miércoles, 23 de marzo de 2011

EL ANSIA DEL GUERRERO

La historia de España se consumió al servicio imperial de los Austrias o del ansia francesa de los Borbones. Después fue la nada. La España que cabalgue con airón ahora, más allá de sus fronteras, seguirá sin cobrar peso alguno en el escenario internacional. Ni España tiene ya la más mínima densidad política para adquirir cierto relieve por el camino que han elegido ambos jefes de gobierno, ni fuerza material para aspirar a cierta preponderancia. La misión de un Estado como el español, si quiere prestar algún servicio a la colectividad universal, se concreta en la lucha tenaz por la paz, en los requerimientos éticos y en el esfuerzo por resucitar una tercera vía de «no alineados» que medie entre el gran grupo corsario occidental y los actos y políticas que revuelven la existencia de las naciones de segundo y tercer orden sumergidas en dramáticas querellas interiores. Y eso no se logra con cuatro aviones y cuatro viajes precipitados. Cuando gobernaba Suárez se ofreció a España el liderazgo de esa tercera vía en relevo de la Yugoslavia de Tito y que, si la memoria no me traiciona, hubo de asumir Cuba. España no acertó tampoco entonces a valorar positivamente una oferta que le hubiera dado un papel de verdadera importancia en la política planetaria. Como siempre, Madrid decidió rebozarse con el oropel ridículo de amistades inconsistentes en vez de vestir la toga modesta, pero sugestiva, del país decoroso que tiene algo sustancial que decir y una mano sincera que tender.

Por qué esta ansia del guerrero? En Libia, y en diversas naciones árabes, súbitamente ricas, se están debatiendo intereses muy oscuros para la ciudadanía «qualunque» y escandalosamente claros para los lobbies que apalean riqueza hacia los poderosos. El avispero ha empezado a ronronear cuando el neocapitalismo ha perdido pie en un mar contaminado por todos los dislates de la piramidalización del poder financiero. Dislates, además, inevitables porque se trata de locuras propias de una genética que ha llegado a la ancianidad insana de sus protagonistas. Ni esos poderes pueden evitar ya su corrupción ni hay nadie que logre, moralmente hablando, sacar agua clara de ese pozo del que sólo mana petróleo. Si la realidad es ésa ¿qué busca ahora el Sr. Zapatero tirando de una cuerda que va a dejarle entre las manos un cubo repleto de detritus?

Dijo el Sr. Zapatero que suspendía su viaje a León para estar atento a la política de París. Mala decisión la suya. Seguramente, si hubiera ido a León a escuchar el latido del leonés de filas, habría conseguido más sustancia para el puchero de los ciudadanos ¿Pero qué es León al lado de una sonrisa del húngaro-francés que ha decidido ponerse alzas para contemplar cómo sus aviones de combate parten para las arenas libias? Nada es el viaje a León, aunque ofrezca la maravilla de los vitrales de su catedral que pertenecen al origen de lo que podría haber sido una España ponderada. Y así, los pilotos españoles volarán con sus bombas hasta que, resuelto el reparto de la herencia libia entre los grandes de la familia occidental, regresen a su base a escuchar los dicterios que habrán merecido con su torpe aventura. Al tiempo, Sr. Zapatero, al tiempo.

Pero incluso cabe que usted ya sepa lo que va a ocurrir al final de esa aventura, pero para entonces usted reposará en el gran butacón de un despacho de conveniencia. Y España seguirá siendo la España que se bañará, como si quisiera bautizarse, en la gran quimera de la mentida frase: «¡Que gran país si hubiera gran señor!» Ni gran país ni gran señor, Sr. Zapatero. Todo es entre los españoles barroco y atormentado. Todo es fallero y estridente, hasta el mismo ninot que algunos indultan para nutrir el museo de los fracasos melancólicos.

Cuando acabe el sueño de las libertades árabes y vuelvan sus masas a pastar a la sombra del poder arrogante de sus reyes y dirigentes, vestidos de fiesta para su democracia falsificada, España figurará entre los agresores de Libia en 2011. Habrá salido Madrid trasquilado de la aventura y sin más recuerdo que su agresión incontinente. Pero ¿importa esta situación futura a los señores Aznar o Zapatero? En modo alguno. Hay en ellos una voluntad de lujo pequeño, de merienda de acampada. España estaba perfectamente dotada para espejear una política grata para las masas árabes, pero ha apostado por los reyes de Marruecos o de Arabia Saudí, por los príncipes de los emiratos, por los dirigentes republicanos sin corona. Ha hecho una mala elección de cara al futuro y ha optado por un presente árabe sin porvenir.

Porque la revolución árabe acabará produciéndose, pero será musulmana. El mundo islámico está experimentando los dolores de parto de su segunda modernidad. Esto se sabe en París o en Londres o en Washington, pero no se sabe en Madrid, cegado siempre por tener asiento en el té de las cinco. Se sabe en Alemania, que discretamente maniobra prudentemente su arboladura para zafarse del laberinto oriental, que hace tiempo que le pesa. De ahí el voto de abstención de la Sra. Merkel el día en que el comité de seguridad de la ONU decidió dejar la partida libia en manos de París. Pero esta vez el Sr. Zapatero no se alineó con Alemania porque deseaba una sonrisa y un apretón de manos junto al Sena. Una sonrisa urgente en París. Es la ocasión que ofrece el festejo, en cuyo fondo real no hay que entrar, al parecer, porque ¿para qué entrar?

El Sr. Zapatero, feriante en Washington a ratos, a ratos en Londres, a ratos en París e incluso en Alemania a ratos. Siempre de compras en la Semana de Oro. Con Francia para alzarla al liderato mediterráneo que precisa con celeridad el Sr. Sarkozy, al que le tiembla el suelo bajo los pies. Con Gran Bretaña para adoquinar la calle a Washington, que siempre marca el número telefónico de Downing Street. Con Alemania para vender con prestigio la masa obrera de los españoles a los grandes empresarios. España no es el Estado español, girado de cara a los tiempos, sino una puesta de color en la ruleta con pedal.

Pero ¿se puede hacer otra cosa en el tiempo que vivimos? Esta pregunta se la hacen muchos ciudadanos perplejos. Pues, sí; se puede. Los tiempos, pese a que los caballitos han de dar aún muchas vueltas en el ferial, abren una rendija para los aires revolucionarios. Y por esa rendija han de penetrar los gobiernos de los pequeños occidentales si de verdad quieren tener un lugar al sol que despunta. Hay que encabezar esperanzas. Y no porque con ello se compre futuro interesado y a trasmano, porque se mienta en la pretensión de apoyo a los que se alzan, sino porque los países como España tienen su lugar de pretérito en esa turbamulta que empieza a desbordarse por el este y el oeste. Al fin y al cabo España no puede tener más poder que el que comparta con las naciones emergentes. Pero miremos al Parlamento español, al Gabinete ministerial español -sea quien sea de los dos el que lo dirija-; observemos la «inteligencia» española. ¿Puede conseguirse algún fruto de esos árboles? El problema a resolver no es, por tanto, un problema institucional sino un problema de masas, de calle madura o en maduración. A España no le sobran políticos torpes o dirigentes pícaros y elementales; le sobran españoles con «ira et sine studio». Es un problema de nación, no de dirección.

Antonio Álvarez-Solís

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