Al estilo del mítico Umbral, el expresidente Sanz compareció ayer en elForo Ser Navarra para hablar de su libro, o más propiamente del capítulo que le trae de cabeza: la estabilidad institucional de Navarra o, lo que para él tanto monta, la de UPN en el Gobierno foral. Una lógica preocupación la del exrector regionalista, pues dejó a su heredera Barcina un partido unido y mecido por una muy confortable mayoría parlamentaria que hoy se debate entre la división -cierto que soterrada para no horadar más a este Ejecutivo deambulante- y la incertidumbre ante el evidente riesgo de cambio de ciclo en 2015.
Desde la obviedad de que no iba a volver a la primera plana para incidir en las fallas de su gestión, aunque sí concedió que en Caja Navarra se ha podido actuar de manera torpe y carente de estética con las dietas -faltó la pregunta de por qué entonces nadie ha dimitido, ya que la política debe guiarse por la presunción de decencia, no por la de inocencia-, Sanz se empleó con la claridad que siempre le caracterizó para marcar el camino a Barcina. De hecho, le puso la tarea de anunciar con urgencia que UPN concurrirá en solitario a los próximos comicios tras reprocharle el "error" de la fractura del bipartito e instarle a ella también a dejarse de "personalismos" en su no relación con el PSN y especialmente de pasteleos -"vinculación blindada", Sanz dixit- con el PP.
Pese al ascendente que en su día tuvo sobre Barcina -y sobre Roberto Jiménez, se jactaba en privado-, Miguel no es sin embargo Yolanda. Y no se trata solo de genética, como tampoco de que la una encarne el presente de UPN y el otro el pasado. Porque ya no es que a Sanz nunca se le hubiera ocurrido expulsar al PSN del Gobierno ni coaligarse al alimón con el PP para las elecciones generales -operación fallida, la entente se quedó en dos escaños-, sino que, justo en sentido contrario, el corellano largó a CDN de la Diputación y luego rompió la longeva colaboración con los populares -tras cortocircuitar la alternativa de Puras en 2007- como guiño en ambos casos al socialismo y más en concreto al regente en la madrileña sede de Ferraz.
Fruto de la escasa visión política de Barcina y del nulo espíritu crítico que le circunda -como si el contraste sincero de opiniones no fuera la máxima expresión de la lealtad-, los cantos de sirena de UPN ya no se escuchan en las procelosas aguas del PSOE, también porque Blanco, el otro muñidor del sociorregionalismo, tampoco cuenta ahora en la ecuación. Así que Barcina ha optado por parapetarse en Palacio y aferrarse al paso del tiempo para aminorar su desgaste personal y por ende de la marca. Desde la esperanza más que confianza en que se repita la historia de 1996, 2007 y 2011, la de la entrega del poder a UPN por parte del socialismo más de allí que de aquí, y consagrada a su innegable buena estrella, la que determinó que fuera reelegida al frente de la sigla gubernamental por los pelos de 38 votantes, sin olvidar que su aforamiento le exoneró de acabar imputada en la instrucción de las dádivas opacas de Can.
Esas fétidas dietas -aunque legales, según el Supremo- y su inoperante liderazgo -retratado en su soledad parlamentaria- convierten a Barcina en un lastre electoral para UPN, además de en un palmario escollo para cualquier acercamiento al PSN, cuando en su entorno más o menos próximo se atisba algún perfil menos vulnerable en las urnas, con mayor capacidad de pacto y con una vis más propiamente regionalista y, así, más creíble en la defensa del autogobierno. Definitivamente, el instinto de conservación de UPN debería llevar a la militancia a cambiar de cartel electoral, si bien no es la corajuda Barcina de las que se enfrenta a la tempestad para con la calma ceder el timón y que otro conduzca la nave a puerto. Tampoco se lo permitirían sus grumetes más devotos para no arriesgarse a que los arrojen por la borda.
Víctor Goñi, en Diario de Noticias
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