viernes, 21 de agosto de 2009

PORTUGAL OTRA VEZ

Portugal ha sido contemplado por los españoles como la hija pródiga que se resiste a volver a la casa materna. En justo castigo los españoles la han ignorado y nunca ha dejado de ser ese familiar díscolo del que debemos olvidarnos en tanto no rectifique su disidencia. A parte de la localización de Oporto, la misma Lisboa y la obligada Fátima -por aquello de las apariciones- la imagen de lo portugués ha estado siempre en la oscuridad para el imaginario español. Forzoso ha sido, sin embargo, conocer su independencia de Castilla con Alfonso Enriques, Aljubarrota, la conquista por parte del duque de Alba y el reconocimiento de la monarquía de Felipe II, así como la nueva independencia en 1640. Por otros acontecimientos se pasa como de puntillas, tal el tratado de Tordesillas y la línea de demarcación… Pero la frustración obliga. De ahí el ridículo episodio de la guerra de las naranjas, que llevó a Godoy a arrebatar a los portugueses Olivenza, en actuación de firmeza que repetiría con menos suerte su émulo, Federico Trillo, con su isla de Perejil; o más tarde, la propuesta de 1913 hecha por el rey español Alfonso XIII a franceses e ingleses de colaborar en la guerra con ellos, a cambio de Portugal.
Es cierto que Estado imperial; aunque siempre consciente de su gran debilidad que le ha llevado a apoyarse en otros -Inglaterra- no ya para conservar el Imperio, sino para salvar la independencia misma. Los portugueses no se perciben grandes, aunque los españoles les acusen de cierta tendencia al boato. Incluso se ven la hermana pobre de España, ahora más, dentro de la unidad europea. En todo caso, no se puede negar la autoestima de una Nación, que aunque se contempla pequeña, se sabe libre.
Puede parecer extraño, pero he de confesar que Portugal se me presenta como un territorio y unas gentes con incuestionables ventajas sobre estos mismos elementos en el marco del Estado español. Constato el cuidado de su patrimonio monumental, casi siempre elegante y gracioso¸ la riqueza mobiliaria y sus entornos y siento envidia; la que mueve a la emulación y mira con admiración ¡Claro que Portugal, aunque haya podido ser pobre -Quién de nosotros no lo ha sido- ha gozado de la libertad nacional! Se explica la satisfacción con que se contemplan.
Como es de sobra conocido los portugueses se liberaron por su propio mérito de la Dictadura. No tuvieron necesidad de ninguna transición democrática, porque la democracia vino de la mano de la Revolución, mediante la derrota y arresto de dirigentes y servidores de la Dictadura y el desmantelamiento de las instituciones y sistema jurídico represivo. En Portugal han estado de más los debates en relación a la capacidad legal que pudiera tener el jefe del Estado para convocar asambleas representativas que pudiesen elaborar una constitución democrática y marco jurídico nuevo. Esto era posible, porque el poder y la soberanía se encontraban de modo originario en la Nación misma que quería la transformación. No sucedió como en el Estado español, en donde todo dependió de la capacidad de Juan Carlos de Borbón para actuar ateniéndose o negando su vinculación jurada a los Principios del Movimiento. Casi se podía calificar a este problema de nimio. Lo peor de la transición española está representado por la permanencia del marco jurídico de la Dictadura y el mantenimiento en el poder del conjunto del aparato administrativo y represor franquista. No deja de llamar la atención que también el cambio en Portugal fuese más tranquilo, corto y eficaz que en el Estado español ¿Dónde hubo más violencia? ¿Quiénes la ejercieron? La realidad es obvia. En definitiva. Se puede afirmar que el cambio fue más real y profundo -democrático- en Portugal y sigue siendo discutible en el Estado español.
Al cabo de los años los dirigentes españoles hinchan pecho; los portugueses no lo tienen tan claro y ciertos sectores creen conveniente plantear alternativas a la actual situación ¿Por qué no una relación más estrecha con España, que permita a Portugal mayor peso específico en el seno de la Unidad europea? No se busca una unidad estructural dentro del Estado español, pero una federación ¿Quizás? La trayectoria de los dos Estados es muy diferente. En Portugal parece no existir una reivindicación de carácter nacional o "regionalista" en ninguna parte del Estado, tras la liquidación del viejo imperio colonial ¿Resultaría posible una unidad con España de igual a igual? Intentos anteriores han tenido salida traumática y el vecino peninsular nunca ha dejado de mirar al territorio portugués como un trozo del puzle propio a completar. Es cierto que los huesos del duque de Alba y Felipe II están en osarios, pero tampoco es bueno promover las ambiciones de un socio que siempre se ha creído con derecho a utilizar cualquier ventaja que le han dado las circunstancias como un derecho adquirido. España, como el león de la fábula, es capaz de prometer al gato el trato más ecuánime y la toma de decisiones en pie de igualdad, con el fin de que el pequeño felino baje del árbol y acepte la constitución de una sociedad para cazar juntos. El león una vez que el pequeño felino decida bajar, no se sentirá obligado por ninguna promesa hecha en circunstancias menos favorables y cambiará las normas del acuerdo, si llega a interesarle comerse al gato.
Los acuerdos entre socios desiguales pueden presentarse perfectos sobre el papel. En la realidad es difícil que un socio mayoritario, que siempre tiene tendencia a la hegemonía, no imponga su criterio e interés. Es por esto que muchos portugueses entienden que una relación más estrecha con España no reportaría ninguna ventaja. Por lo demás, en el vecino español aparecen muchos rasgos que no podrían dejar de influir sino de manera muy negativa en el conjunto del Estado portugués. El autoritarismo que caracteriza a España, que hace una ficción de la división de poderes y legislación garantista, terminaría por disolver el Estado de derecho, que siempre ha sido más cuidado en Portugal y desde luego, a partir de la destrucción del sistema salazarista. La otra faceta de España que convulsionaria al Estado portugués se refiere a la corrupción de la administración como un hecho intrínseco de España, en donde siempre han ido de la mano el ascendiente social y el poder político.
Es cierto que en Portugal se han extendido últimamente prácticas de actuación administrativa en las que quedan implicados administradores y constructores en provechosa simbiosis productiva, situación esta que recuerda a lo que se encuentra regularizado como norma a seguir dentro de la administración española, por encima de legislaciones y declaraciones de principios que se empeñan en afirmar lo contrario. La diferencia estriba en que en el Estado español la práctica del cambalache y comisión es casi universalmente aceptada. En Portugal los medios de difusión, como un eco de una sensibilidad existente dentro de la sociedad civil, manifiestan la preocupación ante el aumento de casos en los que son los intereses de las constructoras los que definen los planes urbanísticos, las situaciones en las que esos planes son modificados siempre en beneficio de la construcción y el aumento de los presupuestos originales y gasto público del conjunto de los planes urbanísticos. Sin duda todavía el sistema no se ha generalizado y puede ponerse remedio. Que Portugal se parece cada vez en mayor medida a Europa lo corrobora lo que se viene diciendo. También en el terreno de la política se produce esta identificación. Debates televisivos, artículos de opinión y campañas electorales en las que priman las fotos de los candidatos políticos -hombres y mujeres- enunciando desde los grandes carteles publicitarios slogans que no dicen nada, ni revelan propósitos, ni garantizan promesas… como en todas partes.
Paseando por las calles del Chiado, me encontré con Fernando Pessoa sentado en su velador y ocupé un lugar junto a él. Contemplaba la Lisboa que describe, aunque sin decir palabra. Hoy en día es muy admirado y reconocido este personaje; quizás porque se mantiene en silencio. Cuando escribía, según parece, no ganaba lo suficiente para el pago de sus deudas. A estos grandes hombres les pasa como a Cervantes, que tienen que desaparecer -y callarse- para que las élites sociales reconozcan su valía. Con Saramago y Savater no sucede igual. Bien es cierto que éstos últimos defienden con su pluma valores supremos de nuestra cultura como la libertad, la crítica, el respeto a los derechos del individuo. Por esto mismo gozan de tanto predicamento entre las élites, que alaban su valentía y actitud ecuánime. Conviene, no obstante, destacar que la defensa de tales valores, casi nunca critica a los que mandan, quienes tampoco se sienten obligados a modificar actitudes y pautas de comportamiento, porque ellos pertenecen al mundo de la democracia.
Mikel Sorauren (Nabarralde)

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