la edad para jubilarse está
alcanzando un cierto grado de intensidad en Alemania, lo que demuestra
que la época de la ilustración kantiana está disolviéndose en el tiempo.
Espero que esto último lo contemple la Sra. Merkel a fin de resucitar
al Lázaro de su cultura, que empieza a heder.
En ese debate que supongo intenso y poblado de pensamiento
heredogermánico hay que introducir, creo ante todo, ciertos elementos de
contraste. Por ejemplo, una meditación acerca de qué es la vida. Me lo
ha sugerido el «no llegamos» del Sr. Clement. No sé si merece la pena
mejorar la esperanza de vida, como está sucediendo, si esa vida va a
crecer desprovista de toda esperanza. Por el contrario, cada vez parece
crecer más deprisa la nostalgia de una existencia que estuvo poblada de
horas para la amistad, el amor, la cultura y otras extravagancias, según
calificaría a estas peticiones un ejecutivo experto en esfuerzos de
galera. Los burgueses, que construyeron una cultura de parques temáticos
para que la gente subida al tren de la luna no se diera cuenta de que
comía menos de lo debido, sabían que los trabajadores preferían una
sociedad con su salud protegida, escuelas gratis para sus hijos, un
metro o tranvía subvencionado, una seguridad laboral eficiente a fin de
dormir a pierna suelta el fin de semana y unas vacaciones sólidas. Y
como los burgueses sabían eso, se apresuraron a dárselo a las masas a
cambio de una explotación más presentable.
Pero llegaron los neoliberales y determinaron acotar
con alambradas fascistas a los trabajadores al darse cuenta de que sin
necesidad de sostener fábricas, ni correr el riesgo del comercio, ni
gastar un dólar en el bienestar popular, se podía sacar dinero
directamente de la piel de los trabajadores sin aventurarse en invertir
capital en cosas con el sino de la obsolescencia. El quid estaba en
saber retorcer personalmente a esos trabajadores, en estrujarlos con
intensidad. Y así nació, primero, la fregona como idea potencial y,
después, la burbuja financiera, como gran producto de las Facultades de
Ciencias Empresariales.
En el tránsito hacia el neoliberalismo, que es la doctrina de la
libertad para la acción policial, el estado fue fumigado de arriba abajo
con cálculos y balances sobre el manejo de las burbujas, que era el
equivalente de los ingenios digitales que hacen atractivas las máquinas
de los casinos. Los ministros se convirtieron en croupiers y la
administración pública en un gran casino al que acudieron ansiosas, por
ejemplo, sus mujeres, ya convertidas en administradoras de los partidos
ultraderechistas y tardosocialistas, vestidas de un poder vanguardista,
escotado y subyugante. El trabajador había sido convertido, al mismo
tiempo, en espectador con derecho a vale para jugar una partida virtual
en el blackjack de la democracia orgánica.
Todo esto funcionó mientras duraron los depósitos bancarios de
aquellos fabricantes burgueses y los ahorros de unos trabajadores
convertidos en clase media merced a los estudios prometedores, los
coches a crédito, la casa en propiedad, las vacaciones en miniinglés, la
seguridad social humanizante, los zapatos de imitación cocodrilo y la
gorra de béisbol con el nombre del héroe. Pero todo pasa, menos la
ciruela pasa, como me decía siempre un providente colega periodístico. Y
mi caballo murió y mi alegría se fue. El dinero dejó de ser una medida
de las cosas para convertirse en la única mercancía apetecible y llegó
la época de la posmodernidad fascista; el tiempo de los grandes
cazadores de elefantes inflables y los coleccionistas de muñecas
eróticas. Sobraban ya los trabajadores, pero los linces se dieron cuenta
de que los trabajadores tenían piel y fueron por ella. Ya lo adelantó
don Antonio Maura cuando lucía en su despacho de abogado una magnífica
tabaquera «hecha con piel de cliente». La única diferencia con don
Antonio es que sus sucesores no creen en Dios y eso facilita mucho las
fusiones bancarias.
Y cómo hicieron para multiplicar la piel de cliente?
Para ello crearon el pesebre de las hipotecas, el milagro de los
automóviles a crédito, la diabetes de las grandes superficies
comerciales, la doctrina del triunfo sucesivo de los mejores, la reserva
india del paro, el canibalismo de los audaces, los mini jobs para la
juventud y la multiplicación de las vacaciones a «lugares recónditos»,
como critica ahora amargamente el Sr. Soria, aseado ministro español de
Turismo. El trabajador se vio forzado a trabajar con más ahínco en
lodazales increíbles y cuando sobrevino el turbión los expertos a la
violeta fueron llamados a la defensa del imperio mediante la invención
doctrinal del desorden económico de las masas. Y así funcionó el túrmix
hasta que los restos de piel de trabajador obstruyeron el aparato
manejado por el mágico prodigioso. Ahora los poderosos tocan ya la
última tecla: el aumento de la vida del zoom laboral para que haga caja,
aunque sea miserable, mediante el sudor inacabable de un año cuyo reloj
no marca las horas porque la vida se apaga.
La vida ya no es el destino del «uomo qualunque», sino el ciego
desafío de quienes han decidido autoinmolarse, ciegos y criminales, en
la gran hoguera en que ofician su propia y absurda destrucción.
Alemania, que tanta luz encendió en las mentes, ya no ofrece más que un
pensamiento averiado por la tuerta voluntad de sobrevivir dentro del
sistema. Muere como un coro wagneriano interpretado por la banda del
Empastre. Su paro visible, ese gran indicador, es discreto aún, pero su
paro vital, que penetra como la lluvia fina en la roca que quebranta,
empieza a reflejarse en los libros de contabilidad humana. Mas España no
lo ve porque sólo cree en el agua de regadera. Un Madrid bautizado de
urgencia por Rajoy y su turba de simples destructores que han logrado,
entre otras cosas, trasladar el oscuro miércoles de ceniza al
desgraciado viernes santo del Consejo de Ministros.
Antonio Álvarez-Solís, en GARA
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