martes, 3 de febrero de 2009

EL INFIERNO DE SATURRARAN

"No tengo ni idea del trayecto que hicimos. Sólo sé que salimos de Barcelona, que llegamos a Saturraran y que tardamos día y medio. Íbamos en un vagón con la Guardia Civil. 32 mujeres con sus 32 hijos. Nos dieron dos latas de sardinas, un trozo de pan y unas alpargatas. A los niños, nada. El viaje fue terrible", relata Carme Riera. A sus 94 años, esta gerundense recuerda con más lucidez de la que le gustaría aquel desplazamiento en tren. Era el 15 de junio de 1940. El régimen franquista había dado orden de trasladar a varias madres a la cárcel de Mutriku, abierta dos años y medio antes y exclusiva para mujeres. Carme, que hasta ese momento había estado encerrada en una prisión de la capital catalana, viajaba con su única hija, Aurora, de nueve meses. Poco después, la pequeña falleció entre rejas. Y también la mayor parte de los otros 31 niños que llegaron en su mismo tren. Ellos fueron algunas de las 177 vidas que se cobró la cárcel en sus seis años de apertura. Con el tiempo, el vagón en el que viajaban pasó a ser tristemente conocido como el de la Expedición de Saturraran .

Desde la casa de una sobrina en la que pasa largas temporadas en Tenerife, Carme atiende la llamada de Noticias de Gipuzkoa sin trabas. Sabe que la única manera de reparar las injusticias en parte, y de evitar que se repitan es no dejando que mueran en el olvido. Nadie le va a devolver a su hija y nadie le va a devolver la vida que le robaron. "Vegeté el día que murió mi niña, aquello me dejó sin vida", reconoce. Pero se niega a que, además, tal atrocidad tenga que ser callada. "¡Ya era hora de que os acordarais!", dijo la primera vez que le llamó un periodista, hace cinco años, para preguntarle por su historia.

Porque la suya es una de esas historias que deben ser conocidas. Es la suya y la de miles de mujeres. Madres, hermanas, esposas y parejas de hombres catalogados como rojos o milicianos y que, sólo por ello, pagaron con la cárcel, con los campos de concentración, con la separación de sus hijos, con el desprecio de la sociedad triunfante, con la humillación y, también, con la muerte. Y muchas de esas historias discurrieron en Saturraran. En Mutriku. En Gipuzkoa.

Acondicionada en las instalaciones del antiguo Hotel Saturraran, que por aquella época funcionaba como Seminario de Menores tras el cierre en 1928 del centro de Andoain, la prisión fue abierta el 29 de diciembre de 1939 para acoger a cientos de mujeres detenidas en el frente de Asturias y que, en aquel momento, se encontraban recluidas en cárceles locales y en la penitenciaría de Gijón. Entre sus paredes vivieron cerca de 4.000 mujeres, lo que la convirtió en una de las prisiones de mujeres más importantes del franquismo. De hecho, según la investigación realizada por la sociedad Aranzadi, en 1943, un año antes de su cierre, aún contaba con una población de 1.050 prisioneras, la mitad de las que había en el Estado.

La cárcel constaba de cuatro pabellones, una buhardilla, una capilla, una enfermería y una cocina. Fuera del edificio central, además, varias celdas de castigo situadas en unos agujeros abiertos bajo un riachuelo que atravesaba las instalaciones sembraban la psicosis en las internas ya que, dada su ubicación y teniendo en cuenta que las penas podían durar un mes, el riesgo de desarrollar allí la tuberculosis y, con ella, morir, era considerable. Era, desde luego, un miedo justificado.

Porque la muerte no fue ajena a la prisión mutrikuarra. Entre 1938 y 1944, un total de 120 mujeres y 57 niños perdieron la vida, muchos de ellos tras la epidemia de tifus contraída por las internas después de comer las manzanas que bajaban del riachuelo. Y muchos pequeños, también, por tuberculosis, raquitismo, meningitis y colitis.

Una de aquellas vidas perdidas fue la de Aurora Gallegos Riera, la hija de Carme. "Me pusieron en una habitación con mi niña, ya muerta, y me dieron un saco para que lo metiera debajo de la puerta y no entraran las ratas. Pasé toda la noche sentada sobre mis rodillas, ni siquiera tenía una silla. Y algunas monjas decían 'Ay, que alegría, un angelito que va al cielo'. Malditas sean", se lamenta esta catalana, a la que aún le tiembla la voz al recordarlo.

El recuerdo es tan nítido como cruel. Aquellos fueron, probablemente, los días más duros de la prisión. "Murieron más de 30 niños en dos semanas. Se ponían enfermos, les salían unas manchas azuladas por el cuerpo y era cuestión de horas que fallecieran. Caían como chinches, dos y tres niños muertos cada día. Y no sabíamos por qué", señala Carme, que denuncia la dureza a la que les sometían a ellas y a los pequeños en la prisión. "Al principio nos dieron una pastilla de jabón, pero luego nos la quitaron y no podíamos lavar la ropa. Y también nos quitaron el pan que nos daban para los niños. Y se agotaron las papillas. Estuvimos durante quince días con pan para almorzar y una taza de café para comer y cenar. Las monjas lo vendían todo", asegura.

Es su relato, pero también el de las demás presas de Saturraran que han tenido oportunidad de transmitir aquel infierno que conocieron a orillas del Cantábrico. "Había de todo, pero algunas monjas eran muy malas. Yo le decía a mi madre: 'Mamá, tienen el hábito blanco, pero el corazón más negro que el carbón'. Aquella bruja -en referencia a una de las religiosas- les quitó a las madres lo primordial, la leche que alimentaba a sus hijos. Se iban poniendo malitos e iban cogiendo diarreas. Igual salían en un día cinco cajas de niños, y también muchas mujeres", comenta Carmen Merodio, en el testimonio que ofreció en octubre de 2004 a la Sociedad de Ciencias Aranzadi. Según explica en esa grabación, los muertos de la cárcel eran enterrados "todos juntos, en una misma fosa" (eran sacados en un carro de bueyes y arrojados a una fosa común del cementerio de Mutriku).

Carmen fue la primera Merodio en entrar a Saturraran, pero no la única. Cuando llevaba allí tres meses, vio cómo internaban también a su hermana Sagrario. Tras ser sentenciada a pena de muerte por un juez conocido como la metralleta (debido a la facilidad con que ordenaba ese tipo de penas), que consideró suficiente motivo para ello el hecho de ser hermana de rojo, Sagrario entró en Saturraran. "Sabía que allí me iba a encontrar con mi hermana. Era la única cosa buena", recuerda, también en el testimonio recogido por Aranzadi.

Entre otras maldades, Sagrario cuenta cómo el médico no atendía a las enfermas, algunas de las cuales morían; cómo la madre superiora -a la que llamaban Sor Veneno - les quitaba la correspondencia si no gritaban Arriba España, Viva Franco ; y cómo las madres lloraban durante días cuando sus hijos debían abandonar la prisión por haber cumplido ya tres años.

"Lo cuento cada vez que me preguntan. ¿Por qué no? ¡Las canalladas que nos han hecho!", asegura con firmeza. "Si no se dicen estas cosas y no se escribe sobre ello, volverán a pasar otra vez", coincide su hermana Carmen. Ambas estuvieron cerca de seis años en Mutriku. Al salir, Carmen primero y Sagrario algo más tarde, rehicieron su vida en la zona. Carmen se casó con un vecino de Mutriku. Sagrario comenzó una nueva etapa con otra persona tras comprobar que su marido estaba también con otra mujer.

Ellas dos, más o menos, pudieron levantar el vuelo. Todo lo contrario que Carme Riera. Se había casado con su marido, un sindicalista de la CNT, en la cárcel Modelo de Barcelona un día antes de que él fuera fusilado. A su salida de la cárcel, destrozada por la pérdida de su niña y humillada por cuanto había padecido, decidió no volver a empezar una relación sentimental ni tener más descendencia.

Ha dedicado su vida a estar con su familia y ayudar a los hijos de su hermana. Ahora, desde la casa de una de esas sobrinas, revive una vez más aquel momento en el que otros le arrancaron la vida que había escogido vivir. Ser la amante de un rojo fue demasiado para ella y para su hija. 70 años después, Carme lamenta tener que recordar cada día su desgracia. 70 años después, miles de mujeres siguen sufriendo las consecuencias de una vida borrada.
Noticias de Gipuzkoa

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