Pues ya está: el ministro Wert ya tiene su ley de educación. O casi, a falta de trámites más o menos burocráticos que se cumplirán de forma inflexible, por lo que parece. Otros se conforman con unos zapatos nuevos, con un viaje a la playa o con un bollo suizo. Un ministro, sobre todo si es tan incapaz, tiene que aspirar a algo más: ¿qué mejor que echarse una ley al cogote?
No merece la pena diseccionar aquí lo discutido en el Congreso. Otros lo están haciendo, o lo harán. Pero sí me interesa subrayar algunos puntos mínimos que el diseño de un proyecto de ley sobre educación debería respetar. Mucho más en un país en el que los políticos fabrican leyes de educación como si fueran churros. Estamos ante un tema sensible, no solo porque afecta de forma transversal a generaciones enteras, sino porque de su aplicación van a depender muchas cosas en el futuro de este país. Una cosa que deberíamos aprender ya de entrada es que las leyes de educación no se hacen en los despachos. O, mejor, no se hacen solo en los despachos. Ese es el último paso de un proceso que tiene que iniciarse de otro modo. Una ley de educación tampoco se hace pensando que a mí no me gana nadie en esto. Hay que ver un poco lo que sucede fuera, hay que ver lo que ocurre con los países que tienen los sistemas de más éxito y ver lo que podemos aprender. Cada cierto tiempo se publican distintas evaluaciones que conviene mirar. Estoy seguro de que los especialistas del ministerio, si es que existen, miran esas listas, y se preocupan porque España aparece de forma sistemática en puestos alejados. Y como ven eso, se dicen a sí mismos que hay que mejorar el tema. ¿Cómo? Naturalmente, haciendo una nueva ley. En una país acostumbrado hasta el aburrimiento en regularlo todo con decretos y normas, la única forma de hacer algo en serio es, por supuesto, diseñando una nueva ley.
El tema es que antes de pensar en leyes, una vez constatado que no mejoramos, habría que pasar unas cuantas horas, incluso semanas o meses, estudiando un poco qué es lo que hacen los países que están a la cabeza, si queremos alcanzarlos. Igual no hacen leyes, o igual sí que hacen leyes, pero desde luego hacen otras muchas cosas que aquí no se hacen, ni las va a hacer esta ley, que no va a solucionar nada. Pero contribuirá, no tengo dudas, a que España siga en parecidas posiciones dentro de unos años, cuando ya Wert no esté en el ministerio, y quien ocupe su lugar se esté preguntando de nuevo cómo puede mejorar esto de la educación y se responderá que diseñando una nueva ley. La historia y la histeria se repetirán.
No se puede elaborar una buena ley de educación si no se parte del respeto y de una profunda confianza en el sistema educativo, en particular en todo el profesorado. No se puede diseñar una buena ley si no se admite de entrada que los resultados se verán en el largo plazo, desde luego no antes de diez años. Y no se puede diseñar una buena ley si no se cuenta con los actores principales que la van a aplicar, con los profesores, como protagonistas principales. Solo así se generará esa confianza imprescindible y acabará el profesorado mucho más valorado por la sociedad. Por supuesto, hay otros muchos supuestos previos que hay que tener en cuenta: la aceptación, por ejemplo, de que estamos en un estado democrático y aconfesional, y que eso tiene algunas consecuencias que se deberían asumir con la misma tranquilidad con la que hay que admitir que la mayoría de la población ni va a misa ni se casa por la Iglesia.
Desde luego, esta ley está destinada al fracaso, porque no ha tenido en cuenta ninguno de esos presupuestos centrales: ni se ha confiado en el sistema, ni se ha pensado en el largo plazo (de hecho, se intentará su cambio a la mínima oportunidad), ni se ha contado con el profesorado, que es quien tiene que tiene que llevar al final a la práctica diaria todas las disposiciones, y apechugar con las consecuencias. Pero Wert tiene su ley, como otros tienen un bollicao.
Finlandia es el país que destaca desde hace unos años en las primeras posiciones de todas las clasificaciones. Ha sido capaz de poner en marcha una educación modélica que genera magníficos resultados. Pasi Sahlberg, uno de los diseñadores del sistema, contó muy bien hace un par de años esa experiencia en un libro titulado ‘Finnish Lessons’, premiado con el Grawemeyer Award este mismo año. Allí se puso en marcha un modelo casi exactamente asimétrico al que ha aprobado el Congreso español. Pasi Sahlberg no tiene su ley, y no sé si tiene su bollicao, pero tiene algo mucho mejor: unos estudiantes que asisten a gusto a clase, unos profesores completamente comprometidos con la marcha de sus centros, bien preparados, bien pagados y bien valorados, y una sociedad satisfecha con lo que ha conseguido. Algo que muy difícilmente va a suceder aquí. De modo que esa imagen del diputado de Amaiur Xabier Mikel Rekondo, con los brazos en cruz, es un buen reflejo de lo que aquí está sucediendo. Con lo cómodo y barato que sería para todos que el ministro se conformase con un par de zapatos nuevos.
Pello Salaburu, en Grupo Correo
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