El investigador Fernando Maiora acaba de sacar uno de sus libros en los que, periódicamente, revela novedosos datos que esconden antiguos documentos notariales y que, en esta ocasión, lleva por título “Valdorba, nombres de casas”.
En el formato autoeditado habitual, el artajonés no solo bucea en legajos que hablan de heráldica y moradas enclavadas en las cuatro cendeas en las que históricamente se dividió el territorio, sino que además, en un prólogo rico, descubre costumbres y modos de vida que retratan una organización propia que el tiempo ha desdibujado.
A parte del meritorio trabajo de censo de casas hecho pueblo a pueblo y, a veces, ilustrado con fotos antiguas, el escritor abre en las primeras páginas un cofre lleno de diamantes en bruto en el que informa, con ejemplos, sobre contratos matrimoniales, cómo se testaba a favor del primogénito o que obligaciones tenía éste en el mantenimiento de sus hermanos.
Eran costumbres que quedaron recogidas en los papeles de las notarias y que rememoran antiguos fueros del Reyno, como cuando se distinguía entre residentes en el pueblo o foráneos y cómo de adquiría la vecindad al comprar una casa. “Si se le aceptaba como tal, solía aportar a veces una cantidad económica señalada y siempre una invitación a una comida general para los del lugar”, tal y como recoge Maiora en el caso de Beltrán de Oses, uno de los muchos bajonavarros que se asentaron en la Valdorba, en concreto en 1676 en Sansoain.
El prólogo también ilustra el funcionamiento del auzalan o prestación de trabajo vecinal al que estaba obligado un miembro de cada casa, excluidos los foráneos, o las reuniones del batzarre, asamblea local a la que tenían que acudir todos los cabezas de familia con morada en propiedad.
Maiora también escribe cómo los valdorbeses eran reacios al cupo militar obligatorio. La deserción era tan habitual que los pueblos quedaban “vacíos de jóvenes en edad militar” y para evitarlo en 1808 se asociaron en mancomunidad para librar al mayor número de mozos.
El centro político de la comarca estaba en la ermita del Santo Cristo de Catalain, en jurisdicción de Garinoain, y era allí donde se dirimían los asuntos comunes. Como acostumbra en otros libros, Maiora también se adentra en la toponimia desaparecida, mayoritaria en euskera, y el nombre de poblaciones ya extinguidas en un valle que en el siglo XVI cobijaba unas 1.700 personas.
Por lo demás, Aierrarena, Beltxarena, Dendarena, Godarazena, Iriartekoa, Rekalderena, Luisenekoa, Ansorena o Garziarena son solo algunos nombres del abultado índice de casas que, localidad a localidad, recoge el trabajo ingente de Fernando Maiora.
Librería El Kiosko
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