Hay
en Lisboa unos carteles del Partido Comunista Portugués que convocan al falso
amigo. "Pôr fim ao desastre!".
Si Portugal es aire y piedra, océano y pan, cometa y olivo, Pessoa y Saramago,
cartografía y contabilidad, aventura y desasosiego, Mariza y Mourinho, sueños
en Angola y compras en El Corte Inglés, nostalgia del 25 de Abril y paciencia
infinita, el PCP pertenece a la veta mineral del país europeo que con más
dignidad y valentía está soportando los estragos de la austeridad.
En
la plaza del Rossio, decorada con una gigantesca bola de Navidad, el pasquín de
los comunistas ofrece un contraste demasiado irónico. ¡Por fin al desastre! No.
Error. Falso amigo. Pôr, con acento circunflejo, significa poner. El partido de
Álvaro Cunhal y José Saramago pide poner fin al desastre. La corriente mineral
que estuvo a punto de tomar el control del país en verano de 1975 con el
general Costa Gomes y el coronel Vasco Gonçalves (justo dos años después del
golpe de Estado en Chile), la fuerza subterránea que sacó de quicio a Kissinger
y aceleró el desmantelamiento del último imperio colonial, ya advirtió hace
tres décadas que el ingreso de Portugal en la Comunidad Económica Europea podía
conducir al desastre.
El
PCP forma parte de los equilibrios internos de la nación portuguesa. El viejo
partido de los obreros de Lisboa y Setúbal y de los campesinos pobres del
Alentejo es una roca que siempre está ahí, entre el 10% y el 12% de los votos.
Su existencia es uno de los cinco o seis factores que ayudan a explicar por qué
Portugal no ha estallado estos dos últimos años. Es oposición frontal y a la
vez granito de la balsa de piedra. No es un partido líquido. Abajo, en el
cartel, pide una política patriótica. Viejo mundo que se resiste a morir.
En
el Largo do Calhariz, junto a la plaza Camões, el señor Luis Bordalo mantiene
la cordialidad contra viento y marea. “¿Usted
por aquí?”. Sincera amabilidad en el interior de la inmutable cortesía
portuguesa. Siempre un matiz, siempre un detalle. “Complicadas las cosas en España, ¿verdad? Y en Catalunya, también –breve
pausa–. Nosotros, ya ve, intentando salir
del atolladero; paso a paso, creo que lo lograremos. No hay que desfallecer”.
El señor Bordalo y su esposa venden periódicos y revistas y regentan la papelería
en la que hace cinco años creí descubrir los cuadernos azules de Paul Auster.
Me hospedaba en la pensión Londres –un viejo caserón con cuartos de techo alto,
baño en el pasillo, desayuno denso, ecos a medianoche del Libro del desasosiego
y unas espléndidas vistas en los pisos de arriba– y una tarde, yendo hacia el
Barrio Alto, los vi en el discreto escaparate. Unos cuadernos de tela azul con
etiqueta de libro de contabilidad. Ninguno tenía el mismo número de páginas, el
corte del papel estaba tintado de azul o rosa, y las etiquetas, pegadas a mano,
jugando con la simetría. Imperfectos. Bellos. Pensé en los cuadernos azules
portugueses que Auster menciona en la novela La noche del oráculo y el señor
Bordalo me dijo: “Creo que son estos”.
Enrique Vila-Matas, gran amigo de Auster, quizá podría certificarlo. Comenzó a
correr la voz y al cabo de unos meses, la revista de las líneas aéreas TAP les
dedicó una página. Hace cinco años. Aún no se había declarado formalmente el
estado de crisis, pero, como si presintieran el desastre que se avecinaba, los
portugueses comenzaban a rendir culto a sus productos antiguos. Se enamoraron
de los objetos anteriores a la globalización. La colonia Musgo Real, la pasta
dentífrica Couto, la crema Benamor, los jabones Flores de Belem, Madrigal,
Tamariz y Excelsior, y el perfume Realce, con el que la señorita Christine
Garnier, periodista de la alta sociedad parisina, acentuaba el amor platónico
de Oliveira Salazar. El cuaderno azul pertenecía a ese linaje. Me cuenta el
señor Bordalo: “Hace cinco años envié un
informe al fabricante con las posibilidades que ofrecía el producto y,
entretanto, decidí venderlo con una goma elástica de quita y pon. Ahora, por
fin han tomado una decisión”. Acaba de salir una versión estilizada del
cuaderno azul portugués, con papel más elegante, cinta para marcar la página y
elástico incorporado. Toma nota Paul Auster: cosas del viejo mundo que cambian
para seguir igual.
Almuerzo
con Gabriel Magalhães enla Casado Alentejo, cerca del Rossio. Un local increíble.
Patio morisco en el entresuelo y unos salones del novecientos en los que se
podría rodar la versión portuguesa de El Gatopardo. Comida alentejana y
conversación en las nubes, puesto que Magalhães, entrañable amigo, pertenece al
Portugal aéreo que ama las perspectivas, los reflejos en el espejo y las
ambigüedades. Con Gabriel, que acaba de publicar un gran libro sobre su país,
pensado para el público español Secretos de Portugal, RBA), hay que hablar
teniendo siempre una libreta a mano. Estreno el cuaderno azul estilizado y un
poco pijo.
“El país ha aguantado mucho, pero no le
sabría decir si esta paciencia será infinita. Las cuentas públicas han
mejorado; en septiembre, Portugal quizá pueda regresar a los mercados para
financiarse; las exportaciones van bien, casi no hay déficit exterior, pero veo
mucha agitación en los medios de comunicación y en las élites. El primer
ministro Passos Coelho mantiene el programa de austeridad, el presidente Cavaco
Silva está inquieto y acaba de llevar el presupuesto del 2013 al Tribunal
Constitucional; el Partido Socialista parece descabezado, pero tiene un buen
activo en la alcaldía de Lisboa (Antonio Costa). En Portugal se ha creado una
zona de opinión difícil de descifrar. Gente que aparentemente ha desconectado de
la política y del parloteo constante de los medios de comunicación, que en un
momento dado puede estallar o decantar unas próximas elecciones. Creo que esas
corrientes serán cada vez más comunes en Europa”.
El
libro de Magalhães contiene las claves de la sorprendente resistencia civil
portuguesa. Portugal, una de las formaciones estatales más antiguas de Europa,
es península y ultramar desde el siglo XIV. Desde la entronización de João I,
conquistador de Ceuta e iniciador de la era portuguesa de los descubrimientos,
un siglo antes de que Colón llegase a América. Portugal vive ahora de los
préstamos del FMI y del oxígeno de ultramar: Angola, Brasil, Mozambique, por
este orden. Y China. Capitales africanos y asiáticos que compran bienes y
servicios, a muy buen precio, en la periferia más occidental de Europa. Y una
emigración masiva de profesionales, especialistas y jóvenes licenciados. Las
cifras dan vértigo: en los últimos diez años, un millón de personas habrá
abandonado Portugal. Casi un diez por ciento de la población. Ultramar ha
contribuido a evitar el estallido, pero ha vaciado dramáticamente el país. Los
portugueses quizás hayan pagado una cuota de sufrimiento extra a cuenta de
España e Italia. En el fatídico 2010, su intervención fue un aviso general. Un
aviso a Zapatero y Berlusconi, que se resistían a aplicar las políticas de
ajuste por miedo a perder las elecciones. El aviso de que Grecia no iba a ser
el único campo de experimentación de esa austeridad a ultranza que ahora casi
todo el mundo cuestiona.
Base
náutica en tiempos de la globalización sin remos y sin cables, Portugal está
sufriendo lo indecible para mantenerse en el primer círculo dela Unión. Su dignidad
es conmovedora. Los portugueses han decidido seguir vivos como nación, llegando
a generar una nación periférica de nuevo tipo. Una nación que se mantiene en
Europa gracias a capitales, energías, apoyos y alianzas obtenidos fuera de
Europa. Entre los azulejos de la Casado Alentejo, Magalhães me concede un
último apunte: “No sé qué pasaría en
Portugal si Gran Bretaña decidiese en referéndum salir de la Unión Europea. La
tentación de un frente atlántico –Noruega, Gran Bretaña, con Escocia, y
Portugal– desgajado de la Europa germanizada podría ser muy fuerte”.
Regreso
de Lisboa con un montón de cuadernos azules (rústicos y estilizados) y alguna
idea nueva sobre las sorpresas que nos puede traer el bienio 2013-14.
Enric Juliana, en La Vanguardia
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