Hoy no hay txikitero que se atreva a pedir al barman un vino con gas y menos un tinto “mojado” como se echaba antes. El “agua con hipo”, como la definió Ramón Gómez de la Serna, ya no se lleva y, sin embargo, hubo un tiempo en el que bautizaba buen número de caldos y reinaba en las fiestas.
Una cosa era el sifón y otra la gaseosa. El primero escupía soda nada más acariciarle la palanca del dispensador. El camarero tenía que ser hábil para dosificar lo justo. Si se le iba la mano, el chorro salía potente y al chocar con aquellos vasos pequeños de Duralex podía poner como un cristo a todos los parroquianos. Así, que el buen mesonero servía cauto para no crear escándalo y, encima, rentabilizar el chorrico de gas.
En la vida cotidiana, la botella de gaseosa era otro de los indispensables en la mesa. Hacía ligero el vino peleón, le daba un gusto dulce y, sobre todo, prolongaba la vida del garrafón de 20 litros que todas las semanas daban en la cooperativa a cuenta del sello que estampaban en una cartilla amarilla o azul.
La gaseosa era importante en aquel Olite del desarrollismo del siglo pasado. No podía faltar en la bajera una caja de bebida espumosa. Si consumías mucho, te la traían a casa en unos cajones de madera que luego se hicieron de alambre y, más tarde, de plástico.
En los tiempos del “baby boom” el vino con gaseosa a la hora de comer era tan necesario como el pan. Sus embases singulares eran dignos de estudio. Tenían un vidrio grueso. Unos más trasparentes y otros verdosos, con letras en blanco y rojo que llevaban grabadas la marca de la fábrica del pueblo.
La clave de la gaseosa era su hermetismo. Perdía la gracia en cuanto escapaba el vapor. Tenía un tapón que se enganchaba a la boca de la botella con un enredado nudo de alambres. A veces, en Olite al menos, les colocaban una especie de bolsita blanca en la que el industrial promocionaba su género.
En el pipote, los chavales del pueblo hacíamos batallas con ellas. Cogíamos el embase de litro y lo agitábamos con fuerza para que el líquido revoltoso saliera expulsado a la velocidad del meteoro. Nos poníamos como una sopa a cuenta de la pelea efervescente en la que el anhídrido carbónico empapaba ropas de blanco y rojo de fiesta.
En general, el consumo llegó a ser tan extendido que en casi todos los pueblos había su pequeña fábrica. En Olite fueron los hermanos Gil los que propalaron su marca. Convivían con otras como La Pitusa, Odériz, Iru, La Revoltosa o La Casera. En verano, si se exponían mucho al sol, el casco podía estallar. El vidrio grueso de los sifones aconsejaba, por ejemplo, que llevara un revestimiento de protección, que fue una especie de rejilla, primero, y después una funda plastificada.
La gente fina del pueblo echaba “soda” al güisqui o al Marianito que se tomaba en la Plaza junto al frito de gamba. El vermut de fiestas era tan alegre como sus burbujas y hubo tiempos en los que sólo las clases más ricas podían adquirir espumosos. Pasaban por ser beneficiosos para la salud. El galeno los recomendaba y habían quien los traía de un lugar tan “chic” como el manantial de Seltz, en Alsacia (Francia).
En los años ochenta del siglo pasado muchas pequeñas marcas desparecieron. Otras se fusionaron e incluso llegaron multinacionales holandesas que compraron conocidas empresas merindanas. El cristal pasó a mejor vida. El embase se sofisticó, higienizó y economizó. El plástico se convirtió en contenedor final del líquido burbujeante.
Actualmente la gaseosa, y más el sifón, sobrevive en la clandestinidad. Huye de cofradías y restaurantes de postín. En las sociedades gastronómicas tiene su espacio y juro que no son pocas las mesas en las que gobierna en estas fiestas.
No obstante, como al pariente pobre, se la presenta en segundo término. En un pueblo con seis bodegas, el mejor espacio sobre el mantel lo ocupara siempre el vino. Los primeros tragos son para él. Pero, sin embargo, después de cuatro lamparillazos, el viejo truco de rebajar el caldo de Baco con agua todavía se practica aunque para algunos suponga un sacrilegio, que otros entienden como un mal menor para aguantar de seguido los siete días de fiestas.
Luis Miguel Escudero (La Voz de la Merindad)
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