El pasado día 21, siguiente a la declaración de renuncia por parte de ETA, decía Anjel Lertxundi, nuestro mejor columnista en ejercicio en euskara, que "cada cual su titular, cada cual su análisis, cada cual su memoria", refiriéndose al tratamiento de los medios y de los comentaristas al nuevo silencio, creíblemente definitivo ahora, de las armas. Haremos nuestro el viejo adagio de que nunca es tarde si la dicha es buena, y nos saltaremos todos los protocolos más o menos esperables o exigibles para valorar el acontecimiento, para situar nuestra supuestamente equilibrada visión -la de más ajustado calibre, cómo no- sobre el significado del evento, para expresar y matizar las emociones más o menos vivas o tibias que ha provocado en uno mismo. Renuncio a decir todo lo decible, a compaginar tantas y tantas cosas que deberían ser compatibles e interactuantes ya dichas y por decir en esos "cada cual su titular, cada cual su análisis", y optaré por centrarme en un aspecto y dirección de la intensa tarea de deshollinadores que se nos presenta a partir de ahora.
Se está repitiendo por activa y por pasiva que se abre al fin la posibilidad de encaminarse por vías exclusivamente políticas en la confrontación democrática de alternativas y propuestas, reiteración que se da en uno y otro lado del espectro, también por tanto en el que quiero centrarme, en el del mundo abertzale cuyo padre putativo fue hace ya algunas décadas la vieja ETA. Cierto, excelente expectativa, lo de la nueva posibilidad. Pero nueva, no sólo deberá ser nueva esa posibilidad, la ocasión histórica; también deberían ser nuevos, renovadores, los caminos políticos a transitar por parte de ese mundo, los planteamientos, la manera de entender y de presentar mensajes y contenidos, la sabiduría de qué sea aglutinar fuerzas, abrirse a nuevas gentes, atraer, convencer… Y es ahí, me temo, donde nos queda mucho hollín en los intersticios de la casa y en los engranajes del reloj del nuevo tiempo.
Me temo, por ejemplo, que tenemos mucho por deshollinar en nuestra imagen de Euskal Herria: subsiste en nosotros una imagen hipostasiada, como una estatua extraída de un bloque monolítico de mármol, no sé si blanco de Carrara o rojizo de Almandoz, pero como si el Pueblo vasco fuese un monumento intocable cuya sola exposición pública debería imponer su prestancia y su presencia indiscutible ante todos los espectadores de bien. Como si sólo nos faltase para lograrlo el ponernos de acuerdo sobre cuándo y cómo descorrer el velo ante una sala de exposiciones internacional. Me temo que ese color marmóreo no sea sino una patina de ceniza a la que, en nuestro daltonismo, queremos adjudicarle el color de nuestros sueños.
Pero este pueblo no es monolítico, es, ante todo y sobre todo, un aglomerado social, enormemente diverso y complejo, en cuya anatomía interior se dibujan muy distintos mapas culturales, políticos y geográficos. Más que a un pueblo imaginado a nuestro gusto, es a una sociedad a quien hay que darle la palabra en esta era que se abre, es a esa sociedad compleja y variada a la que los agentes políticos deben saber escuchar e interpretar, y, a partir de ahí, renovar alternativas, renovar mensajes, discursos y maneras de hacer, con más capacidad de llegar a más gentes, de no estigmatizar como vecinos incómodos y de convencer a quienes no son estrictamente de la casa, a la vecindad con la que nos cruzamos en nuestros quehaceres y andanzas diarias. Quizás consigamos así que al final ese aglomerado social dé una imagen más parecida a la de nuestro gusto.
¿No es Navarra un espacio territorial, cultural y político especialmente demostrativo del trabajo de deshollinador a abordar?
Bixente Serrano Izko
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