El
escenario de la crisis ha facilitado que las voces del nacionalismo
españolista se cuelen progresistas, siempre con los inefables
tertulianos todólogos, impulsado por políticos de tirón publicitario, como Esperanza Aguirre o Rosa Díez, y tantos otros, e incluso
escritores de best seller, lo cierto es que el reaccionario nacionalismo
español se aventura a hablar sin medias tintas sobre la necesidad de acabar con
los comunidades autónomas, volviendo a centralizar el poder en Madrid. Y
su calado tiene, gracias a la abundancia de impresentable personal político que
trepa por aquí y por allá, en esta monarquía parlamentaria hecha a medida del
oportunismo político a la carta.
En los argumentos
de la vuelta al estado central no andarían del todo descaminados los
abanderados del españolismo, si al menos tuvieran la decencia de reconocer que
el invento de las diecisiete autonomías fue una propuesta de ellos mismos, en
el momento de la transición, para rebajar el contenido político de las
nacionalidades que entonces reclamaban su derecho a gobernarse en razón a su
naturaleza nacional. Sólo Galiza,
Paisos Catalans, Euskal Herria, Andalucía y Canarias reclamaban su derecho de autodeterminación y su intención
de constituirse en naciones políticas.
El
españolismo entonces inventó lo que en la época se llamó el café para todos.
Consistía en disimular los problemas del estado plurinacional escondiéndolos en
una descentralización administrativa de diecisiete regiones, que pudiese ser
presentada ante los sectores ultras, sobre todo al ejército, como una nueva
vertebración de la irrompible unidad de destino en lo universal que era la
nación española.
Ahora, en
épocas de vacas flacas, se han dado cuenta que el remedio fue peor que le
enfermedad. El asunto es que han propagado, con el experimento de las
diecisiete autonomías, una corrupción política generalizada a la sombra de los
poderes regionales. Los intereses materiales originados entorno a las
administraciones autonómicas son difíciles de disolver, bajo pena de percibir
como se le rebela gente de sus mismos partidos y confesiones. Queriendo
solucionar un problema terminaron creando dos. El que ya tenían al no querer
reconocer la naturaleza plurinacional del estado español. Y el de las tramas de
intereses regionales que han inflado, y que han devenido en una nueva casta
política, que no está dispuesta a dejar de disfrutar de sus áreas de poder
subestatal.
La reforma
del estado central conduce a racionalizar las administraciones. Supresión del
senado, delegaciones del gobierno y diputaciones, concentración de
ayuntamientos, control sobre personal asesor, entre otras medidas. Disolución
de las comunidades autónomas que nunca debieron existir -las 12 restantes no
citadas aquí- y recentralización del conjunto de la nación española en una
comunidad autónoma. Así se tomaría el camino de la cordura tras tres décadas de
disimulo identitario. El estado español debería de asumir alguna vez que es un
estado complejo en el que hay seis naciones político-culturales con derecho a
autogobernarse.
Domingo Gari, en Canarias Semanal
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