El agua es el recurso natural de mayor importancia para la subsistencia humana. Tanto o más para el desarrollo de cualquier actividad agrícola, industrial, artesanal, deportiva, cultural o de ocio.
Como es bien sabido, buena parte del planeta no goza del acceso ordinario a dicho recurso o no puede hacerlo en condiciones mínimas de salubridad. En muchos casos, comunidades enteras ni siquiera disponen de acceso al agua. La tendencia de este problema es la de agravarse por influjo del cambio climático y su paulatina radicalización. En otros lugares del planeta el problema es distinto. Hay agua abundante y de calidad suficiente, pero resulta complejo y caro poner el agua a disposición del ciudadano en las comunidades urbanas y/o rurales. Dicho en palabras llanas, el agua está ahí… puedes disponer de ella libremente, pero el problema es llevarla a su lugar de destino, gestionarla sin pérdidas, hacerla llegar a cada persona en condiciones razonables, de igualdad y equidad.
Pese a todo lo anterior, resulta evidente la imposibilidad de garantizar el derecho a la vida de las personas, el derecho a su dignidad, incluso como pueblos, si no somos capaces de garantizar el acceso al agua de millones de personas que no disponen de dicha posibilidad. En este sentido, es necesario reconocer el esfuerzo de distintos agentes y organizaciones internacionales, incluida la ONU, para el reconocimiento formal del derecho al agua como elemento inherente a la dignidad humana y al derecho a la vida. Sin embargo, este reconocimiento formal necesita igualmente de acciones, planificación y presupuestos adecuados siquiera para que nos acerquemos a su cumplimiento.
El agua debe satisfacer unos fines de interés general cuya definición y desarrollo corresponden al plano político, en el cual el protagonismo debería ser central para la consecución del objetivo que nos ocupa: garantizar el derecho de acceso al agua de todas las personas. Esto implica la asunción teórica del derecho al agua como un derecho fundamental en el plano teórico formal, cuyo cumplimiento en la práctica presenta mayores dificultades tanto en el plano interno de cada Estado como en el contexto internacional. Básicamente porque si vinculamos la protección de este derecho con el propio derecho a la vida o a la dignidad misma de las personas, nos encontraríamos, claramente, ante un derecho humano de primera generación y susceptible de ejecución ante cualquier administración y/o orden jurisdiccional. Pese a ello, tal construcción teórica difícilmente puede cumplirse en buena parte del mundo si no acompañamos a ese discurso teórico de las actuaciones políticas prácticas, de las infraestructuras, incluso del régimen jurídico, para que esa declaración de objetivos pueda ser una realidad jurídica tutelada por los derechos humanos de forma directa y eficaz.
Por lo tanto, es necesario que la garantía del derecho al agua se lleve a término desde una perspectiva integral, en el sentido de considerar el recurso no sólo como un elemento más de la biosfera si no, también, como un recurso transversal y vivo que va a condicionar gran parte de las decisiones públicas de una sociedad y su desarrollo. En suma, el agua se configura como una parte integrante del derecho a la propia vida y a la dignidad de las personas y las comunidades. De dicho derecho nacen toda una serie de obligaciones públicas que deben garantizar el recurso, su calidad y su adecuada planificación.
Pero se trata de un reto no exento de dificultades técnicas y también políticas. Algunas derivan de la propia naturaleza de las reservas de aguas en el mundo y su fuerte vinculación, por ejemplo, con el fenómeno del cambio climático. Según los datos de la ONU-PNUMA, casi el 70% de la distribución del agua dulce del planeta se ubica en glaciares y nieve permanente mientras un 0,3% se encuentra en lagos y ríos, de modo que esta exigua porción es la única realmente renovable. Casi el 30% de las reservas de agua en el planeta se corresponden con las aguas subterráneas.
La configuración actual del consumo de agua en distintos lugares del planeta ha sido igualmente abordada por la UNESCO con datos que nos alejan de la configuración del acceso al agua como un derecho en condiciones de igualdad y equidad. Según estas estimaciones, un niño occidental consume de 30 a 50 veces más agua que un niño nacido en un país en desarrollo. De hecho, la ONU estima en 1000 millones las personas que no tienen acceso a agua potable, mientras unos 2500 millones de personas carecen de los servicios básicos de saneamiento. La obra pública o la tecnología no terminan de resolver los problemas. Depende, lógicamente, de para qué se utilice realmente la obra o la tecnología. En acertadas palabras de José Allende, uno puede utilizar la energía nuclear para curar un cáncer o para fabricar bombas atómicas. Son objetivos bien distintos con una base tecnológica similar.
Pero más allá de las cuestiones estrictamente ecológicas, agua, cambio climático y pobreza son tres elementos directamente entrelazados. Sus impactos directos y variables de conexión son y serán constantes en el futuro. Problemas económicos, sociales y ambientales que, en clave de sostenibilidad, bien podrían encontrar acomodo mediante una relectura de la demanda y el gasto humano en agua embotellada, por ejemplo. Nada menos que unos 50.000 millones de dólares anuales es nuestro gasto en agua embotellada. Agua que, en algunas ocasiones y lugares, abonamos a precios superiores a los de cualquier refresco, mientras podemos observar fuentes todavía sin cerrar en cualquier parque público de nuestras ciudades y pueblos. Ese chorro que mana inconsciente y descuidado en Hyde Park, en el Retiro o en Cristina Enea y el Parque de la Taconera, mientras una familia en África suspira por un solo vaso de agua potable en cualquier aldea de Kenya.
Mientras tanto, lugares como el río Amarillo en China manifiestan otros aspectos físicos de la lacra del agua en el mundo. En la actualidad, su cuenca está seca durante buena parte del año. En 1997 sus aguas no llegaron al mar durante 226 días. Otros ejemplos en diferentes lugares de pérdida o reducción de cauces se encuentran en lugares como el Nilo, el río Indu en Pakistán, el río Murray en Australia o el riesgo medio de desertificación de la península ibérica que asola a un 75% del territorio peninsular según la UNESCO. Mientras todo esto sucede, la propia ONU destaca el tremendo potencial de la recogida de agua de lluvia en África. Sólo en Etiopía, la estimación subraya que sería posible recoger agua de lluvia para unos 520 millones de personas.
Con todos estos datos sobre la mesa, lo cierto es que la Asamblea General de Naciones Unidas ha llegado a reconocer el derecho al agua potable y al saneamiento como derecho humano esencial para el pleno disfrute de la vida y de los restantes Derechos Humanos en una Resolución de 28 de julio de 2010. Es, por tanto, un derecho plenamente reconocido por la comunidad internacional en su conjunto. Sin embargo, su carácter vinculante y la tutela administrativa y judicial es algo que se encuentra pendiente tanto en el ámbito doméstico de los Estados como en el plano internacional. Hay, pues, obligaciones jurídicas sobre el papel. Cosa diferente es como hacerlas reales y ejecutarlas en la práctica.
Xabier Ezeizabarrena (ezeizabarrena.wordpress.com)
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