martes, 15 de octubre de 2013

A VUELTAS CON LA TRANSICIÓN POLÍTICA Y EL "FELIPISMO"

El interés renovado y cada vez más crítico, al menos entre una parte de las nuevas generaciones, por la mitificada Transición política española está sirviendo también para que quienes la vivimos entonces podamos recordar lo ocurrido en aquellos años con una perspectiva histórica que en aquel momento no podíamos tener.
Así ocurre, por ejemplo, con el debate que hubo en 1979 dentro del PSOE en torno al abandono o no de la referencia al marxismo incluida en su Congreso de 1976 en su autodefinición como “partido de clase y, por lo tanto, de masas, marxista y democrático”. La publicación reciente de un libro colectivo /1 en homenaje a quien fue uno de los principales dirigentes de ese partido en esos tiempos convulsos, Luis Gómez Llorente, fallecido el 5 de octubre del año pasado, ofrece una oportunidad para rememorarlo.
Remontándonos a aquellos momentos, para quienes nos situábamos en la izquierda radical no parecía tener mucho sentido que el PSOE –al que considerábamos, a pesar de su retórica socialista e incluso autogestionaria, parte de una socialdemocracia que hacía largo tiempo que había abandonado el marxismo– entrara en una polarización interna tan extrema en torno a la renuncia formal a esa referencia en sus documentos oficiales. Sin embargo, teniendo en cuenta los pasos que se estaban dando en la conformación del triple consenso en torno al pasado (amnesia sobre el genocidio franquista con la Ley de Amnistía), el presente (las reglas procedimentales que impidieran un proceso constituyente) y el futuro (Pactos de la Moncloa, Constitución del 78 y progresiva integración en “Europa”), que presidían las negociaciones entre élites, no había que subestimar la relevancia que en el plano simbólico tenía esa “batalla”, como ya había ocurrido con Santiago Carrillo un año antes en torno al “leninismo” /2. Porque, en efecto, era evidente que con esa propuesta los dirigentes del PSOE querían mostrar su voluntad de eliminar cualquier “prejuicio” del bloque de poder dominante ante las expectativas que se abrían de que pudieran llegar al gobierno reemplazando a una UCD que empezaba a sufrir sus primeras grietas internas.
Ésa fue la función que tuvo la discusión en torno al marxismo que polarizó el XXVIII Congreso del PSOE en mayo de 1979, con la derrota de la propuesta de abandono de ese término por un 61,07 % de delegados y delegadas y la consiguiente dimisión de Felipe González. La crisis interna que se abrió entonces y las presiones que sufrió la oposición encabezada por Francisco Bustelo, Pablo Castellanos y Luis Gómez Llorente, entre otros, fueron enormes hasta el punto de llegar éstos a aceptar el chantaje felipista y renunciar a presentar su candidatura a dirigir el partido. En esa labor descalificadora jugaría un papel destacado la línea editorial de un periódico ya clave en esos momentos, El País –incluido un Peridis arrojando al agujero a quienes cuestionaban a Felipe González–, impacientes por convertirlo en el líder carismático que la culminación de la Transición exigía.
Por eso y para reconducir la situación, en septiembre del mismo año se convocaba un Congreso Extraordinario en el que, pese a que se mantenían concesiones verbales a la oposición, ya minorizada gracias al nuevo sistema de votación por delegaciones territoriales, era reelegido como Secretario General Felipe González y se ratificaba su vocación de encabezar el que iba a ser el partido de la “modernización” de la sociedad española. Se despejaba así, por fin, el camino hacia su configuración como el principal partido del régimen frente a una UCD que entraría en descomposición en los años siguientes y una Alianza Popular minoritaria y más condicionada que aquélla por sus orígenes franquistas.
Ésa era la tarea que pretendía asumir el “felipismo”: presentarse como el único partido capaz de legitimar el nuevo régimen ante los y las de abajo y convertirse en fiel gestor de los intereses del capitalismo español en su proceso de integración en “Europa” y…en la OTAN. Tampoco tuvo reparo Felipe González en aceptar la definición como “joven nacionalista español” que le hizo un periódico estadounidense, mostrando con ello su voluntad de cerrar cualquier futura oportunidad a un cuestionamiento de lo que en aquel entonces era el flanco más débil del triple consenso que se estaba alcanzando durante la Transición: el rechazo de la Constitución por un sector mayoritario del pueblo vasco y el déficit de un nacionalismo español incapaz de romper con el legado franquista, incluida la monarquía, sus lugares de memoria y su simbología, a su vez estrechamente asociados con el mantenimiento de los privilegios de la Iglesia católica.
Luis Gómez Llorente, aun habiendo participado en el consenso constitucional, pronto vio lo que suponía el Bad Godesberg que Felipe González y Alfonso Guerra quisieron formalizar en su partido tras las elecciones generales de marzo y las municipales de abril de 1979, las cuales por cierto dieron lugar a gobiernos de “unidad de la izquierda” en muchas capitales. El “clan de Suresnes” buscaba con ello presentarse como “alternativa de gobierno” tratando de tranquilizar a los “poderes fácticos” y de convertirse en un partido “atrápalo-todo” a escala estatal. Un proyecto que acabarían consumando en octubre de 1982 en detrimento tanto de UCD como del PCE. Sólo les quedaría luego la “última batalla de la Transición”, la del referéndum de la OTAN en marzo de 1986, ganada finalmente con una victoria muy ajustada, recurriendo a las técnicas manipulatorias televisivas –con el chantaje, esa vez, de quién iba a gestionar el No– y a una financiación ilegal que, como suele ocurrir, se descubriría años después. Por cierto que todavía hoy escuchamos a Felipe González, pese a haber ganado finalmente el referéndum, decir que se arrepiente de haberlo convocado por la sensación de inestabilidad que creó y el precedente que podía sentar a escala internacional.
Frente a ese proyecto, Gómez Llorente, único miembro de la Ejecutiva saliente que se opuso al abandono del “marxismo”, declaraba en septiembre de 1979: “No se trata de llegar al gobierno como sea y a costa de lo que sea, sino apoyado en un sindicalismo fuerte y militante, y mediante la activa identificación de la mayoría del electorado. Llegar al poder por otros atajos implica la defraudación de las esperanzas que la clase trabajadora ha puesto en el PSOE” /3. Como recuerda Manuel de la Rocha: “Para Gómez Llorente se trataba del intento de derechización del partido, de su progresiva transformación en lo que entonces se llamaba un partido radical o un partido socialdemócrata, en un partido interclasista, y de la pérdida de sus señas de identidad con el objetivo de ir acercándose a las preferencias de la mayoría, para ganar elecciones” /4. Serían esos peligros de electoralismo y de desideologización, resaltados también por Antonio G. Santesmases en el citado libro, los que se irían materializando con creces a partir de 1982, aumentados con el altísimo grado de corrupción y de práctica del terrorismo de Estado que los han ido acompañando, como el mismo Gómez Llorente llegaría a comprobar después, vinculado ya prácticamente sólo al sindicalismo ugetista y a su trabajo en la enseñanza.
Aunque a la larga lista de gente partidaria del determinismo retrospectivo no les gusta reconocer que la historia está llena de acontecimientos contingentes y de bifurcaciones, ¿podía en este caso haber transcurrido la crisis abierta en ese partido de otra manera? ¿Qué hubiera pasado si la mayoría de los delegados y delegadas del PSOE en aquel Congreso de mayo de 1979 hubieran rechazado el chantaje de Felipe González y sus amigos internacionales (europeos y estadounidenses) y mediáticos (con El País en primer plano), eligiendo una nueva dirección y optando por otro camino, el de negarse al menos al “consenso” sobre el futuro y dejar abierta la perspectiva de una transformación política y social, que sin duda habría influido a su vez en la evolución de la UGT en un sentido distinto al neocorporativismo competitivo? No lo sabemos pero quizás si lo hubieran intentado, habrían hecho más difícil la conversión del PSOE en el “partido del nuevo régimen” que, además, acabaría ayudando a la recomposición de una derecha española que, hoy como ayer, sigue siendo antidemocrática.
Por eso, cuando vemos todavía a Felipe González seguir pontificando como “hombre de Estado” alabado por la derecha mediática y presidiendo un “comité de sabios” consejeros de las elites europeas, conviene no olvidar de dónde viene ese “felipismo” del que no ha logrado nunca liberarse su partido, con uno de sus discípulos aventajados, Alfredo Pérez Rubalcaba, todavía al frente.
Jaime Pastor, en Viento Sur (15/10/2013)

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