En diciembre de 2008, hace ahora cinco años y unos días, visité Melilla y el norte de Marruecos en compañía de mi querido y difunto amigo Rafael Martínez Simancas. Rafa buscaba el cerro de Igueriben, el epicentro de la derrota de Annual, donde el coronel Benítez y trescientos valientes resistieron hasta el último hombre intentando proteger la desbandada del ejército del general Silvestre. Otro coronel, Benito Gallardo, nos guió por el laberinto de colinas y pedregales del Rif, un paisaje de una belleza austera y magnífica donde hoy día los descendientes de Abd-el-Krim subsisten en medio de una miseria atávica.
Era la fiesta del cordero y bajo un cielo ceniciento nuestro coche atravesaba carreteras sin asfaltar, calles sin pavimentar, caminos de polvo, un país carcomido donde los edificios a medio concluir se alzan rodeados de basureros al aire libre, cloacas amarillentas, rebaños de cabras y perros sueltos. Luego nos internamos entre las cicatrices de Annual hasta alcanzar Igueriben, donde dos muchachos marroquíes nos acompañaron hasta lo alto y nos dieron, a cambio de unos cuantos euros, un puñado de casquillos de fusil. Guardo tres de ellos en mi escritorio, un recuerdo inolvidable de batallas perdidas, de imperios rotos y de mi querido amigo Rafa, que al final terminó aquella novela con olor a pólvora. Tampoco olvidaré mientras viva a los dos muchachos que ascendieron con nosotros a Igueriben esa mañana, una pareja de naúfragos de la historia. Al más pequeño le faltaba un ojo, se había quedado tuerto por culpa de una infección, una picadura o alguna otra dolencia absurda que en cualquier hospital civilizado, tan sólo unos pocos kilómetros más allá, habrían curado en unos días con una pomada y unos antibióticos.
Lo que nos separaba de esos dos muchachos no era sólo el pasaporte y la nacionalidad, sino el destino, la historia, la mala suerte de haber nacido al otro lado de una valla atroz que representa el límite entre el tercer mundo y el nuestro. El segundo mundo nunca he sabido lo que es, probablemente esa frontera increíble entre Melilla y Marruecos, una encharcada máquina del tiempo donde cada paso supone una década de retroceso y que finaliza en una caseta de adobe con un guarda hosco que parece rescatado de los años cincuenta. En ningún otro lugar de la tierra puede vislumbrarse una diferencia más honda entre la fortuna y la desgracia, una profundidad fácilmente traducible en cifras pero mucho más sencilla de evaluar en la mirada seca de esos críos que nos envidiaban ya desde la tierra de nadie, desde los agujeros ciegos de las ventanas, desde la mierda que alfombraba las calles. En pocos lugares como en la frontera melillense se comprende mejor aquel consejo vertiginoso de Nietzsche: “Al mirar un abismo recuerda que el abismo te devuelve la mirada”.
Aun así, hay otro abismo dentro del abismo de Melilla, la ingente muchedumbre de subsaharianos que aguarda a saltar la valla, la interminable marea de piel negra que ha venido huyendo de la guerra, del hambre y de la peste sólo para toparse con ese formidable muro de alambre que para ellos es también el fin del mundo. Al verlo por primera vez cara a cara, al estudiar su perímetro medieval, sus fosos, sus trampas, su magnitud infranqueable, no pude dejar de recordar el otro muro que una vez separó dos mundos y donde también la gente se jugaba la vida para saltar al otro lado. (Dicho sea de pasada porque lo estoy viendo ya escrito al cabo de esta página: el argumento incontestable a favor de la inmigración ilegal es que a quienes nos preocupan los inmigrantes ilegales, para dar ejemplo, deberíamos llevar un par de ellos a nuestra casa, darles albergue, comida y buscarles trabajo. Supongo que son la misma gente que, para dar ejemplo, defienden el sacrosanto derecho a la vida mediante un procedimiento similar; supongo que ya tienen preparados los papeles de adopción, los gastos de hospitalización, manutención y escolarización de tantos y tantos niños no nacidos.)
Entre el muro de Berlín y la valla de Melilla no hay muchas más diferencias aparte de que unos fueran blancos y otros negros, unos quisieran salir y otros entrar, unos vinieran de Europa y otros de África. Berlín y Melilla son cuadernos de caligrafía elemental que nos enseñan que la historia se escribe con balas, con pelotas de goma, con leyes inhumanas, con murallas y con vallas. La lección esencial es que las leyes inhumanas, las murallas y las vallas están para saltárselas.
David Torres, en Público
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