El viernes por la tarde,
solemnemente, el primer
ministro de Italia, Enrico Letta, anunciaba que todos los fallecidos en el naufragio de Lampedusa—por ahora 58
hombres, 49 mujeres y cuatro niños— recibirán la nacionalidad italiana. Justo a
la misma hora —y no es un recurso periodístico—, la fiscalía de Agrigento
(Sicilia) acusaba a los 114 adultos rescatados de un delito de inmigración
clandestina, que puede ser castigado con una multa de hasta 5.000 euros y la
expulsión del país. Los muertos, sin embargo, podrán quedarse. Ante la
imposibilidad de ser identificados, se les ha adjudicado un ataúd, un número y
un trozo de tierra en cementerios de Sicilia para que descansen, ahora sí, con
la nacionalidad europea que se jugaron la vida por conseguir.
El Ayuntamiento de Roma,
en un gesto que seguramente le honra, organizó una vela nocturna por los
difuntos y anunció que dará cobijo a los 155 supervivientes del naufragio. El
resto, los más de mil que llegaron un día antes, tendrán que seguir hacinados en
los inmundos barracones del centro de acogida de Lampedusa, situado —muy
convenientemente— en el extremo de la isla opuesto a donde los turistas
disfrutan del último sol del verano. La diferencia entre unos y otros es solo
de número. Unos forman parte de una noticia de impacto mundial y los otros son
solo protagonistas de su propia tragedia. La delgada línea entre Roma y el
olvido.
El vicepresidente del Gobierno y ministro de Interior,
Angelino Alfano, hasta hace solo unos días delfín de Silvio
Berlusconi y ahora su supuesto verdugo político, pidió —también el viernes— el
premio Nobel de la Paz para Lampedusa, pero sus habitantes, que conocen a
Alfano y a su afligido jefe porque sus Gobiernos aprobaron la ley que
criminaliza el auxilio a los náufragos, tienen una idea más práctica. La
expresaron por las calles de la isla durante una manifestación de dolor y rabia
precedida por una cruz construida con los restos de un naufragio: “Los próximos
muertos —porque habrá más muertos y lo sabéis todos— os los llevaremos a las
puertas del Parlamento. Nosotros a los inmigrantes queremos acogerlos vivos, no
muertos”, corearon.
Cuando sucedía todo lo
anterior, viernes por la tarde, ya habían transcurrido 36 horas desde que un
barco con más de 500 fugitivos de Eritrea y Somalia, muchos de ellos menores de
edad, se incendiara y se hundiera a solo media milla de la isla de Lampedusa,
famosa en toda Europa —y tal vez en todo el mundo después de la visita del papa
Francisco el pasado julio— por ser el destino de miles de inmigrantes. Y aun
siendo así, los políticos italianos —desde el presidente de la República para
abajo— seguían haciendo declaraciones como si se encontraran ante una
sorprendente catástrofe natural. Un ciclón o un terremoto tremendo que, de
improviso, hubiese puesto al descubierto la deficiente construcción de los
edificios o el mal entrenamiento del plan de emergencias. Pero no. Cada día,
desde que la primavera trae el buen tiempo hasta que el otoño se lo lleva, la
isla de Lampedusa, varada en el Mediterráneo a 205 kilómetros de
las costas de Sicilia y a 113 de África, es puerto de refugio o muerte de
centenares de miles de inmigrantes. Las cifras —siempre aproximadas— indican
que, en las últimas dos décadas, más de 8.000 personas han muerto frente a
Lampedusa. La alcaldesa, Giusi Nicolini, llegó a escribir una carta desesperada
a la Unión Europea —”¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”— y el
papa Jorge Mario Bergoglio atrajo la atención sobre la isla al
advertir de que “la globalización de la indiferencia” se hace allí carne y sufrimiento.
Por eso, suena del todo
incomprensible que las autoridades italianas —la Guardia Costera, la Guardia de
Finanzas, la Capitanía del puerto de Lampedusa— tardaran más de dos horas en
enterarse de que un barco que albergaba a más de 500 personas estaba ardiendo y
hundiéndose a solo media milla de la isla. Y que solo reaccionaran tras ser
alertados por algunos pesqueros —otros tres, según los náufragos, pasaron de
largo— y que, todavía entonces, pasara mucho tiempo hasta que se decidieron a
ayudar.
La denuncia de Vito
Fiorino, dueño de una de las embarcaciones que primero se acercó a la zona de
la catástrofe, es tremenda: “Eran las 06.30 o las 06.40 cuando di la orden de
llamar a la guardia costera, pero no llegaron hasta las 07.40. Nosotros ya
habíamos subido a bordo a 47 náufragos, pero ellos lo hacían muy lentamente,
podían haber ido más deprisa. Cuando volvíamos a puerto cargados de náufragos
hemos visto la patrullera de la Guardia de Finanza que salía como si fuese de
paseo. Si hubieran querido salvar a la gente, habrían salido con barcas
pequeñas y rápidas. La gente se moría en el agua mientras ellos se hacían
fotografías y vídeos. Cuando mi barco estaba lleno de inmigrantes y les pedimos
a los agentes que los subieran a la patrullera, nos decían que no era posible,
que tenían que respetar el protocolo. También me querían impedir ir al puerto
con los náufragos. Si ahora quieren detenerme por haber salvado a náufragos,
que lo hagan, no veo la hora…”, dijo a la prensa en el puerto de Lampedusa.
El problema es que sí,
que podrían detenerlo. La legislación italiana contempla desde 2002 —gracias a
la presión xenófoba de la Liga Norte en los Gobiernos de Silvio Berlusconi— el
delito de complicidad con la inmigración ilegal para quien introduzca en el
país a inmigrantes sin permiso de entrada, incluyendo a quienes ayuden a los
barcos en los que viajan. De ahí que sea difícilmente compatible la sorpresa y
aun la consternación político-institucional por la tragedia con el
mantenimiento —durante el año de Gobierno de Mario Monti y los cinco meses de
Enrico Letta— de una ley que, como finalmente admitió ayer el ministro de
Administraciones Públicas, “alimenta un circuito de xenofobia y racismo que no
hace honor a Italia”.
Un país al que fue muy
caro llegar. Algunos de los supervivientes han contado que, tras atravesar el
desierto y sobrevivir en Libia, tuvieron que pagar 500 dólares por un viaje en
barco que incluía una botella de cinco litros de agua para compartir entre
tres. Viajaron durante tres días, desde el puerto libio de Misrata. El patrón
del barco, un traficante que ya había sido detenido años atrás y que se hacía
llamar “doctor”, los amontonaba en función del precio que habían pagado. Los
más pobres, en las bodegas, donde todavía siguen, suspendidas las tareas de
rescate por el mal tiempo. El fuego, coinciden todos, se originó al encender
unas mantas para hacerse ver desde tierra. Pero, como ahora se pregunta Italia
avergonzada, o nos lo vieron o no los quisieron ver.
De Lampedusa zarpa una
procesión de ataúdes sellados, algunos blancos, sin nombre, numerados del uno
al 111: “Muerto número 54, mujer, probablemente 20 años. Muerto número 11,
hombre, probablemente tres años...”.
Pablo Ordaz, en El País
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