Hay un chiste muy viejo sobre un individuo que una noche andaba en la calle agachado buscando algo por el suelo. Otro viandante se detiene y le pregunta: "¿Qué busca?", y el otro le contesta: "Las llaves de casa". El primero dice "¿Y se le han caído por aquí?", y el otro responde: "No, se me han caído en la acera de enfrente". "¿Y entonces por qué las busca en esta?"; "Es que aquí bajo la farola hay más luz".
El chiste describe un comportamiento irracional pero que es muy habitual en los seres humanos. A menudo optamos por la solución fácil porque es más cómoda, aunque en realidad sea perfectamente inútil. Nos empeñamos en aplicar un remedio que no funciona porque no somos capaces de imaginar otro, o porque nos da pereza cambiarlo, o porque nos da miedo lo desconocido. O, en el campo de la política, porque sugerir una estrategia distinta puede ser muy impopular.
Esto sucede en particular con las prohibiciones; levantar antiguas prohibiciones genera demasiado vértigo. Prohibir es una solución fácil que nos sale casi automáticamente frente a cualquier problema. Pero a veces es tan fácil como ineficaz.
Hay dos prohibiciones típicas tan antiguas como inútiles, pero que sólo proponer su desaparición levanta reacciones airadas en contra. Me refiero a las drogas y a la prostitución, esta segunda otra vez en el candelero en los últimos días. Da mucho miedo legalizar las drogas y legalizar la prostitución porque tenemos muy asumido que ambos fenómenos son intrínsecamente perversos. Las drogas matan; la prostitución degrada y esclaviza. Y es verdad. En un mundo perfecto, no habría sitio para ellas. Pero igual de claro hay que decir que las políticas de prohibición, criminalización y represión no sólo vienen fracasando sistemáticamente sino que a menudo producen males mayores que los que pretenden atajar.
En ambos casos la existencia de actividades prohibidas pero que tienen una gran demanda provocan la aparición de amplias redes criminales que las explotan. Al dejarlas en manos de la delincuencia organizada se induce a que se cometan una infinidad de delitos añadidos: amenazas, agresiones, secuestros, asesinatos, evasión fiscal. La asociación de unas actividades criminales con otras crea un efecto de bola de nieve; una vez establecidas redes de tráfico de un producto ilegal el criterio de eficiencia empresarial lleva a que se utilicen también para otros productos.
Así, las mismas organizaciones se dedican lo mismo al narcotráfico que a las armas y explosivos, a la trata de blancas, a la de trabajadores ilegales, al blanqueo de dinero, pero también a otras actividades más o menos legales: los negocios inmobiliarios, bancarios, la exportación, el transporte, etc. Se engordan las actividades fuera de la ley y se difuminan los límites con las que se hacen dentro de ella. La potenciación del crimen organizado tiene inevitablemente sus consecuencias políticas; cuanto más fuertes son esos grupos delictivos, mayor posibilidad de que compren a los gobernantes, incluso a los votantes, o que compren a las fuerzas de seguridad, o que controlen regiones o países enteros, o que instiguen guerras y guerrillas. El intercambio de drogas por armas, y viceversa, alimenta muchas de las guerras que han alcanzado carácter crónico. Se sabe de sobra que el narcotráfico está detrás de muchos de los llamados "Estados fallidos", Estados deshechos por guerras interminables cuyas autoridades apenas logran dominar alguna parte de su territorio. Ahí están los conocidos casos de Afganistán, Sudán, Colombia. Se sabe que la guerra contra el narcotráfico está perdida, que pese a los abundantes medios puestos para combatirlo sigue creciendo en todo el mundo.
Es de sobra conocido el paradigmático ejemplo de la "Ley Seca" en Estados Unidos. Un rotundo fracaso que no hizo sino impulsar a la delincuencia organizada a la que se le entregó el comercio del alcohol, y que llevó a corregir el error en pocos años. Y no seamos hipócritas; mantenemos dentro de la ley drogas como el alcohol y el tabaco, que también sabemos que matan (y mucho más que las ilegales), pero preferimos aplicarles solamente un régimen de limitación y control. Protegemos a los menores, tratamos de informar a los adultos sobre los riesgos, limitamos los lugares y las situaciones donde se pueden consumir. Pero huimos de la prohibición total porque suponemos que tendría efectos contraproducentes.
Algún día habrá que legalizar todas las drogas. Sí, todas. Y regularlas como tenemos regulado el alcohol y el tabaco. Legalizar la cocaína no quiere decir que su consumo no tendrá límites; por supuesto que igual que el conductor de un automóvil no puede ni beber ni esnifar antes de ponerse al volante, un piloto de avión tampoco puede volar bajo el efecto de ninguna droga ni un cirujano debe operar en esas condiciones. Igual que no debe fumarse en espacios públicos, no debe permitirse inyectarse heroína en vena a la puerta de un colegio. E igual que no se puede comprar tabaco en el supermercado no debieran comprarse anfetaminas en los bares. Al igual que hay campañas para reducir el consumo de tabaco (que tienen un razonable éxito en muchos países) las tendrá que haber para reducir el consumo de otras drogas.
Algo parecido tendremos que hacer con la prostitución. Que sí, que es una actividad degradante, indigna, pero la prohibición tampoco funciona. Pasemos a la regulación como mal menor. Que los locales donde se ejerza necesiten de una autorización administrativa; que los empresarios estén registrados y dados de alta en la Seguridad Social. Que quienes ejerzan la prostitución tengan un contrato de trabajo y la protección social correspondiente; que se pueda inspeccionar que se realiza en unas mínimas condiciones y, desde luego, voluntariamente. Que quede claramente delimitado el ámbito de lo que es legal y lo que no, y sobre todo a quién se hace responsable de traspasar ese ámbito. Que se sancione contundentemente a quien explote a las prostitutas, eludiendo las autorizaciones y los controles que se establezcan; que se penalice a los clientes que acudan a la prostitución fuera de los locales autorizados; que se impida el ejercicio de la prostitución en la calle o en locales sin licencia.
Es más fácil mantener las prohibiciones; es más fácil, más popular, más electoral, más correcto, defender las falsas soluciones de mano dura que venimos aplicando. Es más cómodo seguir el mismo rumbo. Pero alguien, en algún momento, deberá ponerle el cascabel al gato.
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