El 11 de septiembre pasado –fecha más que simbólica– el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, se dirigió a la nación para anunciar su nueva estrategia militar contra el Estado Islámico (EI) que, según él, representa una “amenaza para todo Oriente Medio”. Obama precisó que las fuerzas estadounidenses atacarían al EI “esté donde esté”, incluso en Siria . Esta nueva estrategia pasa por el lanzamiento de ataques aéreos “sistemáticos” contra los yihadistas y el aumento del número de especialistas militares estadounidenses enviados a Irak para apoyar a las tropas iraquíes en cuestiones de adiestramiento militar, inteligencia y equipamiento.
Obama añadió que el ejército estadounidense no participaría en ofensivas terrestres contra el EI, y que Washington no tiene intención de luchar contra los yihadistas “a solas”. “La fuerza estadounidense –aclaró– puede marcar una diferencia decisiva, pero no podemos hacer por los iraquíes lo que ellos tienen que hacer por sí mismos, como tampoco podemos ocupar el puesto de los aliados árabes para garantizar la seguridad de su región”.
Barack Obama, que fue elegido en 2008 como crítico a la invasión de Irak de 2003 ordenada por su predecesor George W. Bush, aseguró que no estaba enviando de nuevo tropas al terreno. Y, en un ejemplo típico de denegación freudiana (die verneinung), declaró: “Como comandante en jefe, no permitiré que Estados Unidos se vea envuelto en otra guerra en Irak”. O sea, que ha comenzado la tercera guerra de Irak.
La primera, más conocida como “Guerra del Golfo” (1990-1991), fue liderada por el presidente de Estados Unidos George H. Bush a la cabeza de una coalición de treinta y cuatro países que se opusieron, bajo autorización de la ONU, a la invasión de Kuwait por las fuerzas iraquíes de Sadam Husein. Terminó con la derrota de Irak y la evacuación de Kuwait.
La segunda (2003-2010) fue desencadenada por el presidente George W. Bush (hijo del precedente) en la atmósfera de paranoia que siguió a los atentados del 11 de septiembre de 2001 y bajo el falso pretexto de que Sadam Husein poseía “armas de destrucción masiva”. La ONU no autorizó esa guerra. Las fuerzas iraquíes fueron derrotadas en pocas semanas pero nunca se consiguió la paz; Irak se sumergió en un caos de violencia del que aún no ha salido.
Como las dos precedentes, y tras casi veinticinco años de enfrentamientos, esta nueva guerra no conseguirá su objetivo. Primero porque nunca se ha ganado una guerra únicamente con bombardeos aéreos, y segundo porque, sencillamente, los objetivos de esta guerra no están nada claros.
¿De qué se trata? ¿De derrotar al Estado Islámico? Pero si aún no se ha conseguido vencer ni siquiera a Al Qaeda, del que el EI es una criatura todavía más monstruosa y más radical... ¿Se trata acaso de preservar la unidad de Irak? Pero entonces, ¿por qué empezar la ofensiva actual armando masivamente a los peshmergas kurdos que anuncian públicamente su intención de separarse y de proclamar la independencia del Kurdistán iraquí? O quizás se trate, como se pretendió en 2003, de establecer una democracia auténtica en Irak. Pero entonces, ¿por que se toleró, hasta hace muy poco, que Nuri Al Maliki, primer ministro iraquí de 2008 a 2014, condujese una política escandalosamente discriminatoria a favor de los chiíes y contra los suníes, empujando a estos a los brazos del EI?.
Por otra parte, la gran coalición constituida en torno a Estados Unidos para atacar al EI y que supera los cuarenta países aparece como demasiado heterogénea y hasta contradictoria. Uno de sus pilares, por ejemplo, Arabia Saudí es una de las peores dictaduras del mundo, con miles de presos políticos en sus mazmorras, con pena de muerte para los homosexuales, discriminaciones aberrantes contra las mujeres, con una concepción del Islam (el wahhabismo) de lo más retrógrada e integrista que existe, y sobre todo un país que ha financiado durante años al Estado Islámico antes de descubrir, como el Dr. Frankenstein, que su engendro se le había ido de las manos. O Qatar, otra espantosa dictadura, que financia a los Hermanos Musulmanes por todo el mundo islámico, y entre ellos a Hamás, la organización palestina que gobierna Gaza y que Estados Unidos y la Unión Europea han inscrito (aunque esta decisión sea discutible) en la lista oficial de las “organizaciones terroristas”. ¿No hay una contradicción en querer hacer la guerra a los terroristas del EI aliándose con países que financian abiertamente otro terrorismo islámico?
Es obvio que la decisión del presidente Obama de comenzar una nueva guerra en Oriente Próximo modifica además la estrategia global de Estados Unidos en materia de conflictos y de prioridades geopolíticas. Washington había decidido iniciar un amplio movimiento de un nuevo despliegue hacia Asia, donde se halla su contrincante principal para el siglo XXI, China, y donde está hoy (y mañana más) el centro económico del mundo. Según los grandes “tanques de pensamiento” estadounidenses, Europa ya no necesita (a pesar de la situación en el este de Ucrania) de una presencia militar importante norteamericana. Y aunque los enredos de Oriente Próximo van a seguir siendo inextricables, ya no ponen en peligro la seguridad estratégica de Estados Unidos puesto que, gracias al petróleo y al gas de esquisto descubiertos en territorio estadounidense, la dependencia de los hidrocarburos de Oriente Medio ha dejado de ser significativa.
Por eso, desde su llegada al poder, el presidente Obama prometió terminar con las guerras en Oriente Medio y retirar las tropas de Irak y de Afganistán. Ahora vemos que esto se hizo demasiado rápido, de modo chapucero, sin consolidar políticamente el terreno abandonado. Lanzándose, entre tanto, a operaciones improvisadas (el ataque contra Libia y la tentativa de derrocamiento de Bachar el Asad en 2011) que han tenido consecuencias nefastas, dispersando arsenales militares en una región ya sobrearmada y estimulando la emergencia de milicias yihadistas de nuevo tipo, más radicales aún que Al Qaeda. Así lo entiende el analista paquistaní Ahmed Rashid, autor de Pakistán ante el abismo. “Al Qaeda está un poco anticuada”, admite Rashid, “se está quedando atrás; el EI va más lejos, son más extremistas”. Más radicales porque, según el escritor, persiguen a punta de pistola limpiar su tierra de ciudadanos chiíes y borrar la frontera que separa Irak y Siria para levantar su nuevo califato. “Al Qaeda”, dice Rashid en referencia a la red que todavía comanda Ayman al Zawahiri, “cree en los Estados, quiere que permanezcan”. Yihadistas, miembros de Al Qaeda o talibanes comparten ideas, quieren su califato, el imperio de la ley islámica, pero cada uno a su manera. “Los talibanes de Afganistán, por ejemplo”, apunta, “no quieren matar a todos los chiíes como el EI”.
Esta movilización intensa de la violencia, esta nueva barbarie, este radicalismo atrae, extrañamente, a jóvenes yihadistas del mundo entero, y en particular, de los países occidentales. El ministro francés de Exteriores, Laurent Fabius, alertó de que son cincuenta y uno los países de donde proceden yihadistas para sumarse al EI. Solo de Francia ya se han trasladado más de novecientos...
Los bárbaros no pueden ganar. Eso al menos esperamos, pero no olvidemos la advertencia de Ibn Jaldún (1332-1406), inventor de la sociología y de la filosofía de la historia, cuando nos recuerda qué es la historia: el relato de imperios abatidos por el furor de los bárbaros...
Ignacio Ramonet, en Le Monde Diplomatique
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