Se cumplen este mes ochenta años de la sangrienta represión que durante el gobierno de Manuel Azaña tuvo lugar en la localidad gaditana de Casas Viejas, donde había estallado un foco revolucionario anarquista el 11 de enero de 1933. Sobre estos hechos se publicó hace unos meses una pormenorizada, rigurosa y precisa crónica, obra del periodista Tano Ramos, que recibió con todo merecimiento el Premio Comillas en su última edición. Entre sus méritos no está solo aportar una documentación que hasta ahora se desconocía -como una parte del sumario contra el capitán Manuel Rojas, procesado por asesinato-, sino ofrecer también una magnífica exposición a través de un minucioso y ameno tratamiento de las valiosas fuentes de consulta que se utilizan.
La primera versión oficial que se tuvo de lo ocurrido, y por la que Azaña negó en un principio que hubieran sido ejecutados hasta catorce anarquistas en Casas Viejas, fue que todos los revolucionarios perecieron en combate al hacer frente a la Guardia Civil y de Asalto. Sin embargo, gracias a las primeras crónicas periodísticas de Eduardo de Guzmán y Ramón J. Sender -con los que muchos años después tuve oportunidad de hablar sobre ello-, gracias al propio interés del jefe del Gobierno -que inició las pertinentes indagaciones judiciales- y a la comisión parlamentaria desplazada al efecto, pudo saberse qué pasó al día siguiente de haber sido sofocada la rebelión. Todo no acabó con la muerte de los ocho anarquistas -entre ellos una mujer- que se resistieron en la cabaña de Francisco Cruz, conocido como Seisdedos y uno de los cabecillas de la revuelta, y que fallecieron carbonizados al prender los guardias fuego a la modesta vivienda con techumbre de paja.
Al amanecer del día siguiente y cuando el pueblo ya estaba en calma, el capitán Manuel Rojas, de la Guardia de Asalto, mandó detener a los lugareños que tuvieran armas de caza en sus casas y pudieran haber intervenido en los disturbios. Doce de ellos fueros esposados y conducidos hasta la corraleta de la casa de Seisdedos, donde serían fusilados. Durante los dos juicios celebrados en la Audiencia Provincial de Cádiz en 1934 y 1935, Rojas alegó que solo se había limitado a cumplir las órdenes recibidas del Gobierno, contradiciéndose al afirmar primero que las bajas se habían producido durante la lucha -lo que sí se ceñiría a esas órdenes-, para sostener después que los guardias procedieron a la ejecución porque se sintieron amenazados en un entorno de guerrilla.
Recurrida la sentencia por la que se condenó al capitán Manuel Rojas a 21 años de cárcel, el Tribunal Supremo dictaminó finalmente, meses antes del golpe de Estado franquista, que los asesinatos cometidos en Casa Viejas no habían sido tales, sino homicidios, por lo que a Rojas, preso desde 1933, se le aplicó una pena de solo tres años de cárcel. Como ya casi la tenía cumplida, el capitán quedó en libertad con la antelación suficiente para sumarse a la rebelión militar y ejercer así de señalado represor en la provincia de Granada, tarea en la que lo acompañaron en otros lugares del país algunos de los oficiales que testificaron a su favor durante s procesamiento.
Tano Ramos hace un puntual y detallado análisis comparativo de la informaciones facilitadas por la prensa que hizo el seguimiento del caso y que por parte de los periódicos reaccionarios y anarquistas constituyó un auténtico juicio paralelo que culpabilizaba al jefe del Gobierno de lo ocurrido. Esto contribuyó al desprestigio de la República y a la derrota en las elecciones de 1933, que ganó la derecha, favorecida por la abstención promovida por los anarquistas. Para rebatir ese procesamiento mediático llevado a cabo contra Azaña utiliza el autor buena parte del sumario correspondiente a la acusación que pesaba sobre el capitán Manuel Rojas.
Por extraño que resulte, un documento tan fundamental no lo encontró el periodista en los archivos de la administración de justicia, de donde ha desaparecido, sino por medio de la hija del abogado defensor de las víctimas, Andrés López Gálvez, cuyo testimonio presencial pone punto final al libro con un último y muy emotivo capítulo. Se rememoran en el mismo las penalidades que hubo de sufrir el letrado durante la dictadura y la posibilidad de que el propio Manuel Rojas, triunfante con el nuevo régimen, hubiera pretendido matar a quien lo llevó a presidio. También se da cuenta de un encuentro entre ambos, en una cafetería de la calle de Alcalá en el Madrid de los años sesenta, que acabó según el letrado con unas frases de perdón ante la perplejidad de quienes tuvieron noticia de tal desenlace.
No fue esa precisamente la actitud del abogado defensor del capitán procesado, Eduardo Pardo Reina, que después de haber hecho comparecer a Manuel Azaña y a su ya ex ministro de Gobernación Casares Quiroja en el segundo de los jucios celebrados en Cádiz en 1935, no pudo ejercer como letrado para la ocasión por hallarse implicado en una trama terrorista que tenía por objeto asesinar precisamente al ex jefe del Gobierno en el transcurso de un mitin a celebrar en Alcázar de San Juan. Al estar procesado por este motivo, Pardo Reina, que había intervenido en la fundación de Unión Militar Española (UME) -vinculada luego al golpe del 18 de julio-, no pudo defender tampoco al general López Ochoa, que había reprimido la revolución de octubre de 1934 en Asturias con un rigor similar al de Rojas en Casas Viejas.
En el libro del periodista asturiano no falta una breve referencia a las vidas truncadas de quienes de una u otra forma no se inclinaron por la versiones falaces que se dieron durante el procesamiento de Rojas. El director general de seguridad, Arturo Menéndez, fue torturado y asesinado por los falangistas en Zaragoza en 1936. Dos de los periodistas que ofrecieron una información más objetiva de los hechos, como los redactores de La Voz y El Sol, Luis Díaz Carreño y Fernando Sánchez Monreal, fueron fusilados por los golpistas en agosto de ese mismo año en la provincia de Burgos. El niño Salvador del Río Barberán, que presenció con muy pocos años la muerte de su abuelo, murió en 1996 pensando que se encontraba en el lugar del crimen. Al guardia civil José Gutiérrez López, en cambio, que había salvado a dos de los anarquistas detenidos y también había sido el primero en testificar contando las ejecuciones, lo asesinaron los camaradas de las víctimas en el trágico verano de 1936.
En el epílogo, Tano Ramos utiliza fragmentos de los diarios de Azaña, secuestrados por Franco hasta que la hija del dictador los entregó al Gobierno tan tarde como en 1996, en los que don Manuel aporta datos elocuentes y suficientes como para demostrar su interés por esclarecer, desde que los supo, unos hechos que desconocía y sobre los que se le había mentido. Azaña, que pidió paz, piedad y perdón para el futuro de España, muere en el exilio en Montauban en 1940, asediado por el fascismo hitleriano y franquista. Ese mismo año, recuerda el autor del libro, el comandante Manuel Rojas estaba al frente de un batallón de trabajadores en un campo de concentración para presos republicanos, en la misma provincia de Cádiz donde había dejado sangrienta memoria.
“Si para España queréis, señores jurados, una era de paz, de sosiego, de concordia, como ahora se dice, de pacificación de espíritus, fijaos en vuestra conducta. Si por el contrario queréis para España que no tenga ni un minuto de quietud, que todo sea desasiego y lucha enconada, también está en vuestras manos. Dad el veredicto con todo imparcialidad.Un veredicto absolutoria es entregar un arma poderosa al enemigo”. Las prediciones del abogado liberal López Gálvez se cumplieron. Dos años después de hacerlas, el capitán Rojas se encontraba en libertad para prestar su apoyo a una nueva y masiva tarea represora en un país, en efecto, en el que todo era desosiego y lucha enconada.
Félix Población, en La Marea.
Libro de referencia: El caso Casas Viejas. Crónica de una insidia (Editorial Tusquets)
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