El sábado se celebró en Bilbao la última manifestación de la plataforma Gesto por la Paz, con el lema “Lortu dugu. Lo hemos conseguido”.
La marcha me avivó algunos recuerdos de esos que te rascan un poco las tripas, que te desasosiegan, que incluso te ponen más nervioso cuando empiezas a escribirlos. Primero me acordé del bar Majusi, dos portales más allá de la casa donde yo pasé la infancia, y de su cartel negro con letras blancas. Bajo ese cartel caminó el empresario donostiarra Julio Iglesias Zamora, saludando a la gente que le recibía con aplausos, la noche en que volvió a su casa tras permanecer cuatro meses secuestrado por Eta. Era 1993. Recuerdo que los frecuentes secuestros de aquellos años me impresionaban mucho, y eso que entonces yo apenas sabía que en mi propia familia existía ese riesgo. Cuando Gesto por la Paz impulsó la campaña del lazo azul, como símbolo de protesta contra el secuestro de Iglesias, yo tenía 17 años y decidí ponérmelo.
Al ir a clase con el lazo en el pecho, mi primer temor era bastante ingenuo: sentía apuro por dar la nota. Recuerdo a una profesora de Inglés que también lo llevaba. Y al de Ética, que me paró en el pasillo y me felicitó.
También me lo prendía a diario en mi maillot de ciclista, cuando salía a entrenarme, incluso lo llevaba en las carreras. Recuerdo algunos comentarios jocosos y un poco hostiles de dos compañeros de equipo, “adónde vas tú con eso”. Y también una sorpresa agradable: había otro compañero con el que sí temía algún enganchón, alguna bronca a cuenta del lazo azul, pero fue precisamente él quien salió en mi defensa y dijo que cada uno tenía derecho a expresarse como quisiera. Luego, en un momento del entrenamiento, me acerqué a él y le di las gracias. De paso hablamos, apenas cuatro frases apuradas, sobre su familiar preso y los viajes que hacían para visitarle. Fue un intento común de empatía, torpe pero reconfortante. Él era un velocista y lo mío eran las subidas. En las carreras llanas, los compañeros intentábamos ayudarle y recuerdo varias ocasiones en las que le preparé la llegada, llevándole a rueda, quitándole el viento, lanzando el esprín lo más cerca posible de meta. Un día, con final en alto, pinché a mitad de recorrido y él me esperó para ayudarme a volver al pelotón. Se vació, apenas me dejó darle relevos, volví al grupo y en la subida acabé cuarto. Quise darle la mitad del dinero del premio y él se negó, sin explicar nada. Algunas cosas básicas no hacía falta hablarlas.
Al principio el asunto del lazo azul no levantó mucha polvareda. Podías llevarlo tranquilamente: solo afirmabas tu oposición a los secuestros, una afirmación tan básica y tan evidente que a casi nadie podía parecerle mal. Ahora me suena marciano –marciano no: jupiterino-, pero un día iba por la Parte Vieja con los compañeros de un trabajo, que decidieron tomarse una cerveza en la herriko taberna, y allí entré yo con ellos, a tomarme la caña, con el lazo azul puesto. Nadie le daba mucha importancia.
Pero las cosas se enturbiaron enseguida. Empezó el contraataque, la campaña contra el lazo azul, las famosas pintadas: “EspañoLAZO”. En eso eran muy buenos: tomaban cualquier gesto contra la violencia, un gesto tan básico, tan de mínimos como la protesta por un secuestro, y la reinterpretaban como una agresión, como una estrategia de españolazos, fachas y provocadores. Oponerse a los secuestros era cosa de españolazos. Ya está: la idea empezaba a calar, y era mejor que no te asociaran con ella, que nadie sospechara que eras un españolazo, un facha, un provocador. La inmensa mayoría de la gente estaba contra los secuestros, claro, pero lo desmoralizante era la eficacia con la que la protesta quedaba pringada y sospechosa, de manera que para algunos el lazo empezó a ser un símbolo de confrontación, un gesto innecesario porque creaba crispación y no arreglaba nada. Era mejor no enredar las cosas.
Recibí algunas leves presiones. En el propio equipo de ciclismo, por ejemplo: “No es buena idea que te pongas el lazo en el maillot, estás llevando el nombre del equipo y esto es deporte, no hay que mezclarlo con la política…”. Mi respuesta era muy obvia: que con el lazo yo no tomaba ninguna postura política, que solo protestaba contra un secuestro, que eso era una cuestión de principios muy básicos y nada más… Me respetaron y no me dieron la murga. Seguí entrenándome y compitiendo con el lazo, y hasta puedo fardar de una foto en la que aparezco en un podio de Llucmajor (Mallorca) –ejem: allí el nivel era más flojo- con un sobre de tres mil pesetas y el lazo azul.
Quienes me sugerían que me lo quitara eran personas cercanas y queridas, a las que les preocupaba que yo sufriera algún jaleo. Pero así funcionaba el mecanismo: una campaña de intimidación contra quien protestara, y mucha gente sacando la conclusión de que era mejor no meterse en líos.
No faltaban motivos para arrugarse. El asunto se fue poniendo cada vez más feo. Las pintadas evolucionaron hacia hallazgos poéticos y ripios que se hicieron muy populares: “A los del lazo, navajazo”. Y recuerdo la aprensión con la que leí una noticia: cómo varios tipos habían agarrado en Donostia a un chaval que solía llevar el lazo azul y le habían zurrado. Nada muy grave, ya, claro, pero yo empecé a ponerme o no ponerme el lazo según por dónde anduviera.
El día en que liberaron a Iglesias sentí un alivio doble: por la liberación y porque ya no tendría que llevar más el lazo azul. Lo enganché en una página del diario adolescente que yo escribía con aquellos 17 añitos, y ahí se quedó.
Después vinieron otros secuestros pero ya no me puse el lazo. O en alguna ocasión suelta, como mucho. Pensé que yo ya había hecho bastante, que podía tener la conciencia tranquila, que tampoco servía de mucho si la gente no se lo ponía. Vamos, que me acojoné. Han pasado 18 años, Eta se acabó, Gesto por la Paz se disuelve. El lazo azul sigue prendido en mi diario de los 17 años. Marca una época en la que nos daba miedo protestar por un secuestro, en la que era mejor no meterse en líos.
Ander Izagirre, en su blog
La marcha me avivó algunos recuerdos de esos que te rascan un poco las tripas, que te desasosiegan, que incluso te ponen más nervioso cuando empiezas a escribirlos. Primero me acordé del bar Majusi, dos portales más allá de la casa donde yo pasé la infancia, y de su cartel negro con letras blancas. Bajo ese cartel caminó el empresario donostiarra Julio Iglesias Zamora, saludando a la gente que le recibía con aplausos, la noche en que volvió a su casa tras permanecer cuatro meses secuestrado por Eta. Era 1993. Recuerdo que los frecuentes secuestros de aquellos años me impresionaban mucho, y eso que entonces yo apenas sabía que en mi propia familia existía ese riesgo. Cuando Gesto por la Paz impulsó la campaña del lazo azul, como símbolo de protesta contra el secuestro de Iglesias, yo tenía 17 años y decidí ponérmelo.
Al ir a clase con el lazo en el pecho, mi primer temor era bastante ingenuo: sentía apuro por dar la nota. Recuerdo a una profesora de Inglés que también lo llevaba. Y al de Ética, que me paró en el pasillo y me felicitó.
También me lo prendía a diario en mi maillot de ciclista, cuando salía a entrenarme, incluso lo llevaba en las carreras. Recuerdo algunos comentarios jocosos y un poco hostiles de dos compañeros de equipo, “adónde vas tú con eso”. Y también una sorpresa agradable: había otro compañero con el que sí temía algún enganchón, alguna bronca a cuenta del lazo azul, pero fue precisamente él quien salió en mi defensa y dijo que cada uno tenía derecho a expresarse como quisiera. Luego, en un momento del entrenamiento, me acerqué a él y le di las gracias. De paso hablamos, apenas cuatro frases apuradas, sobre su familiar preso y los viajes que hacían para visitarle. Fue un intento común de empatía, torpe pero reconfortante. Él era un velocista y lo mío eran las subidas. En las carreras llanas, los compañeros intentábamos ayudarle y recuerdo varias ocasiones en las que le preparé la llegada, llevándole a rueda, quitándole el viento, lanzando el esprín lo más cerca posible de meta. Un día, con final en alto, pinché a mitad de recorrido y él me esperó para ayudarme a volver al pelotón. Se vació, apenas me dejó darle relevos, volví al grupo y en la subida acabé cuarto. Quise darle la mitad del dinero del premio y él se negó, sin explicar nada. Algunas cosas básicas no hacía falta hablarlas.
Al principio el asunto del lazo azul no levantó mucha polvareda. Podías llevarlo tranquilamente: solo afirmabas tu oposición a los secuestros, una afirmación tan básica y tan evidente que a casi nadie podía parecerle mal. Ahora me suena marciano –marciano no: jupiterino-, pero un día iba por la Parte Vieja con los compañeros de un trabajo, que decidieron tomarse una cerveza en la herriko taberna, y allí entré yo con ellos, a tomarme la caña, con el lazo azul puesto. Nadie le daba mucha importancia.
Pero las cosas se enturbiaron enseguida. Empezó el contraataque, la campaña contra el lazo azul, las famosas pintadas: “EspañoLAZO”. En eso eran muy buenos: tomaban cualquier gesto contra la violencia, un gesto tan básico, tan de mínimos como la protesta por un secuestro, y la reinterpretaban como una agresión, como una estrategia de españolazos, fachas y provocadores. Oponerse a los secuestros era cosa de españolazos. Ya está: la idea empezaba a calar, y era mejor que no te asociaran con ella, que nadie sospechara que eras un españolazo, un facha, un provocador. La inmensa mayoría de la gente estaba contra los secuestros, claro, pero lo desmoralizante era la eficacia con la que la protesta quedaba pringada y sospechosa, de manera que para algunos el lazo empezó a ser un símbolo de confrontación, un gesto innecesario porque creaba crispación y no arreglaba nada. Era mejor no enredar las cosas.
Recibí algunas leves presiones. En el propio equipo de ciclismo, por ejemplo: “No es buena idea que te pongas el lazo en el maillot, estás llevando el nombre del equipo y esto es deporte, no hay que mezclarlo con la política…”. Mi respuesta era muy obvia: que con el lazo yo no tomaba ninguna postura política, que solo protestaba contra un secuestro, que eso era una cuestión de principios muy básicos y nada más… Me respetaron y no me dieron la murga. Seguí entrenándome y compitiendo con el lazo, y hasta puedo fardar de una foto en la que aparezco en un podio de Llucmajor (Mallorca) –ejem: allí el nivel era más flojo- con un sobre de tres mil pesetas y el lazo azul.
Quienes me sugerían que me lo quitara eran personas cercanas y queridas, a las que les preocupaba que yo sufriera algún jaleo. Pero así funcionaba el mecanismo: una campaña de intimidación contra quien protestara, y mucha gente sacando la conclusión de que era mejor no meterse en líos.
No faltaban motivos para arrugarse. El asunto se fue poniendo cada vez más feo. Las pintadas evolucionaron hacia hallazgos poéticos y ripios que se hicieron muy populares: “A los del lazo, navajazo”. Y recuerdo la aprensión con la que leí una noticia: cómo varios tipos habían agarrado en Donostia a un chaval que solía llevar el lazo azul y le habían zurrado. Nada muy grave, ya, claro, pero yo empecé a ponerme o no ponerme el lazo según por dónde anduviera.
El día en que liberaron a Iglesias sentí un alivio doble: por la liberación y porque ya no tendría que llevar más el lazo azul. Lo enganché en una página del diario adolescente que yo escribía con aquellos 17 añitos, y ahí se quedó.
Después vinieron otros secuestros pero ya no me puse el lazo. O en alguna ocasión suelta, como mucho. Pensé que yo ya había hecho bastante, que podía tener la conciencia tranquila, que tampoco servía de mucho si la gente no se lo ponía. Vamos, que me acojoné. Han pasado 18 años, Eta se acabó, Gesto por la Paz se disuelve. El lazo azul sigue prendido en mi diario de los 17 años. Marca una época en la que nos daba miedo protestar por un secuestro, en la que era mejor no meterse en líos.
Ander Izagirre, en su blog
1 comentario:
He llegado a tu blog por casualidad, pero me ha gustado mucho esta narración de lo que es el miedo en un régimen totalitario. Lo cuentas muy bien, se pone uno en tu lugar. Lo he twiteado.
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