El compromiso del presidente era inequívoco: cerrar las centrales nucleares al final de su vida útil, siempre y cuando se garantizase el suministro. Las condiciones para hacerlo realidad eran inmejorables: Garoña es una planta que va a cumplir los 40 años, superando por tanto la vida útil para la que fue diseñada. La mayoría de centrales con esa edad ya han sido clausuradas, y más allá de la propaganda, la norma es el cierre y no prolongar su funcionamiento. Su aportación al mix eléctrico es modesta, con una producción de 466MW, menos de la mitad que cualquier otra central. Y su cierre podía decidirse en un contexto de bajada del consumo y habiendo anunciado Red Eléctrica el carácter prescindible de su aportación al mix energético. Si en algún momento se podía cumplir con la palabra dada era ahora.
Los precedentes acompañaban. El último Gobierno de José María Aznar decidió cerrar la central nuclear de Zorita, restando cualquier atisbo de credibilidad a toda oposición a las clausuras. A ello se le sumaba la necesidad de un mensaje de firmeza. Las eléctricas hacen de un funcionamiento prorrogado de sus plantas la gallina de los huevos de oro. El marco legal vigente (ley 54/97, del primer Gobierno del PP), con el sistema de "oferta competitiva", les permite vender la electricidad a un precio muy superior al coste de generación, pagándoles por el precio más caro de la instalación que haya sido necesario poner en marcha.
Las circunstancias acompañaban para empezar a situar un horizonte que diese respuesta a qué hacer con un parque nuclear que sólo puede ir envejeciendo y del que acabaremos dependiendo irremediablemente si lo que se decide es no hacer nada. Era un buen momento para comenzar a superar una tecnología inmadura, que genera residuos radiactivos de alta actividad durante miles de años y cuya hipoteca va más allá de los hijos de nuestros hijos. Una energía intrínsecamente insegura y una opción que se demuestra cara, ya que las últimas plantas construidas han doblado su coste previsto.
Las circunstancias, los compromisos públicos del presidente del Gobierno español y sus palabras a propios y a extraños llevaban a una única conclusión: el cierre de Garoña antes de acabar esta legislatura. Pero a pesar de todo, el presidente ha tomado una decisión que afecta a su propia credibilidad: optar por el funcionamiento de la central más allá del final de esta legislatura. Dicen que toma una decisión salomónica, pero quien gana es claramente el lobby nuclear, permitiéndole superar la barrera del tiempo para el que fue construida esta central.
Además, la decisión se podrá revisar en el futuro. Con un Gobierno y un ministro que entienden que la energía nuclear es im-prescindible, se hace difícil pensar que sean capaces de construir un escenario que garantice la clausura de la planta. Y eso sin contar con la posibilidad de un Gobierno del PP en la próxima legislatura.
El argumento que se nos ha dado para tan insólita decisión, con una lógica de media ponderada que no conduce a ninguna parte, es la defensa de los puestos de trabajo de Garoña, como si no se pudiesen fijar condiciones para mantener la ocupación, como si en un desmontaje que dura 10 años no hubiese perspectiva laboral, y a pesar de que el Gobierno nunca intercedió para evitar la precarización y externalización laboral en las plantas. Y si no es ésta la razón, ¿por qué el Gobierno toma tal decisión a costa de la credibilidad de su presidente?
En primer lugar, porque este Gobierno nunca se ha caracterizado por ser excesivamente firme ante los intereses económicos de sectores poderosos, como lo demuestra la aprobación del último decreto ley eléctrico (RDL 6/2009), en el que se regaló a las eléctricas la comercialización de los derechos gratuitos de emisión por un valor que puede superar los 1.000 millones de euros. Pero la razón de una decisión tan insólita también se fundamenta en otro motivo. Han querido abordar el debate de Garoña como algo aislado, con una falta absoluta de estrategia y de horizonte.
La falta de estrategia tiene más de un botón de muestra. El presidente se ha prodigado en sus declaraciones antinucleares, pero mientras presumía de ello, el último consejero incorporado al Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) destaca por haber escrito en múltiples ocasiones a favor del carácter indispensable de la energía nuclear, motivo que en cualquier órgano con un mínimo atisbo de independencia debería impedir su entrada. En sentido contrario, el Gobierno ha negado siempre la posibilidad de incorporar al CSN no ya a un antinuclear, sino a cualquiera mínimamente escéptico, optando por un órgano regulador inequívocamente posicionado ideológicamente a favor de la energía nuclear. A ello se le suma el incumplimiento de un mandato legal: la ley reformada del CSN obligaba a crear un consejo asesor para la información y participación pública, órgano que no se ha creado. Y se ha tramitado el expediente sobre Garoña sin ninguna participación ciudadana, contraviniendo el Convenio de Aarhus.
Si esto es lo que sucede en el órgano regulador, el ministerio del ramo, por boca de su ministro, se alineaba con la tesis que proclamaba el carácter imprescindible de la energía nuclear, expresando falta de voluntad alguna para impulsar estrategias de gestión de la demanda e impulso de renovables que permitan abordar el cierre del parque nuclear.
En cualquier país mínimamente serio, y acompañado de la voluntad política de ir cerrando el parque nuclear, el Gobierno de turno definiría un escenario, discutiríamos sobre los años de vida de las plantas, otorgaríamos seguridad a los operadores, e incluso asociaríamos los recursos de los últimos años de las centrales a definir alternativas para poder cerrarlas y a crear estrategias reales para los entornos de las plantas. Pero no decidir sobre qué hacer con el parque nuclear es una forma de optar. Supone optar de hecho por un parque nuclear que no tenga alternativa, optar por la prórroga una y otra vez del funcionamiento de unas plantas que ya han superado en funcionamiento los años para los que fueron diseñadas.
Si en el episodio de Garoña hemos asistido al culebrón de esta canícula de julio es por falta de orientación y de estrategia. Si Zapatero ha fallado es porque, en éste como en más temas, ha querido abordar el debate desde una posición más estética que estratégica. Sin saber hacia dónde iba. Sin haber exigido al CSN ni tan siquiera que cumpla con la ley en lo que a participación se refiere. Y sin un plan sobre cómo ir sustituyendo el parque nuclear.
Algo nos enseña la decisión gubernamental sobre Garoña: para decidir, y decidir bien, la opción se debería haber producido en el marco del contexto energético de España. Ahora el Gobierno se prodigará en intentar hacernos creer que su decisión se puede blindar por ley. A mí sólo me queda pedirle al presidente Zapatero que abandone el salto de mata al que nos tiene acostumbrados y exigirle que, tome la decisión que tome en este u otros asuntos, lo haga con rigor, es decir, con un horizonte y un planteamiento global.
Joan Herrera, portavoz de Iniciativa per Catalunya (en EL PAÍS)
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