“¿Quién ha traído la democracia?”. Esta fue una de las preguntas de las disputas permanentes a lo largo de todo el proceso de la transición política española. Si habían sido las luchas de la clase obrera, o la Iglesia progresista, o lo nacionalistas, o la presión de los mercados internacionales o……los mismos franquistas. Y así asistimos a una competición por demostrar quién había sido más antifranquista, a la que se apuntó mucho combatiente de última hora.
Mucho más importante me parece determinar cuál fue el nivel real de conciencia antifranquista en aquella sociedad aterrorizada y desmemoriada a la vez, que todavía en 1963 fue incapaz de movilizarse ante el asesinato de Julián Grimau. No es fácil hacerlo. En un régimen en el que se negaban las libertades fundamentales no es posible encontrar referentes válidos para evaluar la conciencia colectiva.
Cierto es que hubo dos consultas durante el franquismo. En 1947, aislada España internacionalmente, sin más embajadas en Madrid que las de Portugal, Suiza, Irlanda y el Vaticano, convocaron para maquillar esa mala imagen un referéndum para establecer la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, que estableció que España era un reino, resolviendo así la cuestión de la forma de gobierno, y nombró al dictador Jefe del Estado vitalicio. Era obligatorio participar en el referéndum, al que atribuyeron un 93% de votos afirmativos.
En diciembre de 1966, con una gigantesca campaña publicitaria de Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo, llevaron a refrendo la llamada Ley Orgánica del Estado, que instituía la separación de las figuras de Jefe del Estado y Jefe del Gobierno, separación que no se hizo real hasta que en 1973 Carrero Blanco fue nombrado presidente del Gobierno. El contexto político era ya distinto, había una actividad clandestina mucho más generalizada. El régimen, con un discurso aparentemente más conciliador, intentaba capitalizar el período de la pretendida paz asociándola a las mejoras económicas de la época del desarrollo. Seguía siendo preceptivo ir a votar y se anunciaban represalias laborales contra quien no lo hiciera, pues las empresas estaban obligadas a exigir el justificante de participación. Recuerdo que, recién entrado a militar en EGI, entonces lancé mis primeras octavillas, lo que estaba definido como delito de propaganda ilegal, asociado inevitablemente al de asociación ilícita. El Gobierno dio porcentajes escandalosamente altos de participación, y aunque era imposible saber cuánta gente fue realmente, resultaba evidente que efectivamente había ido a votar la gran mayoría, mucho antifranquista de corazón incluído.
Diez años más tarde, el 15 de diciembre de 1976, ya con Suárez como presidente del Gobierno, se somete a referéndum la Ley de Reforma Política . La campaña institucional con su pegadiza canción “habla, pueblo, habla” insistía en que era la primera ocasión en que se podía votar en libertad desde 1936. Las fuerzas políticas de oposición no estaban legalizadas, pero sí de alguna manera toleradas, en particular los socialistas, los grandes ausentes de las luchas antifascistas de la postguerra, que ya habían celebrado algunos mítines públicos. Al contrario de lo que ocurría en los anteriores referendos del franquismo, no cabía dudar de la veracidad de los índices de participación ni de los resultados. Pero estaba prohibido realizar ningún tipo de publicidad a favor de la abstención, opción defendida en algunos casos con la boca pequeña, por toda la oposición democrática. Era obviamente erróneo desde la mínima exigencia de rigor democrático hablar de una consulta libre, pero sí estaba concebida como elemento básico de la transición de las Cortes franquistas a un sistema de libertades. Con este juego de cartas marcadas encontró Suárez la legitimación para el modelo de proceso de democratización que buscaba, un modelo que no fuimos capaces de impedir.
Al ser constatables y fiables los resultados, estimo que este referéndum de 1976 es el mejor exponente válido de lo que se podría entender como antifranquismo activo en la época de la transición. Había desaparecido el dictador ya un año antes, podría parecer un contrasentido hablar de antifranquismo todavía, pero persistía buena parte de las inercias políticas de la dictadura. La presión coercitiva contra los abstencionistas no era ya la misma pero la psicológica sí era importante. Seguía existiendo miedo a las consecuencias de no ir a votar. Por otro lado, ante la postura del llamado bunker, el ala más extremista del régimen, de votar no a la reforma, se fue generalizando también entre sectores más tibios una posición pragmática que incitaba al voto favorable como mal menor. Por eso creo que hay que tomar el índice de participación en aquel referéndum como indicador del nivel de antifranquismo activo en el momento de aquella circunstancia histórica; no de la conciencia democrática, que sin duda ya era superior.
Empecemos por analizar los resultados globales en todo el Estado. Acudió a votar el 77’72% del censo. El grueso del resto es abstención consciente, pero no en su totalidad, pues hay que considerar el fenómeno de la abstención técnica, algo que no aparecía en los anteriores referéndums franquistas, en los que pretendidamente participaba todo el mundo. Para los resultados parciales, tomaremos como base las actuales comunidades autónomas, aun cuando en aquella época no estaban aún configuradas como tales, en orden inverso al nivel de participación.
Comunidad Autónoma Vasca 53’86% (Gipuzkoa 45’25, Bizkaia 54'13, Araba 76'53)
Galicia 69’84% (Ourense 63’96, Lugo 70’44, Coruña 70’60, Pontevedra 71'90)
Asturias 73’02%
Navarra/Nafarroa 73’63%
Cataluña 74’10 % (Barcelona 72’31, Tarragona 78’54, Lleida 79’21, Girona 82'47)
Canarias 75’51% (Tenerife 68’02, Las Palmas 83’79)
Madrid 78’21%
Cantabria 78’22%
Melilla 79’25%
Andalucía 81’90% (Sevilla 80’30, Almería 80’88, Málaga 81’64, Huelva 81’87, Jaén 81’95, Cádiz 82’17, Córdoba 82’97, Granada 84’32)
Extremadura 81’97% (Cáceres 81’16, Badajoz 82’51)
Murcia 82’41%
Castilla-León 82’42% (León 77’55, Soria 81’30, Burgos 82'56, Avila 83'18, Palencia 83'28, Valladolid 83'40, Salamanca 84'80, Zamora 85'24)
Ceuta 83’22%
Baleares 84’22%
Castilla-La Mancha 84’71% (Albacete 83’47, Guadajalara 84'06,
Ciudad Real 84'57, Toledo 85'29, Cuenca 85'92).
Aragón 85’32% (Zaragoza 85’06, Huesca 85’13, Teruel 86’83)
País Valenciano 85’72% (Valencia 85’64, Castellón 85’68, Alicante 85'89)
Rioja 87'15%
El 94’45% de los votos fue favorable a la reforma. El bunker quedaba reducido a su mínima expresión y comenzaba con éxito la reforma política desde las mismas instituciones del franquismo.
Euskadi es con diferencia la más abstencionista. Pero ya se constata una singularidad sociológica muy apreciada en Alava, que vota en porcentaje muy superior al de las otras dos provincias de su comunidad, y mayor también que el de Navarra.
Una porción de la abstención en Galicia habría que atribuirsela en justicia a la abstención técnica, hecho evidente por cuanto Ourense, donde se registra la menor participación, no había sido nunca la vanguardia del galleguismo ni de la conciencia social. Es notoria la influencia de la emigración en unos censos por depurar y de la mayor dispersión de lo núcleos rurales. La alta abstención registrada en Tenerife podría también obedecer en buena medida a las mismas características migratorias.
En Asturias se deja notar la influencia de una conciencia antifranquista activa desde mucho tiempo atrás. La memoria histórica no parece ser suficiente, en cambio, para reflejarse con nitidez en lugares como Aragón, que sufrió una represión impresionante, e incluso en otros en los que muy poco tiempo después, en las primeras elecciones democráticas, se impondrá la izquierda, tales como Andalucía o el País Valenciano, último reducto de la República en su retirada. En Madrid, tampoco el resultado es digno de la importante lucha obrera y democrática que se sostuvo allí en las dos anteriores décadas, el nivel de participación es incluso ligeramente superior a la media del país.
El porcentaje relativamente alto de Cataluña es significativo. Porque es imposible dudar de la conciencia antifranquista instalada en todo momento en la sociedad catalana. Solamente el voto que tendría luego el PSUC ya se aproximaba a la dimensión de esa porción del electorado que decidió abstenerse. Fue en Girona, en la circunscripción más nacionalista actualmente, donde más se votó, lo que indica claramente hasta qué punto se condujeron la mayoría de los catalanes con su característica impronta pragmática. La abstención no encontró apoyo mayoritario ni entre la clase obrera ni entre las capas medias urbanas.
En su conjunto, aquel resultado fue un fracaso de la oposición democrática. El gobierno mantuvo la iniciativa política en todo momento, consiguió generalizar en la sociedad la percepción de que su vía era la menos traumática para un cambio pacífico, imponiendo la renuncia a contenidos esenciales de la exigencia de la oposición de ruptura democrática con el pasado franquista, como la formación de un gobierno provisional, el cuestionamiento de la monarquía, una amnistía inmediata y sin condiciones para todo tipo de delitos de intencionalidad política, la depuración del aparato policial o el derecho de autodeterminación.
La victoria del reformismo supuso una derrota en toda regla de las posiciones más consecuentemente democráticas. La ausencia de un período auténticamente constituyente dejó el terreno despejado para que el Gobierno y todo el aparato del Estado apareciesen como gestores del proceso de cambio, creando las condiciones propicias para el triunfo electoral apenas seis meses más tarde del partido político avalado por la administración postfranquista. Esto último no lo consiguieron con la nitidez esperada, pero las consecuencias de la implantación de este modelo de transición no fueron menores. Hoy todavía son perceptibles en la baja calidad de la democracia que tenemos y lo serán durante muchos años.
Esta derrota fue mucho más derrota para unos que para otros. Porque no toda la oposición se había empleado con el mismo empeño en la llamada a la abstención. Se comportaron de forma indudablemente leal el PCE, toda la extrema izquierda y los nacionalistas vascos. Los liberales, socialdemócratas y democristianos habían concedido libertad de voto a sus partidarios. Y yo al menos no recuerdo haber visto un cartel ni una octavilla del PSOE. Al fin y al cabo a ellos no les venía mal el modelo de transición que se intuía, porque en realidad éste estaba ligado a una operación diseñada antes con el apoyo económico y mediático de la socialdemocracia alemana y el beneplácito de Estados Unidos, en la que se había impulsado el desplazamiento en Suresnes de la dirección histórica del partido a favor del grupo de González, Guerra, Solana ,Castellanos y Redondo. Esta maniobra se puso en evidencia años después con el estallido del escándalo Flick y tenía como objetivo limitar la influencia de fuerzas más combativas de la izquierda.
El 94’45% de los votos fue favorable a la reforma. El bunker quedaba reducido a su mínima expresión y comenzaba con éxito la reforma política desde las mismas instituciones del franquismo.
Euskadi es con diferencia la más abstencionista. Pero ya se constata una singularidad sociológica muy apreciada en Alava, que vota en porcentaje muy superior al de las otras dos provincias de su comunidad, y mayor también que el de Navarra.
Una porción de la abstención en Galicia habría que atribuirsela en justicia a la abstención técnica, hecho evidente por cuanto Ourense, donde se registra la menor participación, no había sido nunca la vanguardia del galleguismo ni de la conciencia social. Es notoria la influencia de la emigración en unos censos por depurar y de la mayor dispersión de lo núcleos rurales. La alta abstención registrada en Tenerife podría también obedecer en buena medida a las mismas características migratorias.
En Asturias se deja notar la influencia de una conciencia antifranquista activa desde mucho tiempo atrás. La memoria histórica no parece ser suficiente, en cambio, para reflejarse con nitidez en lugares como Aragón, que sufrió una represión impresionante, e incluso en otros en los que muy poco tiempo después, en las primeras elecciones democráticas, se impondrá la izquierda, tales como Andalucía o el País Valenciano, último reducto de la República en su retirada. En Madrid, tampoco el resultado es digno de la importante lucha obrera y democrática que se sostuvo allí en las dos anteriores décadas, el nivel de participación es incluso ligeramente superior a la media del país.
El porcentaje relativamente alto de Cataluña es significativo. Porque es imposible dudar de la conciencia antifranquista instalada en todo momento en la sociedad catalana. Solamente el voto que tendría luego el PSUC ya se aproximaba a la dimensión de esa porción del electorado que decidió abstenerse. Fue en Girona, en la circunscripción más nacionalista actualmente, donde más se votó, lo que indica claramente hasta qué punto se condujeron la mayoría de los catalanes con su característica impronta pragmática. La abstención no encontró apoyo mayoritario ni entre la clase obrera ni entre las capas medias urbanas.
En su conjunto, aquel resultado fue un fracaso de la oposición democrática. El gobierno mantuvo la iniciativa política en todo momento, consiguió generalizar en la sociedad la percepción de que su vía era la menos traumática para un cambio pacífico, imponiendo la renuncia a contenidos esenciales de la exigencia de la oposición de ruptura democrática con el pasado franquista, como la formación de un gobierno provisional, el cuestionamiento de la monarquía, una amnistía inmediata y sin condiciones para todo tipo de delitos de intencionalidad política, la depuración del aparato policial o el derecho de autodeterminación.
La victoria del reformismo supuso una derrota en toda regla de las posiciones más consecuentemente democráticas. La ausencia de un período auténticamente constituyente dejó el terreno despejado para que el Gobierno y todo el aparato del Estado apareciesen como gestores del proceso de cambio, creando las condiciones propicias para el triunfo electoral apenas seis meses más tarde del partido político avalado por la administración postfranquista. Esto último no lo consiguieron con la nitidez esperada, pero las consecuencias de la implantación de este modelo de transición no fueron menores. Hoy todavía son perceptibles en la baja calidad de la democracia que tenemos y lo serán durante muchos años.
Esta derrota fue mucho más derrota para unos que para otros. Porque no toda la oposición se había empleado con el mismo empeño en la llamada a la abstención. Se comportaron de forma indudablemente leal el PCE, toda la extrema izquierda y los nacionalistas vascos. Los liberales, socialdemócratas y democristianos habían concedido libertad de voto a sus partidarios. Y yo al menos no recuerdo haber visto un cartel ni una octavilla del PSOE. Al fin y al cabo a ellos no les venía mal el modelo de transición que se intuía, porque en realidad éste estaba ligado a una operación diseñada antes con el apoyo económico y mediático de la socialdemocracia alemana y el beneplácito de Estados Unidos, en la que se había impulsado el desplazamiento en Suresnes de la dirección histórica del partido a favor del grupo de González, Guerra, Solana ,Castellanos y Redondo. Esta maniobra se puso en evidencia años después con el estallido del escándalo Flick y tenía como objetivo limitar la influencia de fuerzas más combativas de la izquierda.
Continuaremos mañana con Navarra.
Praxku
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