Primero fue el obispo de Bilbao, que dijo: No puede haber perdón si antes el culpable no pide perdón. Luego fue el obispo de San Sebastián, que reiteró: "No puede haber perdón si primero el culpable no se arrepiente". Por fin, el obispo de Pamplona concluyó: "No puede haber perdón sin que el culpable haya primero cumplido la penitencia".
No sé cómo interpretar estas declaraciones últimamente reiteradas al unísono por los actuales obispos de las diócesis vascas. Tal vez intentan, a la desesperada, sostener al decaído sacramento de la confesión con las cinco condiciones impuestas por Trento en el siglo XVI: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.
¡Dios mío! ¡Qué terrible se me haría creer en un “Dios” que exigiera esos cinco requisitos, o incluso uno de ellos solamente, como condición del perdón! Si Dios fuera así, ¿podríamos alguien –incluidos los obispos– dormir tranquilos? A no ser que nos creyéramos justos, o mejores que el prójimo… En realidad, creer en ese dios sería negar a Dios. Y los obispos saben bien que al principio no fue así, que hasta el siglo VI ni siquiera se conoció la confesión oral repetida ante un sacerdote, que Roma incluso prohibió la práctica iniciada por los monjes irlandeses y que luego la impuso como obligatoria, que la única confesión de que se habla en el Nuevo Testamento es la confesión mutua y la mutua absolución entre hermanas y hermanos de la comunidad creyente.
Pero las afirmaciones de los obispos responden quizá a otros motivos y persiguen otros objetivos. Quizá quieren ser una aportación al momento político crucial que estamos viviendo en el País Vasco. Los obispos tienen el derecho y el deber de aportar sus criterios éticos y/o evangélicos para que la sociedad vasca acierte con el mejor camino hacia la paz. La paz con todos los adjetivos que se quieran, o la paz sin ningún adjetivo, si se prefiere. La paz. El shalom. Bakea.
Es un momento delicado. Hay mucha gente herida en su carne y en su memoria. No podemos apartar la vista de ninguna herida. Y no podemos descuidar ninguna medida necesaria para que las heridas de todos se curen, si fuera posible. Si lo creemos posible, si lo esperamos de verdad, entonces será posible. Es hora de mirar al futuro, sin olvidar el pasado. Sólo hay que mirar al pasado con vistas al futuro. Hay que mirar las heridas del pasado y del presente con ojos de unción. Que la mirada sea un bálsamo. Que las medidas sean sanadoras. Que el ánimo se ensanche. Y ésta es, me parece, la misión de los obispos hoy y aquí: despertar la unción de la mirada y ensanchar el alma en todos, empezando por los más heridos.
Pues bien, en las mencionadas palabras de los obispos yo no encuentro unción, bálsamo y anchura de alma. Encuentro veladas consignas políticas que a nadie pueden curar. El Código penal, en la medida en que sea justo, será necesario y habrá que aplicarlo. Pero no tendremos curación para nuestras heridas personales y colectivas si no vamos más allá del código y la ley, la pena y la penitencia. El perdón será lo único que nos cure.
¿Pero qué perdón? Solamente el perdón gratuito, el perdón sin condiciones, que nace de lo más humano del corazón, allí donde reside la compasión de Dios que a todos nos sostiene. O el perdón es gratuito, sin condiciones, o no es realmente perdón. Claro que el autor del daño debería, en algún momento, conmoverse en su corazón y acercarse a quien ha herido y decirle: “Lo siento, perdóname”.
Pero distingamos: una cosa es que, para ser plenamente alcanzado y transformado por el perdón, el autor del daño deba sentirse apenado por el daño causado y decir: “Perdóname” y reparar en lo posible el daño hecho, y otra cosa muy distinta es que el arrepentimiento, la petición de perdón y el cumplimiento de la penitencia sean condición para que la víctima perdone. Lo primero es verdad, lo segundo no. Si el que perdona no perdona gratuitamente, sigue herido. Si el que recibe el perdón no lo recibe como perdón gratuito, sigue también herido, al igual que seguirá herido mientras no se duela del daño que hizo. Pero el perdón verdadero solo puede ser gratuito.
Eso es lo que leemos en el Evangelio, mucho antes de que en la Iglesia se impusiera el sistema penitencial vigente. Leemos que el padre había perdonado a su hijo pródigo desde el instante mismo en que aquel abandonó la casa, y por eso salía a otear de lejos, lleno de pena por su hijo alejado, y que el hijo perdido acabó de hallarse a sí mismo y de curarse del todo cuando vio que su padre (y su madre, claro está, aunque no se la mencione) siempre le había perdonado y que no le permitía ni siquiera hacer la confesión.
Leemos que Jesús dijo: “Amad a vuestros enemigos, es decir, a nadie miréis como enemigo. Sed compasivos como vuestro Padre, como vuestra Madre del cielo es compasiva”. Leemos que Jesús murió diciendo a Dios o diciéndose a sí mismo: “Perdónales, porque no saben lo que hacen” (y tengo para mí que fue en ese momento cuando resucitó). Y leemos que dijo: “No mires la paja en el ojo ajeno, sin mirar primero la viga en el tuyo”, y también: “Mira al otro como quisieras que el otro te mirara a ti”.
Eso es el evangelio en su estado puro. Ni siquiera se trata, propiamente, de “perdonar” al culpable, sino de mirar también en él la herida y la gracia, de acogerlo y de seguir confiando en él para un futuro mejor. Es superar de una vez el estrecho y torturado esquema de la culpa y el castigo. Es ser como Dios, que no mira a nadie como culpable, sino que más bien nos restaura con su mirada.
Y eso es lo que leemos en san Pablo por activa y por pasiva en la Carta a los Gálatas y en la carta a los Romanos: “Somos amados, perdonados, salvados por Dios siempre de antemano, sin condición alguna, y cuando esto lo creemos, lo sentimos, lo acogemos, entonces nos transformamos y nos hacemos buenos”. Y lo que Dios hace con nosotros, eso debemos hacer nosotros con todos los que nos hacen daño, como dice Pablo: “Vence al mal a fuerza de bien”. Eso es el Evangelio, y tiene poco que ver con los códigos y las condiciones penitenciales, aunque lo enseñen los obispos.
¿Es eso posible? Creerlo y querer practicarlo, eso es creer en Dios, o dejar que sea en nosotros. Lo practicó Jesús. Lo practicó Francisco de Asís, Mahatma (“alma grande”) Gandhi, Luther King y una gran multitud de creyentes o no creyentes que siguen curando a la humanidad y mostrando el camino.
Jo Berry es la hija de un parlamentario británico asesinado por el IRA en 1984. En Noviembre del 2000 quiso encontrarse con Pat Magee, responsable de la muerte de su padre, para escucharle y dialogar, y siguen participando juntos en actos públicos, en talleres llamados “Mirar cara a cara al enemigo”. Jo Berry escribe: “Ahora no hablo de perdón. Decir ‘te perdono’ es casi condescendiente; te encierra en un escenario de ‘nosotros y ellos’ en que yo encarno el bien y tú el mal. Con esa actitud no vamos a ninguna parte. Pero puedo sentir empatía y en ese momento no enjuicio. A veces al encontrarme con Pat he comprendido con tanta claridad su vida que no queda nada por perdonar”.
Mirar al que me ha hecho daño de tal manera, que los ojos no encuentran en él nada que perdonar. Es la mirada que transforma. Es la primacía de la generosidad. Es el poder de la bondad. Es la esperanza para la humanidad. Es lo divino del ser humano. Es lo humano de Dios, ¡bendito sea! Es el Evangelio de Jesús. Y es lo que de un obispo cabría esperar.
Joxe Arregi, en su blog
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