A las ocho de la noche los mineros terminan su jornada. Entonces empieza el turno de Abigaíl Canaviri Canaviri, de 14 años. La chica se calza el casco, la lámpara, las botas de goma, se mete por una bocamina angosta y medio inundada, y camina mil quinientos metros por las entrañas del Cerro Rico de Potosí, hasta alcanzar el fondo de la galería.
Allí, en ese pozo asfixiante, le esperan las rocas arrancadas por los mineros durante el día. Abigaíl, casi siempre sola, a veces con su madre viuda, amontona las rocas en una vagoneta que luego debe empujar por los raíles hasta el exterior, con una carga cercana a los cuatrocientos kilos (sólo la vagoneta pesa cien).
Abigaíl necesita dos horas para entrar hasta el fondo de la galería y sacar una vagoneta cargada. Repite la operación hasta siete u ocho veces durante la noche. Comienza a las ocho de la noche y no suele terminar la tarea hasta las diez o las once de la mañana.
Por ese trabajo de catorce horas le pagaban 20 pesos diarios (2 euros). Pero desde hace un año, Abigaíl trabaja gratis. No le pagan una sola moneda: sus minúsculas ganancias se las restan a la monstruosa y absurda deuda de 21.000 dólares que le cargaron a su madre viuda.
El padre de Abigaíl murió cuando ella tenía 8 años, ahogado por la silicosis como tantos y tantos mineros. Y como tantas viudas de mineros, doña Margarita, la madre de Abigaíl, se instaló con sus cuatro hijos en una miserable caseta de adobe perforada por docenas de goteras y rendijas, situada en la misma bocamina, a 4.300 metros de altitud, en una ladera azotada por vientos helados, y allí empezó a trabajar de guarda: custodiaba las herramientas y la maquinaria de los mineros a cambio de 300 pesos mensuales. También completaba el sueldo martilleando las rocas para extraer unos gramitos de mineral.
Las guardas deben cumplir una condición terrible: se hacen absolutamente responsables del material guardado en su propia casa, apenas cerrada por unas planchas de hierro que no encajan en el quicio.
Y un domingo de diciembre del 2008, cuando doña Margarita y Abigaíl regresaron a casa tras caminar una hora en busca de agua potable, vieron que alguien había arrancado la puerta. Y que les habían robado tres máquinas de la cooperativa minera valoradas en 7.000 dólares cada una.
Desde entonces, doña Margarita y Abigaíl trabajan gratis para la cooperativa, porque deben satisfacer esa deuda de 21.000 dólares. La organización Cepromin les ayudó a pagar una de las máquinas y ahora la familia debe 14.000 dólares. Podéis hacer las cuentas: Abigaíl gana unos 45 dólares mensuales por su trabajo nocturno en la mina, su madre recibe unos 20 dólares mensuales por su labor de guarda, y cada dos o tres meses entre ambas reúnen una vagoneta cargada de minerales escarbados entre los desmontes, por los que reciben unos 35 dólares. No reciben ni una sola moneda: esas minúsculas cantidades se van restando de la deuda, que les esclavizará durante décadas si nadie hace nada.
Para sobrevivir, Abigaíl escamotea algunos pedazos de mineral sin que se enteren los mineros y los vende en la ciudad de Potosí a cambio de unos pesitos. Y come en el centro para niños de la organización Cepromin, donde le dan desayunos, almuerzos y apoyo escolar.
Porque Abigaíl aun saca tiempo para ir al colegio y hasta para participar en las asambleas de adolescentes trabajadores que se organizan por su cuenta para reclamar sus derechos.
Cuando sale de la mina a las diez de la mañana, tras catorce horas de trabajo subterráneo, Abigaíl no vuelve a su casa sino que camina hasta una escuelita cercana. A menudo se duerme en clase, pero se empeña en no faltar porque quiere completar los cuatro años que le quedan del bachilerato. Los estudios, dice Abigaíl, son la única manera para conseguir otro oficio y sacar de la mina a su madrecita viuda (tiene muchos dolores de espalda) y a sus hermanitos. Después le gustaría estudiar Medicina, para curar a los niños pobres y darles medicamentos sin cobrarles.
Abigaíl sigue entrando todas las noches a la galería, ella solita, con temor a la silicosis, a los dolores de espalda y a los derrumbes de estos túneles tan precarios y sin ningún mantenimiento. El Cerro Rico de Potosí, excavado durante quinientos años, sufre derrumbes cada vez más grandes y más frecuentes. La famosa montaña de la plata se está viniendo abajo. Abigaíl teme a los derrumbes y también a los ladrones y a los mineros borrachos que entran a las casetas a violar a las guardas y a sus hijas: dos amigas suyas, de 13 y 14 años, acaban de dar a luz tras ser violadas. Pero el mayor miedo de Abigaíl es el hambre: hace unos días murió un bebé por desnutrición en otra caseta de adobe del Cerro Rico, y ella está dispuesta a seguir trabajando y estudiando para que no le ocurra lo mismo a su hermanito.
Ander Izagirre, en gentedigital.es
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