Es cuestión de tiempo. De poco tiempo. El agónico final de la era Zapatero se derrama a chorros por las grietas de la crisis, de la soledad, de la impotencia, de las puñaladas traperas y hasta del fuego amigo. Él parece empeñado en resistir, incluso noqueado, hasta cumplir los compromisos contraídos con la UE. Unos compromisos, por cierto, con reformas de extrema dureza que harán todavía más impopular la ya patética figura del presidente español. Le quedan pocos meses para elegir entre presentar o no unos Presupuestos Generales necesariamente duros, odiosos, y sabe bien que, si los presenta, esta vez nadie le va a ayudar a aprobarlos. No presentarlos, por supuesto, significa aceptar el adelanto de las elecciones generales. En cualquier caso el tiempo está tasado, y a la baja.
Será el candidato Alfredo Pérez Rubalcaba -más autopropuesto que propuesto- el encargado de salvar los muebles en un proceso electoral notablemente adverso según las encuestas. Él, José Luis Rodríguez Zapatero, ya casi es historia. Haciendo un repaso neutral de su paso por nuestra historia reciente, hay que reconocer que el socialista leonés -con todas sus contradicciones e ingenuidades, con su cobardía y su coraje- ha sido de entre los máximos dirigentes españoles quien más empeño ha puesto y más crédito ha expuesto por abrir un camino hacia la paz en Euskal Herria. Insisto en que esa implicación ha estado sobrada de vacilación, de pusilanimidad y de incoherencia, pero logró que las Cortes españolas aprobasen la pista de aterrizaje para una salida dialogada al conflicto vasco y se implicó en ella. El implacable acoso de la derecha y la humillación a la que ETA le sometió con la bomba de la T-4 le hicieron retroceder, despavorido, en su digno intento de buscar una solución negociada.
Lo que viene va a ser peor. Infinitamente peor. La sola posibilidad de que llegue al poder la derecha española, riesgo más que avalado por la demoscopia, no solamente vaticina una vuelta de tuerca en el deterioro de las condiciones de vida de los más débiles, sino también un retroceso en las libertades y en las expectativas de solución del conflicto vasco. Las ocultas intenciones de Mariano Rajoy ante la presumible victoria del PP no pueden ser otras que el endurecimiento de las reformas laborales y sociales como receta para seguir afrontando la crisis, y la vuelta al fanatismo antinacionalista como fijación histórica.
Queda, por tanto, poco tiempo. Nos enfrentamos a una frenética carrera contra el reloj para intentar lograr resultados irreversibles antes de que se consume la llegada al poder de la derecha extrema. Hay que exigirle al agonizante Zapatero que antes de tomar la decisión de agotar o interrumpir la legislatura, cumpla con el compromiso firmado de las transferencias pendientes pactadas con el PNV a cambio del apoyo a los Presupuestos de 2011. Hay que exigírselo, porque un Gobierno del PP -menos aún si logra la mayoría absoluta- difícilmente va a retomar el cumplimiento de los compromisos por ser ajeno a los acuerdos en relación a un Estatuto en el que no cree.
Con más urgencia aún hay que apurar este tiempo escaso en materia de pacificación y normalización. Ya van dejando caer desde esa derecha extrema aspirante advertencias de ilegalizaciones, propósitos de revancha y vuelta a la mano dura. Más dura todavía.
En repetidas ocasiones se ha mantenido en estos análisis dominicales que para consolidar de manera creíble y definitiva el proceso emprendido por la izquierda abertzale histórica es absolutamente necesario que ETA certifique el final de su actividad armada. En sus comunicados, por cierto, ETA no ha dado ninguna pista en ese sentido y no parece realista apostar por un anuncio de disolución antes del final de esta legislatura. Quién sabe si todavía persiste en la organización armada la histórica percepción de que sólo la derecha, por su control real de los poderes fácticos, podría garantizar mejor una solución negociada satisfactoria. Más vale no correr ese riesgo.
Como no se puede permanecer en la inactividad a expensas de que ETA decida o no decida, es preciso que la izquierda abertzale en cualquiera de sus representaciones legalizadas o no, interpele públicamente a ETA para demandarle su disolución. Insisto en que queda poco tiempo. Una exigencia de esa naturaleza, además de allanar el camino para el desarrollo del proceso político emprendido impediría, o al menos frenaría, las perversas intenciones de un PP presionado por la extrema derecha política y mediática con sus apéndices camuflados de víctimas y foros, en el empeño de obligar a desandar el camino andado a golpe de decreto, de modificación legislativa o de ofensiva judicial.
Haga ETA lo que haga, diga lo que diga, este emplazamiento público y claro haría irreversible lo hasta ahora logrado, antes de que lleguen al poder los que ya anuncian que van a hacerlo reversible.
Pablo Muñoz, en Grupo Noticias
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