José Maya de pequeño soñaba con el Himalaya. Los ojos del niño que en la década de los 50 posa en una fotografía escolar en la escuela de Pueyo, con un mapa de España de fondo, soñaba con las montañas más altas del planeta, con remotas tierras, parajes vírgenes que se le antojaban inalcanzables. Un un día, ya adulto, ese sueño se materializó, y desde entonces todos los agostos viaja hasta esos otros mundos en los que el tiempo parece detenerse, la existencia cobrar otro sentido, escapadas en las que recargar las pilas para el resto del año y que él ha abrazado como forma de vida.
José vive en Pueyo, en el pueblo que le vio nacer, criarse, ir a la escuela y hacerse un hombre. De familia humilde, "labradores de burra y poca tierra pero que nos daba lo suficiente para vivir", subraya, con 14 años su madre lo mandó para Tafalla a trabajar de aprendiz en la carpintería de Crispín Amadoz, en la calleja del Churrero. Al año siguiente, con 15 años, pasó a formar parte de la recién creda carpintería Itama, donde pasó once años. Después de otros ocho años en la carpintería Romeo, con todo ese aval de experiencia y veteranía, llegó el momento de montar su propio negocio, la carpintería Berrade y Maya, junto a su socio y amigo Francisco Berrade. Son ya veinticinco los años que cumple el taller que abrieron en la Avenida de Ujué y Camino del Escal. Señala que lo de ser carpintero no es algo vocacional, fue una salida como otra cualquiera y es el oficio que le hace ganarse la vida. Su casa en el alto de Gallos Cantan es testigo de su pericia: hermosos muebles de roble, robustas vigas, ventanas y contraventanas, puertas, porche y otros tantos elementos decorativos que dicen que estamos en el hogar de una persona que conoce y ama la madera.
En el año 1994 le llegó la oportunidad de culminar el sueño que le perseguía desde niño: un treeeking de veinte días que le llevó, junto a su amigo y compañero en la carpintería Francisco Berrade, a los valles de Ladak y Zanskar, en el norte de la India. La realidad fue mayor que lo imaginado. Quedó obnubilado por esas montañas, por esos paisajes de naturaleza salvaje e indómita y sobre todo, por las gentes que los habitaban y su modo de vida que le enseñaron desde un primer momento que "no es más feliz el que más tiene, sino el que menos necesita". Fue, tal y como explica, una revelación de que se puede vivir de otra manera, con apenas nada, y sin embargo, ser feliz. Decidió volver todos los veranos y hacer de estas travesías de mochila y a pie momentos vitales plenos, de los que se atesoran para siempre. Repetiría India, iría a Pakistan hasta el campamento base del K2, cuatro veces a Nepal, conocería el Everest, viajaría al Tibet, a la estepa de Mongolia y el desierto de Gobi, al lago Baikal en Siberia que alberga el 20% del agua dulce del planeta, y Birmania. Saltaría al continente africano: Kenia, Tanzania y el mítico Kilimanjaro, las montañas del Atlas en Marruecos, y también el americano Machu Picchu un año y Huascarán otro en Perú, Alaska y Groenlandia en dos viajes al sur y al norte este último el año pasado. Ha pernoctado en yurta, las tiendas de los nómadas mongoles, ha bebido leche de yegua, ha compartido las casas flotantes de los birmanos, ha vivido en aldeas, entre rebaños de camellos, caballos, yaks, ovejas o cabras, le ha atrapado la tormenta en cabo Alexandre (Groenlandia), ha acompañado a los inuits en la caza de la ballena narval, ha sorteado desprendimientos en el Tibet, ha visto morir a porteadores, se ha purificado en las aguas del lago Manasarovar, ha acompañado a hinduistas, budistas y jaimistas en la kora al Kailas, el monte sagrado de Asia, morada del dios Shiva, ha compartido el molinillo de oración con la anciana tibetana que en una cueva aguardaba el momento de dejar este mundo. Son muchas la vivencias y recuerdos de cada uno de los viajes y de las gentes que ha conocido de allá y de aquí, pues en estos viajes en solitario también se va haciendo amigos con los que compartir parte de la aventura o del trayecto. José Maya sale cada agosto de casa con la mochila y a la vuelta la trae llena de paz, sosiego y tranquilidad que eso es lo que le aportan estas gentes humildes, de casas siempre abiertas a las que te invitan a entrar y compartir con ellos lo poco que tienen. "Por mi oficio de carpintero cada vez pongo más cerraduras a las puertas, más seguridad, y sin embargo, cada vez somos más infelices y con más miedo a perder no se sabe muy bien qué", comenta con sorna. "Ellos, en sus casas sin cerrojos, duermen a pierna suelta, mirando las estrellas", concluye.
En contra de lo que pueda parecer, José no es una persona que va buscando riesgo, aventura y emociones fuertes. A él no le atrae subir una montaña de 8.000 metros y sufrir con la falta de oxígeno, escalar una pared de vértigo o padecer congelaciones. Asume el riesgo que conllevan viajes de este tipo pero considera que no es mayor que el hecho de ponerse al volante y salir a la carretera todos los días, cosa que confiesa le aterra cada vez más, o el de su trabajo de carpintero, como lo demuestra su mano izquierda deformada, milagrosamente salvada y funcional pese al terrible accidente que sufrió cuando la sierra se la atrapó. Él va buscando otro tipo de sensaciones, las mismas que logra cuando los fines de semana coge a sus cinco cabras y a su perra Argi y da una vuelta por el término cercano de Solanoa, las salidas con el grupo de montaña de Pueyo Erripamendi, la cena de los viernes con la cuadrilla o el contemplar el horizonte inmenso de amaneceres y anocheceres, desde el emplazamiento privilegiado de su casa. Todo esto, mientras ultima ya su próximo viaje, el que le llevará a la ruta de la seda, veiticinco días a pie y en vehículo de Uzbekistán hasta China. Feliz viaje y feliz regreso.
La Voz de la Merindad
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