El pasado martes, cuando el calendario católico celebra a Laura Vicuña, patrona de las víctimas de abusos, incestos y de los huérfanos, falleció María Gómez Valbuena, más conocida por «Sor María». Murió el martes, fue enterrada el miércoles y nos enteramos el jueves. La Iglesia, ya se sabe, siempre tan recogida y tan silente, poco amiga de la estridencia. En la tumba de Sor María, como epitafio descriptivo, bien pudiera figurar el de «Toda una vida dedicada a la infancia».
Nada extraño la inclinación hacia los infantes de la difunta. No en vano era miembro de la Congregación de las Hijas de la Caridad de San Vicente Paúl, orden recientemente galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia por «su excepcional tarea social y humanitaria en apoyo de los desfavorecidos, desarrollada de manera ejemplar durante casi cuatro siglos, y por su promoción, en todo el mundo de los valores de la justicia, la paz y la solidaridad». Sobre todo la tarea que desarrolló la orden ejerciendo la dirección de centros donde se recluía a jóvenes descarriadas hasta hace bien poco; el control de las galeras femeninas durante el siglo XIX y, desde la victoria militar de Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España por la gracia de Dios, la administración y el control de cárceles de mujeres.
En las prisiones, las Hijas de la Caridad, ejercieron la voluntad del Señor, salvando innumerables niños y niñas de un incierto futuro rescatándolos de los brazos de sus madres biológicas. Madres biológicas, sí, pero de una biología degenerada y pervertida por el gen marxista, como ya denunció el doctor D. Antonio Vallejo-Nájera, primer catedrático español de Psiquiatría, que apostó valientemente por tratar de salvar a los pequeños, sustrayéndolos de sus padres débiles mentales contaminados de la idiocia marxista, para entregarlos a cristianas familias. Merecido premio, para estas religiosas, el del hijo del Borbón.
Sor María es la continuadora de la ardua tarea en la etapa que llaman democrática. Hijos fruto del adulterio e hijas nacidas fuera del matrimonio fueron reconducidos hacia acomodadas familias como Dios manda, pero de estériles úteros, capaces de proporcionar un futuro en paz y concordia. Incluso facilitando, a familias con pocos recursos y bastantes hijos, una salida digna mediante la piadosa mentira de que el fruto de sus entrañas había nacido muerto. Si antaño las religiosas contaron con la inestimable ayuda de algunos doctores, María Gómez Valbuena no iba a ser menos pues siempre habrá doctores que, por unos pocos emolumentos, pongan sus conocimientos científicos en beneficio de las causas nobles, aun en cárceles y comisarías.
La humildad y el silencio caracterizan a la Iglesia católica y a su jerarquía. Nada a dicho, hasta ahora, la Conferencia Episcopal Española de Sor María y sus actividades; quizás sea el momento, en estos tiempos de pérdida de valores, de rescatarla como arquetipo a imitar. De subirla a los altares e introducirla en los nuevos libros de texto de «Valores éticos» de la Contrarreforma de Wert.
Fede de los Ríos, en GARA
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