Hay muchas guerras terribles que sabemos cuándo empezaron, pero no sabemos cuándo acabarán. Mirad qué desgracia. Ahora se nos anuncia otra guerra, una guerra más que puede ser tan atroz como tantas otras o la más atroz de todas. Ya suenan los tambores de Tel Aviv a Teherán, de Teherán a Tel Aviv. Washington ya lo da por inevitable. Y Roma calla.
Puede que estalle en la próxima primavera, cuando en los antiguos campos de Persia brote de nuevo la vida y la luna se oculte, o en el próximo verano, cuando suba el sol y las cumbres de Irán se deshielen. De esa guerra que viene –a no ser que también en eso nos estén mintiendo, simplemente para asustar a Irán y hacerle reconsiderar; ¡ojalá esta vez nos mientan!–, de esa guerra más que probable quiero hablar en esta mañana de invierno, llena de silencio y de paz en la humilde Arroa.
Los grandes poderes llevan tiempo haciendo sus cálculos, pues ninguna guerra se emprende sin antes haber echado bien todas las cuentas, se acierte o no. Los grandes poderes son en este caso “el gran poder” en singular, aunque tiene nombre plural y bien solemne: los Estados Unidos de América. Y todo depende de cuánto le interese ayudar o consentir a su aliado Israel. Los términos del cálculo son muy simples, aunque la previsión del resultado es endiabladamente compleja: ¿es más peligroso dejar que Irán fabrique su bomba atómica o tratar de impedirlo atacando sus instalaciones nucleares? ¿Pueden EEUU e Israel ganar esa guerra con Irán? ¿Puede ganar al menos más de lo que pierdan, por mucho que sea?
Es decir, el cálculo más egoísta y más frío posible. Si piensas ganar, haz la guerra. Si piensas perder, negocia la paz en los mejores términos que puedas. Eso es todo. Así se hicieron todas las guerras y casi todas las paces en la desalentadora historia de esta humanidad que no acaba de ser lo que busca ser, lo que querría ser y aún no puede.
Ya lo dijo Jesús, aquel gran revolucionario pacifista judío de Nazaret: “Ningún rey se pone en guerra con otro sin antes haber considerado si puede enfrentarse con diez mil hombres al que le va a atacar con veinte mil. Y si no puede, cuando el enemigo aún está lejos, enviará una embajada para negociar la paz” (Lucas 14,31-32). Pero Jesús no lo decía como parábola del cálculo egoísta, sino, justamente al contrario, como parábola de la plena generosidad: “Amiga, amigo, yo no te obligo a nada. Que no te engañe tu primer impulso, pues te puedes hacer daño en tu empeño imposible. No te pongas a seguir mi Evangelio y a querer desprenderte de todo, si antes mi Evangelio no te libera y te llena de paz. El Evangelio es una buena noticia que lo exige todo, porque libera de todo”.
Luego, la Iglesia institucional también esto lo tergiversó. Todavía en el s. III, el sacerdote y teólogo romano Hipólito, que tuvo graves conflictos con los obispos de Roma y es venerado como santo, enseñaba que servir en el ejército es igual de condenable que la prostitución o el tráfico de esclavos. Y hubo jóvenes, como Julio y Maximiliano, que prefirieron dejarse matar a alistarse en la legión imperial. Pero en la medida en que la Iglesia se fue aliando con los grandes poderes, o en que ella misma fue deviniendo un gran poder, construyó la teoría de la guerra justa.
Y la casuística se impuso al principio profético, y el interés de los grandes acabó prevaleciendo sobre la defensa de los últimos, que suelen ser la mayoría. La teología escolástica medieval estableció las condiciones de una guerra justa, que el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica sigue adoptando tal cual: que sea para evitar un mal mayor que la propia guerra, que la guerra sea el último recurso y… que haya probabilidades de victoria. “Probabilidades de victoria”. Ése suele ser, en última instancia, el primer criterio y el decisivo. ¡Ay de los vencidos! Ellos nunca definen la justicia. Ellos nunca juzgan la historia. Y Roma calla.
En ésas estamos. EEUU e Israel emprenderán esta nueva guerra solo si piensan ganarla. Y será declarada justa solo si sirve a los intereses de quienes vayan a vencer. Así siguen algunos sosteniendo todavía, por ejemplo, que la guerra es la solución de las grandes crisis económicas como ésta que hoy padecemos (¿quién la emprendió?). No se dan cuenta –o sí se dan cuenta, pero no les importa– que las guerras solo las ganan unos (algunos sectores industriales, o algunos regímenes en peligro, por ejemplo el régimen de Ahmadineyad, pero también el de Netanyahu y el de Obama). La mayoría siempre pierde las guerras, porque sus intereses siempre salen perdiendo. ¿Y los muertos de un lado y de otro? ¿Qué dirán los muertos, si es que de verdad nos importan los muertos?
Dicen judíos y americanos, dicen también los europeos y hasta los árabes dicen, mientras Roma calla, que no se puede tolerar un Irán con bomba nuclear. Pero un Israel con bomba nuclear sí, se puede tolerar. Y a todos los que ya tienen la bomba, los toleran también porque no tienen más remedio. Calculan, y las cuentas no les salen: sería demasiado peligroso hacer la guerra a quien posee armas nucleares. Nadie hubiese atacado a Irak ni a Afganistán si hubiesen poseído bombas atómicas. Si Irán la poseyera, Israel nunca lo atacaría.
Tampoco lo atacaría si temiera que los misiles persas Shaab 3 van a destruir Tel Aviv y a matar miles de judíos. De modo que la razón de Israel para atacar a Irán es justamente el argumento de Irán para construir la bomba nuclear y misiles potentes. La razón la da el poder. Quien tiene la bomba tiene el derecho. Y no nos vengan a decir que una bomba en manos de un país demócrata es aceptable, mientras que no lo es en manos de una dictadura. Depende de quién decide sobre la democracia. ¿De qué democracia nos hablan a estas alturas el señor Netanyahu y el mismo señor Obama, por Nobel de la Paz que sea? No les creemos. Quieren poder. Sus intereses son su ley.
Que nadie entienda que tengo la menor simpatía al fanático y belicista presidente iraní Ahmadineyad. Lleva su país a la ruina. Un admirable país de una historia, una cultura, una lengua, una literatura admirable. Una de las más viejas civilizaciones del mundo. Allí escribió Zoroastro hace 3000 años admirables versos de paz. Allí nació y reinó Ciro, el liberador de todos los pueblos vencidos de la época, Israel entre otros, cautivo en Babilonia. A él se debe el cilindro de Ciro, que algunos consideran como Primera Declaración de los derechos Humanos y que se puede ver en el British Museum (¿cómo llegó allí?). Ciro el persa, a quien el profeta Isaías llama “ungido”, “Mesías” o “Cristo” de Dios, porque Dios es de todos, todos somos en Dios.
Que no venga la guerra. Que no vengan más guerras. Que desaparezcan las injusticias, pero sin guerra. Que nadie declare justa su guerra porque tiene el poder de imponer sus intereses. Que nadie nos mienta en nombre de la justicia. Que venga la paz a nuestros corazones. El corazón no miente. Las cumbres nevadas, el cielo plateado, el prado solitario, la mañana silenciosa… tampoco mienten en este día de invierno: la paz, no la guerra, es la madre de todas las cosas.
Joxe Arregi, en su blog
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