Yo, que he sido pequeñoburgués, y casi prototípico, prodigué hasta la necedad ese lastimero turismo: recorrí Nicaragua, Turquía, los países del Este, Escandinavia, el Magreb, etc. Y no me enteré de nada. Tampoco disfruté demasiado. Aparte de enriquecer un poco más a la bien montada industria del turismo, no sé en verdad lo que hice. Por supuesto, hice el autómata. Pero ¿qué más?
La esperanza del placer, mil veces corrompida, renace sin embargo de sus cenizas cada verano, cada Navidad, por el horror inconmensurable del malvivir cotidiano en el propio penal de residencia.
La esperanza del placer, mil veces corrompida, renace sin embargo de sus cenizas cada verano, cada Navidad, por el horror inconmensurable del malvivir cotidiano en el propio penal de residencia.
Algunos habitantes de estas sierras jamás han salido del territorio de sus aldeas y de sus pastos. “Viajar debe ser muy aburrido. Estar siempre viendo cosas diferentes, y ya está”. Ésa es la opinión de mi padre, que estos hombres hacen suya con matices. “Yo no entiendo eso de ir a un sitio y luego volver. Las tierras son para vivirlas”. Nosotros, los hombres civilizados, para conjurar el tedio, inventamos ese pequeño viaje de dolor que nuestra hipocresía denomina “viaje de placer” y que se resume muy exactamente en la sentencia de mi padre: “Estar siempre viendo cosas diferentes, y ya está”. Mi viejo, emigrante, vivió en lugares distintos, habitándolos profundamente: disfrutó y padeció las costumbres de sus gentes, luchó por la existencia, se afincó y echó raíces, hizo amigos y enemigos, amó tanto como odió, tuvo miedo e infundió temor, admiró, detestó, procuró comprender y olvidó a su pesar... El verdadero nomadismo se sitúa también en la antípoda de los risibles viajes pequeñoburgueses de placer: más que “resbalar” por las tierras, el nómada arraiga en el camino. No regresa, no visita. Se incrusta.
La ignorancia del viajero común, hoy llamado “turista”, no escapa a la severidad de una mirada sedentaria: habiendo estado en todas partes, se comporta como si no hubiera aprendido nada en ningún lugar. Atestó de fotos sus álbumes narcisistas, alivió un poco de peso su cartera de privilegiado, aburrió después a sus amigos con el relato jactancioso de peripecias sin gracia ni trascendencia, frivolizó sobre otros hombres y disertó superficial sobre curiosidades y rarezas de otros países... Finalmente, retornó cabizbajo a su posición de tornillo, momento indistinguible de la máquina social que lo humilla y adocena; regresó a la servidumbre del trabajo, al hastío indecible del hogar, a su insignificante, descolorida y amarga existencia de esclavo en el mejor de los casos bien pagado... Más que en busca del placer, viajaba para huir del dolor.
El pastor Basilio no se sintió nunca impelido a escapar de este páramo, nada en la sucesión sin pena de sus días le incitó jamás a partir: extranjero, el dolor no se instaló en ésta, su casa. “Por la sierra, la amargura anduvo siempre sólo de paso”. Los pastores se ahorraron por eso el efímero consuelo de los viajes de ida y vuelta; y continuaron, como la mayor parte de los turistas, sin saber mucho de las otras tierras y de los otros hombres.
Es preciso sentirse devorado por un sufrimiento insaciable, presa de una aflicción atenazadora, para considerar los avatares de un viaje de vacaciones como formas del disfrute. Hay que saberse reo perpetuo, en una celda muy estrecha, para transfigurar la marcha veraniega, pequeña y periódica, contados los días, en una suerte de liberación. Apunta Basilio: “No por darle más cuerda al perro, deja de ser perro; no porque llegue más lejos, está suelto”. Mi amigo, que desconoce la angustia y acaso debería reconocerse libre, no viaja de ese modo. “Si algún día me fuera de aquí, sería para pelear en otra parte”. “Pelear” quiere decir procurarse un medio de vida en el que uno sea su propio amo, subsistir sin obedecer, comer sin cebar a otro. Cuando le explico a Basilio las miserias y torturas que inducen a viajar a los funcionarios, los maestros, los oficinistas, la élite de los trabajadores, etc., noto que casi se consterna: “¡Ah! Entonces sí... ¡Que viajen! ¡Que viajen! Si hay cuerda, que sea larga. El perro quiere más era...”.
El viaje cicatero, con retorno inevitable, del turista por unos días se funda en un sucedáneo de la esperanza: creer que, en otro lugar, por fin se le podrá hincar de verdad el diente a la existencia, disfrutar como no es pensable en el territorio del que se huye. Esta esperanza de un placer inmenso se ve luego traicionada por la realidad de un montoncillo de pequeños disfrutes laceriosos: comer hasta hartarse, hasta la indigestión, hasta el absurdo, como se podría haber hecho en el domicilio particular por menos dinero; acreditar, si hay suerte, algún contubernio sexual ligeramente exótico, como los que tan fácil se tendrían en el barrio de al lado; fotografiar manifestaciones artísticas que no se entienden y que a fin de cuentas interesan poco...
La esperanza del placer, mil veces corrompida, renace sin embargo de sus cenizas cada verano, cada Navidad, por el horror inconmensurable del malvivir cotidiano en el propio penal de residencia. Por ello hablamos de “viaje de dolor”. Se requiere estar herido para viajar de esa forma... Y Basilio rebosa salud, a pesar de su “gallina muerta en la entrepierna” (una hernia en la que nunca repara); se enorgullece de su autonomía, aunque le tachone de callos las manos y le estríe de sudor la frente. No suspira por el tristísimo gorgotear de la esperanza en que se cifra el viajecillo de placer filisteo. Desesperó.
Yo, que he sido pequeñoburgués, y casi prototípico, prodigué hasta la necedad ese lastimero turismo: recorrí Nicaragua, Turquía, los países del Este, Escandinavia, el Magreb, etc. Y no me enteré de nada. Tampoco disfruté demasiado. Aparte de enriquecer un poco más a la bien montada industria del turismo, no sé en verdad lo que hice. Por supuesto, hice el autómata. Pero ¿qué más?
Pedro García Olivo (Nodo 50)
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