E l PSE y el PP han dado a conocer el documento sobre el que se sustenta su acuerdo para que el PSE gobierne en Euskadi en esta nueva situación provisional que se ha abierto y que durará unos cuantos años, como todas las situaciones provisionales en este país. Se trata de un documento que contiene, como no puede ser de otro modo, unas líneas generales de actuación para marcar territorio.
Uno de los puntos a los que más atención se dedica es el relativo al uso de las lenguas. Se trata de un tema delicado y sensible, que ha suscitado controversia y discusión entre quienes, por ir a los extremos, estarían encantados de que el euskera desapareciera y pudiera figurar en adelante en la fonoteca de un museo, y entre quienes estarían deseosos de que en adelante fuera el castellano el que dejara de oírse en nuestras calles. Tanto unos como otros alaban, por supuesto, la importancia del idioma que quieren extinguir.
He manifestado en público mi opinión sobre esta cuestión en muchas ocasiones: creo que los ciudadanos tenemos que elegir nuestra lengua en libertad y a nadie se debe obligar a usar un idioma determinado. En la situación en la que estamos -una lengua minoritaria frente a una lengua potente como el castellano-, se trata, además, de una pretensión inútil, en el caso del euskera: las nuevas generaciones lo usarán si tienen voluntad y existen condiciones atractivas para usarlo. Si les es cómodo, vaya. La mayoría de la población, al igual que sucede con la lengua prevalente de cualquier otro país, usará el español por convicción o por obligación, derivada ésta de la propia ley o de la presión ambiental. No es el caso del euskera. Porque, aun siendo las dos lenguas oficiales en este país, las condiciones de uso entre una y otra varían radicalmente.
Uno de los puntos a los que más atención se dedica es el relativo al uso de las lenguas. Se trata de un tema delicado y sensible, que ha suscitado controversia y discusión entre quienes, por ir a los extremos, estarían encantados de que el euskera desapareciera y pudiera figurar en adelante en la fonoteca de un museo, y entre quienes estarían deseosos de que en adelante fuera el castellano el que dejara de oírse en nuestras calles. Tanto unos como otros alaban, por supuesto, la importancia del idioma que quieren extinguir.
He manifestado en público mi opinión sobre esta cuestión en muchas ocasiones: creo que los ciudadanos tenemos que elegir nuestra lengua en libertad y a nadie se debe obligar a usar un idioma determinado. En la situación en la que estamos -una lengua minoritaria frente a una lengua potente como el castellano-, se trata, además, de una pretensión inútil, en el caso del euskera: las nuevas generaciones lo usarán si tienen voluntad y existen condiciones atractivas para usarlo. Si les es cómodo, vaya. La mayoría de la población, al igual que sucede con la lengua prevalente de cualquier otro país, usará el español por convicción o por obligación, derivada ésta de la propia ley o de la presión ambiental. No es el caso del euskera. Porque, aun siendo las dos lenguas oficiales en este país, las condiciones de uso entre una y otra varían radicalmente.
Desde esta perspectiva, los principios genéricos que subyacen en el documento no son muy diferentes a los que hemos podido defender en otros momentos, y son perfectamente asumibles. Las dificultades comienzan cuando se baja a la realidad. Por mucho que nos empeñemos, la obligación del uso del castellano tiene, en todos los ámbitos, una presión social y una obligatoriedad incomparablemente mayor que la del uso del euskera. El documento defiende la «libertad de lengua o libertad de opción lingüística entre las dos lenguas». Y estoy de acuerdo. Pero quienes lo han redactado están pensando, seguramente, en las dificultades experimentadas por algunas familias ante la imposibilidad, quiero creer que real, de que sus hijos puedan matricularse para cursar los estudios en castellano. Me pregunto si esa libertad lingüística me alcanzará también a mí, si reclamo que mis hijos puedan hacer sus estudios universitarios en euskera, en el centro que yo elija, y siempre que haya docentes o se puedan contratar. Me pregunto si podré reclamar esa libertad de lengua el día que acuda a un centro de salud para que el pediatra me explique a qué obedecen las fiebres súbitas del niño. Si me alcanzará esa libertad el día que los municipales me pongan una multa por mal aparcamiento, y me informen de todo eso, así de corrido, en euskera. O si, puestos a ello, puedo utilizar el idioma en un juicio como cuando lo utilizo comiendo un domingo con mi familia. Con toda la libertad del mundo. Me gustaría saber si podré ejercer esa libertad cada vez que me dirijo al empleado del metro, del autobús o del tranvía, cuando llame a los bomberos, o cuando consulte una duda con un empleado de la OTA. Si podré ser libre, en fin, para exigir que al menos el 25% de la programación de Televisión Española esté en euskera. O si habré roto definitivamente las cadenas cuando en un gran comercio pueda ejercer con toda la tranquilidad del mundo mi derecho a ser atendido en euskera y a que el empleado correspondiente me ilustre sobre las ventajas de la lavadora en ese idioma, además de largarme un folleto escrito en otros ocho idiomas, alguno de ellos redactado incluso en escritura diferente a la del alfabeto que utilizamos. ¿Me asegura el pacto esto? O, aunque no me lo asegure de entrada, ¿asegura el pacto que se va a hacer algo en este sentido? ¿Podré disfrutar de todo eso sin sentirme 'marginado' o 'perjudicado'? Pues enhorabuena, porque ya es hora. Ése sí que es un «bilingüismo integrador», supone «fomentar la utilización vehicular de las dos lenguas oficiales», y evita «fraccionar la sociedad vasca en comunidades lingüísticas diferenciadas». Aunque me temo que lo que va a asegurar, en la práctica, es bajar algunos puntos en la próxima oposición, y contratar profesorado en castellano, cuando no obligar al existente a que cambie de idioma en algunas ocasiones.
Porque, avanzo un poco más, si quiero que haya un médico que me explique lo de las dichosas fiebres en la lengua por la que he optado ejerciendo mi libertad, me gustaría saber cómo lo va a hacer si no sabe euskera, ni se ha valorado el conocimiento de este idioma a la hora de que la plaza sea ocupada por un médico capaz de aconsejarme en euskera.
En estos temas hay que proceder con sumo cuidado. Creo que se han cometido muchas torpezas en estas cosas. Habrá que enmendar esas torpezas, pero sin perder de vista lo esencial: si realmente se cree en esos principios, hoy por hoy, la lengua perjudicada, la lengua de segunda en nuestras relaciones sociales, incluso con la Administración, es el euskera, no el castellano. Me gustaría que el documento no fuese mera retórica ni un artilugio para salvar lo único que interesa a algunos: la libre decisión para estudiar en castellano, y que el conocimiento del euskera no cuente demasiado para acceder a puestos de trabajo. Si es eso, y sólo eso lo que se persigue, es bueno decirlo, sin necesidad de otros adornos.
Hay que afrontar el problema lingüístico con tranquilidad, viéndolo más como una oportunidad de integración social que como una amenaza. Hay que realizar una política consensuada, que tenga como objetivo que los ciudadanos podamos desenvolvernos en el idioma que elijamos, o que al menos se tienda a ello. No se puede forzar a nadie en el uso de un idioma, porque las políticas de fuerza pueden acabar teniendo consecuencias opuestas a las deseadas. Es malo que el euskera se identifique de forma exclusiva con determinadas ideologías, porque debería ser patrimonio común. Pero las políticas lingüísticas deben intentar equilibrar lo que está desequilibrado en el punto de partida: no hacerlo también es política lingüística.
Pello Salaburu (El Diario Vasco)
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