Andan algunos discutiendo estos días si el nombre de las calles debiera ser políticamente neutro o si, por el contrario, no cabe neutralidad ante ciertos fenómenos y resulta obligado, por ejemplo, bautizar calles en recuerdo de las víctimas del terrorismo.
Denominar calles dejó de ser neutral hace ahora dos siglos. Hasta entonces el nombre de las vías públicas había sido de creación popular y espontánea con criterios puramente descriptivos. La geografía física, las formas del relieve y los accidentes naturales, o la geografía humana, las formas de poblamiento, la arquitectura y las instituciones, las actividades económicas, los oficios y gremios, imponían su ley. Calle Mayor, calle Nueva, cuesta del Palacio, calle Mercaderes, calle Tejería, plaza Consistorial, plaza del Castillo, calle San Miguel, plaza de San Francisco, calle de Recoletas, los cascos medievales de nuestras ciudades abundan en tales nombres. La cosa cambió cuando dar nombre oficial a los espacios urbanos fue asumido como una potestad más del poder político utilizado para construir una determinada identidad colectiva.
En nuestro país, el banderazo de salida para la toma de posesión simbólica del callejero por los gobernantes es perfectamente datable. El Decreto de 14 de agosto de 1812 de las Cortes de Cádiz ordenó que "la plaza principal de todos los pueblos de las Españas" en la que se celebrara el acto solemne de promulgación y juramento "sea denominada en lo sucesivo plaza de la Constitución, y que se exprese así en una lápida erigida en la misma" . A partir de que Fernando VII dispuso la abolición del régimen constitucional en 1814, en muchas de esas plazas la lápida fue sustituida por otra con el nombre de plaza Real. Con los sucesivos cambios de régimen los nombres irán y vendrán. Plaza de la Constitución de nuevo entre 1820 y 1823, y otra vez a partir de 1836; acaso plaza de la República en 1873 o de nuevo en 1931.
A lo largo del siglo XIX las calles se van poblando de nombres alusivos al nuevo régimen liberal -y a la idea nacional que le acompaña-, se homenajea a sus héroes, civiles y militares, con muchos generales, ministros, alcaldes y efemérides patrióticas. Esos nombres con frecuencia van cambiando en estos dos últimos siglos según discurren las circunstancias políticas y varían los gobernantes, por mucho que las leyes suelan disponer inútilmente que no se introduzcan cambios si no es estrictamente necesario. Conservadores, progresistas, republicanos, tradicionalistas, mauristas, nacionalistas, franquistas; cada toma de poder, y más cuando se hace a través de una revolución o una guerra civil, deja abundante rastro en el nombre de las vías urbanas.
La cuestión es tan importante que, aunque desde 1823 se atribuye a los ayuntamientos la competencia para formar y mantener el callejero, los nombres tienen que ser autorizados por la superioridad, en unas épocas el gobernador civil y en otras el ministerio de la Gobernación. Así se ordenaba en las leyes de ensanche de las poblaciones y en las disposiciones de régimen local hasta que en 1924 el Estatuto Municipal estableció el principio de autonomía local; pero de nuevo el franquismo introdujo un control gubernativo que duraría hasta 1979.
Hoy los alcaldes gozan de amplia discrecionalidad para elegir nombres, pero se han establecido límites de carácter esencialmente político. La Ley de Memoria Histórica de 2007 ordena la retirada de"las menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura" , lo que ha llevado a muchos ayuntamientos a emprender una tardía revisión de sus callejeros. Por la misma época los tribunales han determinado que la dedicación de vías públicas a miembros de ETA puede encuadrarse en el delito de enaltecimiento o justificación del terrorismo. El Parlamento Vasco, en su Ley de Reconocimiento y Reparación a las Víctimas del Terrorismo de 2008, ha dispuesto que los poderes públicos han de adoptar las medidas apropiadas "para prevenir y evitar la realización de actos efectuados en público que entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares, exaltación del terrorismo, homenaje o concesión pública de distinciones a los terroristas" . Actualmente se tramita en el Congreso de los Diputados una proposición de modificación de la Ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo suscrita por varios grupos parlamentarios que añade un nuevo precepto por el cual el Estado "asume la defensa de la dignidad de las víctimas, estableciendo la prohibición de que en los lugares públicos existan monumentos, escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas o de exaltación o enaltecimiento individual o colectivo del terrorismo o de los terroristas" .
Dar nombre a las calles, en cuanto potestad política, difícilmente puede ser neutro. A estas alturas no parece posible, en una sociedad desarrollada, devolver a la espontaneidad popular la tarea de nombrar las vías. Dependemos demasiado de que los callejeros, los padrones, los censos, los mapas, los códigos postales, tengan carácter oficial y estén debidamente aprobados por las instituciones públicas. Elegir unos nombres u otros siempre tiene una carga simbólica que se relaciona con los valores que oficialmente presiden la convivencia de una determinada comunidad en un determinado momento histórico. Incluso la decisión de elegir nombres supuestamente neutros tiene un componente político. Elegir, como se ha hecho en el último siglo en Pamplona con tanta insistencia nombres de reyes de Navarra, de montes de Navarra, de ríos de Navarra, de pueblos de Navarra, de monasterios de Navarra, de músicos de Navarra, de arquitectos de Navarra, de escritores de Navarra, de pintores de Navarra, tiene mucho que ver con ciertos valores ligados a una determinada identidad política. Acerquémonos a ciudades vecinas y veremos que no han hecho lo propio. Optar por el nombre de artistas y no de militares o políticos, o viceversa, no es neutro. Elegir la paz como nombre y no alguna batalla, tampoco.
Y elegir, como es el caso que ha dado lugar al actual debate, nombres de víctimas del terrorismo, y de unas determinadas víctimas y no de otras, tampoco es neutral. Pero si nunca serán decisiones neutrales, sino inevitable y legítimamente decisiones políticas a tomar por los órganos a quien la ley se las atribuye, sí sería deseable que fueran decisiones que buscaran el consenso social y que no buscaran únicamente imponer criterios partidistas. En ocasiones honrar sólo a unas víctimas se puede convertir en un acto de agravio frente a otras que son oficialmente olvidadas; mantener en el mismo callejero el homenaje de víctimas y de victimarios, aunque correspondan a épocas distintas de la historia, carece de coherencia y del mínimo criterio de justicia. Cuestiones que, más allá de polémicas interesadas de corto alcance, debieran llevar a una reflexión de fondo sobre cuáles son, de verdad, los valores colectivos que se quieren poner de manifiesto y los mecanismos para acordar y reconocer tales valores.
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