Según la religión católica, la única relación sexual permitida -cuya finalidad prioritaria es la de procrear hijos- es la genital-genital dentro de un matrimonio entre un hombre y una mujer.
De este principio, aplicado consecuentemente, derivan, entre otras, las siguientes prohibiciones: la prohibición del divorcio, ya que en tal caso, y como la Iglesia mantiene que el matrimonio es indisoluble, el que se contrae entre divorciados supone que la actividad sexual que se desarrolla dentro de él es una extramatrimonial; la prohibición de la homosexualidad, puesto que la satisfacción de la libido entre parejas del mismo sexo, además de igualmente extramatrimonial, no puede tener como consecuencia la generación de la prole; la prohibición del uso de instrumentos contraconceptivos, porque con ellos el placer sexual queda disociado de la posibilidad de tener hijos; la prohibición del adulterio, puesto que se trata de un comercio carnal al margen del matrimonio único e indisoluble; la prohibición de la difusión de la pornografía, ya que con ello se promueve la obtención de un placer sexual no encaminado a la procreación; y, finalmente, la prohibición del aborto: si ya está vedada la evitación de la concepción sin más, con mayor motivo tiene que estarlo interrumpir el desarrollo del óvulo ya fecundado, llegando la doctrina católica tan lejos que, en el supuesto de que en el momento del nacimiento se presente el dilema de que el niño sólo puede venir al mundo a costa de la vida de la madre, la ortodoxia religiosa exige que se sacrifique a ésta, es decir: exige una conducta por parte del médico que, si se realiza sin el consentimiento de la embarazada, debe ser considerada, en términos estrictamente juridicopenales, un asesinato de la mujer.
Debido a la influencia de la religión cristiana en general -no sólo de la católica-, los Códigos del siglo XIX de la práctica totalidad de los países en los que se profesaba esa religión incorporaron a sus preceptos tales prohibiciones -configurando como delitos, por ejemplo, el adulterio o la homosexualidad libremente consentida entre adultos-, manteniéndolas hasta más allá de la mitad del siglo pasado, si bien en la España nacionalcatolicista esa incorporación adquirió caracteres aún más radicales: a diferencia de lo que sucedía en las naciones de tradición cristiana no-católica, o en las que había una estricta separación entre la Iglesia y el Estado, en la legislación civil española no existía el divorcio, y en la criminal, el Código Penal franquista consideraba delito en su art. 416 -incluyendo este tipo penal dentro del Capítulo III del Título VIII: «Del aborto»- «la divulgación en cualquiera forma que se realizare de los [medicamentos, sustancias, objetos, instrumentos, aparatos, medios o procedimientos] destinados a evitar la procreación, así como su exposición pública y ofrecimiento en venta», e, igualmente, «cualquier género de propaganda anticonceptiva», y, por lo que se refiere a la «ofens[a] [a]l pudor y a las buenas costumbres» (antiguo art. 431), recuerdo alguna antigua sentencia del Tribunal Supremo en la que fue condenada por un delito de escándalo público una persona que fue sorprendida en la frontera franco-española portando dos ejemplares de la revista Playboy.
En los años 70 se inicia en la Europa democrática un proceso descriminalizador -proceso del que quedan al margen, en parte, por la influencia del puritanismo en esa nación, los Estados Unidos de América- sobre la base del principio de que los Códigos Penales tienen que distinguir estrictamente entre los dogmas religiosos y la protección de la sociedad, y de que la única razón de que un determinado comportamiento sea pecado para una confesión concreta no es legitimación suficiente para que aquél sea elevado a la categoría de delito.
Este proceso de desvincular al Derecho de los dogmas religiosos se inicia en España con un cierto retraso respecto de los demás países, ya que la democracia no llega a España plenamente hasta la entrada en vigor de la Constitución de 1978. Pero a partir de entonces, además de aprobarse la ley del divorcio, desaparecen del Código Penal delitos tales como el adulterio, la propaganda y difusión de anticonceptivos, el escándalo público o la homosexualidad (para la que la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social preveía una medida de seguridad privativa de libertad).
Por lo que se refiere al aborto, la conducta ha sido despenalizada, en el sentido de la solución del plazo, en prácticamente todos los países europeos, cuyos legisladores, con ello, han colocado en su sitio a la religión, especialmente, a la católica: sus dogmas pueden aspirar a tener vigencia sólo para sus feligreses, pero ya han quedado atrás los tiempos en los que la Iglesia pretendió -y consiguió- que la vulneración de sus particulares mandatos morales fuera respaldada por el Estado imponiendo una pena criminal a quienes los quebrantasen. Los únicos países europeos en los que el aborto sigue siendo delito de manera prácticamente absoluta -como en Irlanda- o relativa -sólo se ha despenalizado parcialmente cuando concurren determinadas «indicaciones», como sucede en Polonia y en España- tienen en común que en todos ellos la Iglesia católica ejerce una influencia tan acusada que, en mayor o menor medida, hay que seguir considerándola un poder fáctico (el católico Portugal sólo ha podido liberarse de la influencia eclesial en 2007, cuando, mediante un referéndum ganado por los partidarios de la despenalización, se da vía libre a una ley de plazos). Por lo que se refiere a Latinoamérica, donde ese poder fáctico de la Iglesia sigue siendo determinante, sólo desde 2007, y únicamente en un territorio de los Estados Unidos Mexicanos, en México D. F., rige una «ley de plazos», mientras que en el resto de los países americanos de habla española o portuguesa, el aborto, en todo caso, o con la excepción de algunos supuestos extraordinariamente restrictivos, sigue constituyendo delito. Ciertamente que en EE UU el aborto está despenalizado siempre que se practique en los primeros meses del embarazo, pero esa despenalización no puede considerarse arraigada definitivamente, ya que existen numerosos grupos cristianos integristas que desarrollan una campaña permanente con la finalidad de que, en función de la composición de la Corte Suprema, ésta acabe declarando inconstitucional esa legislación permisiva de la interrupción del embarazo.
Ante el temor a una reacción todavía más virulenta por parte de los grupos católicos -estos grupos, no obstante, también se rasgaron las vestiduras en su día ante esa tímida descriminalización de la interrupción del embarazo-, el Gobierno del PSOE, apartándose de la regulación mayoritaria en toda Europa, y rechazando, por consiguiente, la solución del plazo, introdujo en 1985 una despenalización parcial del aborto, el cual sólo deja de constituir un delito cuando concurre alguna de las siguientes tres «indicaciones»: sin límite alguno de tiempo, y hasta el momento mismo del parto, «cuando sea necesario para evitar un grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada»; hasta «las doce primeras semanas de gestación» cuando «el embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo de violación»; y, finalmente, cuando «se presuma que el feto habrá de nacer con graves taras físicas o psíquicas… siempre que se practique dentro de las veintidós primeras semanas de gestación».
Esta vigente regulación del aborto, aunque en teoría es muy restrictiva, se ha aplicado de tal manera que, hasta hace poco, se podía decir que de hecho lo que regía en España era una ley de plazos. Ello se debía a las dos siguientes circunstancias: en primer lugar, a que el 98% de las interrupciones del embarazo fueron practicadas por la sanidad privada en clínicas concertadas; y, en segundo lugar, a que el 97% de esas interrupciones se acogieron, sobre la base de dos dictámenes emitidos por psiquiatras vinculados a esas clínicas privadas, al «concepto jurídico indeterminado» de «grave peligro para… la salud… psíquica de la embarazada».
Pero esta situación de hecho de una ley de plazos semejante a la que rige en el resto de Europa -en España el 95% de los abortos se ha llevado a cabo antes de las 16 semanas de embarazo, y de ellos el 63% antes de las ocho primeras- se ha visto alterada recientemente por dos acontecimientos: por una parte, por la actividad desplegada por grupos integristas pro-vida que han presentado toda una serie de denuncias por abortos ilegales contra clínicas privadas, exigiendo que se compruebe si los dictámenes en los que se acreditaba el grave peligro para la salud psíquica de la madre tenían o no una base real; y, por otra parte, por la incoación en Cataluña de un procedimiento penal contra el personal sanitario de diversas clínicas en las que supuestamente se habrían realizado abortos de fetos viables, es decir: de fetos de 23 semanas o más que podrían haber sobrevivido fuera del claustro materno en un nacimiento natural o inducido, una conducta que, de haberse producido, y salvo casos excepcionales -como de riesgo para la vida de la gestante- constituye delito, y con razón, incluso en los países con una legislación más permisiva respecto del aborto.
A la vista de estos dos recientes acontecimientos, la reforma del Código penal en el sentido de la solución del plazo viene exigida tanto por la seguridad jurídica como por la necesidad de que el Derecho penal español se emancipe, de manera definitiva, de la perniciosa influencia que durante tantos siglos ha ejercido la religión católica, consiguiendo que los legisladores declararan delito lo que no era más que una conducta que dicha religión consideraba pecado mortal.
La licitud del aborto practicado durante las primeras semanas del embarazo -sin necesidad de que la mujer tenga que dar ninguna clase de explicaciones sobre las razones que la impulsan a una decisión tan personal- es la única manera de que no se atropellen masivamente sus derechos constitucionales a la intimidad, al libre desarrollo de la personalidad, a su dignidad y a la libertad ideológica. Esta despenalización conforme a la solución del plazo debe ser completada con la ulterior despenalización del aborto que se lleve a cabo -si es que la embarazada lo desea- cuando se detecte médicamente -independientemente de en qué semana de gestación se encuentre- que el feto presenta graves taras físicas o psíquicas y cuando la gestación -también sin plazo alguno y cuando la embarazada esté de acuerdo- suponga un grave peligro para su vida.
Esta deseable nueva regulación del aborto se encuentra en la sociedad española con la oposición tan aislada como frontal, virulenta y movilizadora de la Iglesia católica. Según ella, y como he señalado al principio de esta Tribuna Libre, el placer sexual sólo está justificado cuando deja abierta la posibilidad de procreación y cualquier barrera que se levante contra esa posibilidad sería un atentado contra la vida. Ello no sólo rige para el aborto del óvulo fecundado, del que se afirma que es una persona, porque tiene ya su propio código genético, sino, consecuentemente, también para el empleo de cualquier método anticonceptivo, ya que la mitad de ese código genético lo porta el espermatozoide al que se le impide acceder al óvulo que porta la otra mitad. En este sentido se pueden encontrar afirmaciones en la jerarquía católica como la del Papa Juan Pablo II, quien en 1990 se dirigió a los farmacéuticos italianos, exigiéndoles que no vendieran instrumentos anticonceptivos, ya que se trataba de instrumentos «contra la vida», o las del cardenal Ottaviani, que calificó a todo método anticonceptivo de un «asesinato anticipado», doctrina de la Iglesia que es la que explica que, como ya he expuesto, el Código Penal nacionalcatólico del franquismo incluyera el delito de propaganda y difusión de métodos anticonceptivos dentro del Capítulo «Del aborto».
Para reforzar su posición a favor de la prohibición penal del aborto -y, que, en realidad, tiene su origen en su hostilidad contra la sexualidad, ya que, si sólo se pudiera ejercer para tener hijos, apenas se podría disfrutar de ella-, la Iglesia, al equiparar al óvulo fecundado con una persona, enseña que todo lo que impide su desarrollo es un asesinato, con lo que está llamando asesinas, entre otras, a las mujeres que utilizan como método anticonceptivo el dispositivo intrauterino, ya que con ese instrumento lo que se impide es la anidación de un óvulo ya fecundado.
El óvulo fecundado -que en sus primeras etapas no tiene forma humana ni actividad cerebral- al principio es de un tamaño microscópico, mide seis milímetros al final de la cuarta semana del embarazo, y pesa siete gramos y tiene un tamaño de 9 centímetros al terminar la duodécima. La Iglesia es muy libre de definir qué conductas deben ser consideradas pecado, pero el argumento de que un óvulo fecundado es una persona sólo puede tener fuerza de convicción para los creyentes. Porque, si lo que aplicamos es la lógica más elemental, equiparar ese óvulo fecundado a una persona es simplemente un insulto a las reglas del método de razonamiento basado en la analogía («Si un óvulo fecundado es una persona, entonces un huevo es una gallina, con lo que deja de tener contenido la vieja pregunta de qué es lo que fue primero», escribía hace unos años un lector alemán en una carta al director de Der Spiegel).
Ciertamente que todavía existen Estados teocráticos, como Arabia Saudí o Irán, donde los mandatos de los Libros Sagrados se incorporan a sus Códigos Penales y se lapida a las adúlteras, se encierra a los homosexuales y se corta la mano a los ladrones. Pero España es un Estado de Derecho democrático, pluralista y laico, y nuestros legisladores deben obrar en consecuencia; también en relación con la regulación penal del aborto donde todavía encuentra refugio el último vestigio de la nefasta influencia de la Iglesia en la legislación penal.
Enrique Gimbernat (Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Complutense de Madrid)
Fuente: Mujeres en Red
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