martes, 11 de diciembre de 2012

CRISIS, IZQUIERDA Y REBELIÓN SOCIAL

“¡Camaradas! —gritaba, y en su demacrado rostro y gestos de desesperación dejábase sentir una verdadera angustia—, los de arriba nos llaman constantemente a hacer nuevos y nuevos sacrificios, pero a los que tienen de todo no los tocan” (John Reed, Diez días que estremecieron al mundo. Txalaparta). 

Con el triunfo planetario del pensamiento neoconservador y su plasmación económica, el neoliberalismo, pareció imponerse alguna forma de escatología que llevaba a la proclamación de consumaciones. A la constatación del fin de la Historia siguió la del de las ideologías. Se arrumbó así, no sin desprecio, la vieja distinción entre izquierda y derecha, tachándola de inservible y decimonónica (es frecuente tildar así cuanto no gusta o incomoda). Y había motivos para que la idea calara, más allá de las élites intelectuales. La expansión económica parecía interminable (el ya viejo espejismo del crecimiento continuo) y amplias capas de la población se sentían propietarias, tanto de bienes inmuebles (cautivadas por el fetiche de la vivienda en propiedad) como muebles, en forma no sólo de los tradicionales y anodinos depósitos, sino de acciones, bonos, participaciones en fondos de inversión y toda clase de sofisticados e incomprensibles instrumentos cuya común característica era la promesa de elevados rendimientos y, por tanto, de incrementos continuados de la riqueza personal. 

En estas condiciones, gobiernos de distintos colores políticos rinden sus armas, más o menos convencidos, más o menos resignados, y se aprestan a seducir a la nueva clase de propietarios financieros, encarnados en un "votante mediano" que los sociólogos sitúan en el entorno del centro político, concepto difuso, evanescente, que suele ocultar el descafeinamiento de las propuestas políticas originales, de las que sólo queda un tenue reflejo en el calificativo de ese centro: centro-derecha o centro-izquierda, azul pálido o rosa. 

Uno de los efectos de este fenómeno es la ruptura del consenso social que hizo posible, prácticamente desde la Segunda Guerra Mundial, lo que terminó conociéndose como Estado del bienestar. Un consenso que no fue fruto de la convicción, sino del miedo, el permanente miedo de las clases poseedoras a alteraciones violentas del statu quo socioeconómico como respuesta a la depauperación de las clases populares. Un miedo alimentado por sucesivos episodios revolucionarios desde 1789 y que culmina con la revolución bolchevique de 1917. Desde el punto de vista de la teoría económica, la respuesta más acabada para conjurar ese peligro es el keynesianismo, que pronto fue identificado como leitmotiv por la socialdemocracia. Paradojas de la vida, Keynes, ese demonio del liberalismo económico, obsesionado en certificar su defunción, resucita una y otra vez para convertirse, incluso, en banderín de enganche de la izquierda a raíz del estallido de la actual crisis. 

El prolongado ciclo expansivo, la financiarización de la economía –que llegó a crear un espejismo de "capitalismo popular"– y la caída del Muro de Berlín terminaron con esos miedos y se inició un sañudo ajuste de cuentas con todo lo público. La justificación se va a basar en la supuesta y nunca demostrada superioridad del mercado y en la supuesta y nunca demostrada ineficiencia de lo público. La crisis económica proporcionó la coartada para pasar de la mera privatización al recorte de derechos y prestaciones sociales, elementos definitorios del Estado de bienestar. Seguramente no por casualidad, este proceso coincide con la detección de yacimientos de beneficios privados en la actividad pública, en un momento en que hay excedentes de liquidez buscando nuevas oportunidades de negocio que rindan más que las tradicionales. 

La situación pilló a la socialdemocracia desnortada y rendida a la lógica de los planteamientos neoliberales, quizá convencida de que podría introducir algún grado de bondad en ellos. Y a la izquierda aletargada en un largo ensueño dogmático del que ni siquiera la caída del comunismo soviético fue capaz de sacarla. En suma, frente a un cuerpo doctrinal pujante, expansivo, bien alimentado desde ámbitos académicos más o menos mercenarios y eficazmente difundido por medios y creadores de opinión estrechamente ligados a los grandes intereses económicos, no hay nada que oponer. 

La crisis ha convulsionado este plácido panorama y ha devuelto actualidad a los viejos conceptos, recreando en la sociedad las viejas divisiones, adaptadas a los tiempos y a los cambios que, entretanto, se han ido produciendo. La lucha de clases, omnipresente en la gestación de los consensos sociales de los cincuenta y sesenta, parecía haber desaparecido, arrojada al sumidero de ese supuesto fin de las ideologías. Pero el cambio de ciclo económico y el brutal estallido de la crisis pusieron descarnadamente de manifiesto las consecuencias de las políticas neoliberales, agravadas posteriormente con la aceleración de los recortes sociales. También su inmenso coste de eficiencia. Digan lo que digan los teóricos del mercado, una economía cuyo funcionamiento requiere un población desprotegida y que extensas capas sociales se desenvuelvan en torno al nivel de subsistencia no puede ser, no es, eficiente. El resultado, pobreza y exclusión social (además de la desaparición de un elemento básico en el viejo compromiso social, la movilidad social ascendente) a niveles inimaginables tan sólo hace unos años, mientras las desigualdades —y la consiguiente fractura social— se acentúan porque las rentas más altas siguen incrementándose. La lucha de clases reaparece, alimentada ahora por la pobreza. Es la lucha de pobres contra ricos, de desposeídos frente a poseedores. 

En una situación así, hay varios tipos de respuestas. La primera, obviamente, la de continuar con las “reformas”. Es la respuesta de la derecha y elestablishment, que avizora las inmensas oportunidades de negocio que se presentan con la sanidad, la educación y la dependencia, siempre (y es una de las trampas conceptuales del neoliberalismo) al abrigo de lo público; de seguir por este camino, es fácil adivinar dónde se generará la próxima burbuja especulativa. Otra es, obviamente, la que debería ofrecer la izquierda, de radical oposición a este estado de cosas y de alternativas al mismo. En medio se sitúan la socialdemocracia y lo que podríamos denominar centrismo bien intencionado (“social”), que sin negar ni obstaculizar el fondo de la cuestión, aspiran a modularlo y suavizarlo, seguramente con la esperanza de que la vuelta al crecimiento económico permitirá mejorar los niveles de prestaciones sociales. Esperanza vana, porque de no surgir elementos que obliguen a un cambio de estrategia, no hay incentivos endógenos para volver a situaciones previas a la crisis. Los recortes han venido para quedarse, son estructurales; entre otras cosas, porque se está abocando a las finanzas públicas a un estado de raquitismo permanente. 

Así pues, no hay muchas opciones. Sólo una fuerte reacción social en todos los órdenes puede alterar esta perspectiva. Reacción social que está surgiendo espontáneamente desde la base, lo que le da un valor extraordinario. Corresponde a la izquierda darle contenido político. Hay ahí mucho tajo y mucho camino por recorrer. Sería inconcebible que, ante un cambio de la magnitud del que se está gestando, quienes van a pechar con las cargas y los costes no se hicieran oír. Puede que Yann Moulier Boutang (La abeja y el economista, Traficantes de Sueños) esté en lo cierto cuando afirma que “si los Estados vieran que nos enfrentamos al aumento del desorden, es decir, si hubiera movimientos sociales fuertes, potentes y de violencia creciente, dejarían de andarse con remilgos con los capitalistas”.
Juan Carlos Longás, en quaterni

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