miércoles, 11 de noviembre de 2009

LA MUERTE DE NAGORE TENÍA UN PRECIO

La justicia parece que también. Quienes somos de la quinta del 65, quizás recordemos que es quinta nuestra la película que, bajo el título de «La muerte tenía un precio», supuso un hito en el género cinematográfico del western. Pero precisamente por ser quinta nuestra tiene hoy nada más y nada menos que 44 años, toda una vida si de lo que se trata es de evaluar la evolución en el sentir general de las personas, quizás producto de una mejora paulatina del nivel cultural de la sociedad, de la condena social a cualquier género de violencia, y con más razón por los fuertes frente a los débiles, por los que dominan la situación contra los que lejos de dominarla están sometidos a ella, por quienes en definitiva usan y abusan sin límite, y a sabiendas de ello, de su pretendida superioridad.

Toda una vida, pero que en ocasiones parece no haber servido de nada cuando la cruda realidad nos viene a recordar que no es sólo la muerte la que tenía y tiene un precio, la justicia también.
Anteayer, con estupor, escuchábamos y leíamos en las noticieros que el fiscal del caso había rebajado su petición de condena al autor confeso de la muerte de Nagore Laffage por el solo hecho de haber contribuido dinerariamente -decía- a reparar el daño o los efectos de su crimen. Así es, en efecto, para el fiscal del caso la justicia tiene un precio. La justicia tiene un precio que, con una cantidad mayor o menor de dinero, sirve a su vez para disminuir el precio a pagar por una muerte.

Nos parece tan inaceptable como singularmente injusto. Y tan injusto como ciertamente imperdonable viniendo de quien por ministerio de la ley está obligado (quiera o no quiera, y le guste más o menos) no sólo a perseguir los delitos y a proteger a las víctimas, sino a hacer una cosa y otra desde el más absoluto respeto no sólo a la letra y al espíritu de la ley, sino también al sentido común de las personas.

Alguien consigna 126.853 euros en favor de la familia de la persona a la que ha matado, y lo hace casi dieciséis meses después de cometer el crimen, justo antes de comenzar su juicio, y para el fiscal es motivo de atenuación (para disminuir en un 12,5% su duración temporal) de la condena penal de 20 años de prisión que, por asesinato, consideraba hasta entonces procedente.

Así, quien tiene dinero, o al menos la facultad de conseguirlo, tiene un mejor trato del derecho penal interpretado y aplicado por el fiscal que quien no lo tiene. ¡Toda una lección para que quienes no crean ni en la justicia ni en la igualdad de todos ante la ley, tengan un motivo más, y ciertamente de peso, para reafirmarse en su incredulidad!

Pero, con todo, no estamos hablando solo de una más que condenable discriminación positiva en favor de los ricos y pudientes y en contra de los más desfavorecidos social y económicamente.
Quizás por encima de eso, muy por encima de eso, estamos hablando de una soberana injusticia. Primero, porque se utiliza como atenuante de un crimen infame como pocos lo que lisa y llanamente está previsto por la ley como consecuencia en todo caso de la responsabilidad y condena penal, en cuanto, habrá que recordar al fiscal, todo responsable penalmente de un delito lo es también de la obligación de reparar los daños y perjuicios por él causados como consecuencia del delito cometido, lo que comprende no sólo la restitución (si hubiera alguna cosa que restituir, aunque aquí la vida de Nagore es imposible hacerlo), sino también la reparación del daño (aquí imposible, porque acabar con una vida no tiene reparación posible) y, por último, también la indemnización de los perjuicios materiales y morales.

La cantidad de 126.853 euros depositados por el criminal en favor de los familiares de su víctima sólo encaja y puede encajar en este último concepto, el de la indemnización económica de los perjuicios materiales y morales causados, no a la víctima, que ya está muerta como consecuencia del delito, sino a sus familiares y/o herederos.

Pero es que hay más, la circunstancia atenuante de la responsabilidad penal consistente en «haber procedido el culpable a reparar el daño ocasionado» viene referido directamente «a la víctima», equiparándose aquella «reparación» a la «disminución de sus efectos». El sentido común obliga a preguntarse inmediatamente: ¿A la víctima de un delito con resultado de muerte, puede repararse el daño causado (la propia muerte), o disminuirse sus efectos, con una cantidad de dinero? La respuesta parece evidente, aunque a la vista está que el fiscal no participa de tal evidencia.

Con todo, de nuevo, tampoco estamos hablando sólo de una soberana injusticia porque se convierta en causa atenuante (recordamos, para disminuir la responsabilidad penal) haber anticipado el criminal lo que en todo caso le vendría impuesto y aparejado a su condena penal. Porque no ha de olvidarse que la condena penal, sea la que sea, estaba cantada antes del juicio (y con mayor razón después de su desarrollo), ya que no en vano se trataba como se trata de un autor confeso de una muerte violenta, para quien ni siquiera su propio defensor considera defendible solicitar su absolución (por no ser el autor de la muerte, o en otro caso por concurrir circunstancias eximentes de la responsabilidad criminal).

Más grave todavía que todo eso nos parece que se fuerce la interpretación de la ley, hasta caer extramuros del sentido común de las personas, para llegar a una conclusión favorable (así lo es en todo caso una disminución de la duración de la pena privativa de libertad solicitada) a quien, en el concepto social, no sólo mató a una persona indefensa, sino que dieciséis meses después de haberlo hecho sigue ocultando a los ojos de cualquiera por qué lo hizo, cómo lo hizo, cuánto y hasta dónde hizo sufrir a su víctima, y numerosísimos detalles de lo que ocurrió, mientras mataba a su víctima, en un lugar en el que sólo estaban él y su víctima. Dicho en cristiano, el criminal está en este caso prevaliéndose de un hecho cierto: es hoy él sólo quien conoce la verdad, la única verdad de lo que realmente ocurrió, ya que la única otra persona que la conocía y la sufrió (hasta límites que siempre desconoceremos) ya no puede contarlo, precisamente porque él la mató.

Quien así mató a una persona indefensa, perfecto sabedor de todo ello, no ha dicho toda la verdad de lo que sabe, lo que sin duda es tan rechazable como haber mentido, y ello con total independencia de que le asista el derecho a guardar silencio o a no confesarse culpable.
Euros aparte, ¿puede alguien que por ley está obligado no sólo a perseguir los delitos sino también a proteger a las víctimas, considerar que quien en su exclusivo beneficio calla la verdad, sabedor de que nadie más que él conoce esa verdad, está contribuyendo a reparar el daño causado a su víctima? A buen seguro que tampoco aquí el fiscal participará de la evidencia de la respuesta.

La intervención final del fiscal nos suena tan lejana al sentido común de las personas como quizás ávida de lo que en demasiadas ocasiones se convierte la justicia, huérfana de un ejercicio quizás saludable, ya que en muchas ocasiones, para dar adecuada respuesta a este tipo de cuestiones, resulta ser muy buena práctica la de ponerse en el lugar del afectado o incluso la de evaluar los mismos hechos objeto de enjuiciamiento pero proyectados hacia uno mismo, aunque sólo sea para evitar el riesgo de pensar distinto si el afectado soy yo o lo es otra persona.

La justicia no es igual para todos. Lo sabíamos, pero cuando se pone precio a dos años y medio de cárcel, para rebajar la petición de pena privativa de libertad a quien ha matado como este criminal mató a Nagore, la anterior afirmación se torna quizá más inquietante, más inaceptable, más discriminatoria, más propia de un western (no en vano el género se contextualiza en el conocido como «salvaje oeste») que de un Estado de Derecho que se precie y que, por tal, no tenga precio.

En este caso la muerte tenía y tiene un precio, aunque éste sea grotescamente menor que el sufrimiento de la víctima, que el daño irreparable causado, y que el escarnio añadido a su memoria y a su familia por quien de modo perfectamente consciente no ha dicho la verdad, o al menos no toda la verdad. Si el autor confeso del crimen tiene derecho a ello, el fiscal del caso tiene en idéntica medida la obligación de sacar de ello las oportunas conclusiones, para no pedir en favor de quien calla medida atenuante o paliativa alguna de la pena que le corresponde, y menos la que aquí ha solicitado.

Esta y ninguna otra sería una justicia igual para todos, una justicia sin precio, una justicia sin precio y sin prebendas que es la que exige este caso y, muy por encima de todo, la memoria de la víctima, y el sufrimiento que, para matarla en definitiva, le fue causado.
María José y José Luis Beaumont Aristu, abogados
GARA

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