La portavoz de la izquierda abertzale afirmó el pasado domingo que el perdón era un concepto "que corresponde al terreno de la religión" y lo que hay que hacer son "planteamientos políticos que busquen soluciones integrales..., dar una salida a todo el tema de las víctimas, pero no desde un discurso de relicario o de confesionario". Estas declaraciones merecen cuando menos alguna reflexión y una respuesta.
Es verdad que el perdón está primeramente vinculado a tradiciones religiosas. En todo el derecho antiguo el perdón no existía, ni tampoco existe como tal en el derecho actual. Más bien, y como diría la catedrática Amelia Valcárcel, "es la gran innovación moral del cristianismo, su triunfo como religión". Este incorpora el amor al prójimo sin límites, indisoluble del amor a Dios, como principal mandamiento, incluido el perdón al enemigo. Perdonar pasa a ser la instrucción más constante e identificativa del nuevo credo, que está en la oración fundacional, el Padre Nuestro, la cual nos dice que todos los días, además de pedir que no nos falte de comer, hemos de perdonarnos.
En una sociedad multicultural y globalizada como la de hoy en día es importante asentar esa idea de cancelación que supone todo perdón y que es ajena a otras religiones. Para el hinduismo, por ejemplo, vivir es pagar una deuda previa en sucesivas reencarnaciones. Jesús de Nazaret, en cambio, añade la gran novedad de que hace falta un arrepentimiento interior y, sobre todo, nos revela la gran misericordia de Dios para con el género humano, más allá de la retribución y de la deuda. Así, en el Gólgota culmina el sentido último de su vida y de su mensaje profético: la superioridad moral del perdón ilimitado, el único que vence al mal y cura la herida de cualquier ofensa.
A pesar de todo, el perdón nunca restituye el mal hecho, la única manera sería dar marcha atrás y que el mal no se hubiera producido. A partir de ahí, la justicia humana consiste en decir vamos a producir un mal igual. El origen de toda justicia, siempre vindicativa y punitiva, es la conocida ley del talión. La violencia abre una cadena interminable de violencia. Para romper esa cadena se inventa la ley penal, que cierra las venganzas porque, por así decirlo, se venga por quien es ofendido. Pero la ley se desentiende de la víctima, lo que le importa es el delito, y eso implica que hay algo que siempre va a quedar sin pagar.
Centrándonos en el escenario cercano de Euskal Herria, una vez cesada afortunadamente la lucha armada de ETA, ha de quedar claro: o se abre un escenario de perdón o es muy difícil seguir adelante. Cuando la memoria de la violencia se calla, porque hay que seguir viviendo, algunos perdones se pueden transformar en perdones fundantes y sobre ellos construir algo nuevo. Pero, ¿de qué hablamos cuando usamos el término perdón o cómo podemos traducir su sentido religioso original en un valor ético universal? Hasta el siglo XX, cuando perdonábamos nos comprometíamos a olvidar. A partir del Holocausto causado por el nazismo, cuando perdonas te comprometes a no olvidar. El nuevo precepto o imperativo que nos ha dejado el pasado siglo, especialmente convulso y lleno de males y crímenes a gran escala (genocidios), es el de no olvidar como sinónimo de perdonar.
Por tanto, respondiendo a la portavoz de la IA, no se puede pretender olvidar u obviar el perdón debido y tratar de vivir como si aquí no hubiera pasado nada y excusarse en que la razón no es claramente de nadie o que ha habido o hay excesos en ambos lados. Muy al contrario, urge y es necesario atreverse a pedir y dar el perdón que significa asumir la memoria íntegra de lo ocurrido y alcanzar la reparación basada en el reconocimiento y el respeto al mal, al agravio, al oprobio sufridos por las víctimas, con los ritos y monumentos conformes y dignos que merece toda persona por el hecho de serlo y cuando es víctima de la injusticia, para que un día podamos llorar la sociedad entera, reconciliados, por todas las víctimas, sin reclamar nada más. Eso pide este perdón laico, el no olvido que selle la paz, tras alcanzar un relato común de todo lo ocurrido, con grandeza de espíritu y verdad, sin equidistancias, porque en toda guerra, terrorismo o lucha armada solo hay vencidos/as. Entonces la memoria histórica de ciertos hechos podrá dar paso, por fin, a la historia científica desapasionada.
Pienso que cada vez estamos más preparados/as para ese perdón como memoria reconciliada, pero desde luego el camino aún es largo y no va a ser fácil. Algunos/as todavía andan un poco lejos, aunque se vayan dando pasos, pero tengamos sumo cuidado para no separar nunca, ni permitir que se separe, cualquier planteamiento político de las consideraciones éticas profundas, para nada ese peyorativo discurso de relicario o de confesionario que exige la memoria de todas las víctimas. Solo así habrá una solución integral por justa y verdadera.
Mikel Aranburu Zudaire, miembro del Consejo de Dirección de Zabaltzen
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